¿Por qué el sistema de impuesto a la renta chileno es único en el mundo?
En alguno de sus diarios soliloquios, ¿se ha
preguntado usted, estimado(a) lector(a), por qué el sistema de impuesto a la
renta chileno es único en el mundo?
Es una interesante cuestión, ¿verdad? Más aún
si consideramos que el dichoso sistema está cumpliendo 30 años de
ininterrumpida vigencia, lo que significa, en buen castellano, que durante ese
lapso ―tres décadas, seis lustros― ningún otro país del mundo (ni los
otros 33 de la OCDE ni los restantes 159 de la ONU) lo ha encontrado digno de
ser imitado. ¿Por qué?
Coincidirá usted conmigo en que semejante
exclusividad es anormal. Lo corriente es que los sistemas exitosos no sean
exclusivos. Por tal razón, se ve como indispensable identificar su causa. No
vaya a ser que, en una de ésas, lo que aparentemente es un motivo de orgullo
(somos los más inteligentes del planeta), lo sea en verdad de vergüenza (somos
los únicos capaces de poner en práctica una imbecilidad semejante).
De manera que tratemos de despejar la
incógnita: ¿por qué el sistema de impuesto a la renta chileno es único en el
mundo?
En procura de hacer un poco de luz a este
respecto, permítame plantear un par de situaciones de común ocurrencia en
nuestra sociedad.
Cuando alguno de sus clientes deja de pagar
sus créditos, las empresas recurren a la cobranza judicial. Hacen uso de los
servicios que les presta el aparato estatal para obligar a sus clientes a
cumplir sus compromisos y recuperar, de esa manera, sus acreencias. Y se trata
de un uso intensivo, como lo comprueba la verdadera marejada de juicios de
cobranza interpuestos por los bancos que colapsa los juzgados civiles. De
hecho, me atrevo a afirmar (sería interesante conocer alguna estadística al
respecto) que las empresas son, por lejos, las principales usuarias de los
juzgados civiles. La pregunta, entonces, cae de cajón: ¿cuánto pagan ellas al
Estado por este servicio, que es vital para el éxito de sus operaciones?
La respuesta correcta es: nada. Con el sistema
vigente, las empresas no le pagan ni un solitario peso al Estado por ese
servicio. Lo reciben de éste en forma completamente gratuita. Somos las
personas naturales quienes lo financiamos.
Vamos a un otrosí: la seguridad pública. Las
empresas también hacen un uso intensivo de ella. Nuestra policía impide, con su
presencia, que ellas sean asaltadas. Les garantiza, además, el acceso de sus
clientes, la distribución de sus productos, la recepción de sus materias primas
y un larguísimo etcétera. No sólo eso: la fuerza pública también participa en
los procesos de cobranza. Repitamos la pregunta: ¿cuánto pagan las empresas al
Estado por este servicio, que también es vital para el éxito de sus
operaciones?
Repitamos también la respuesta: nada. Tal como
en el caso anterior, con el sistema vigente, las empresas tampoco le pagan al
Estado por ese servicio. Ni un solo miserable peso. Lo reciben de éste, al
igual que el caso anterior, en forma gratuita. Y también somos las personas
naturales quienes lo financiamos.
Usted puede reiterar el ejercicio con todos
los servicios públicos. Las empresas no pagan por ninguno. El Estado se los
entrega todos en forma gratuita.
Tal predicamento corre incluso para la
mantención. Como es bien sabido, mantener algo funcionando en buenas
condiciones, cuesta dinero. Es cosa de fijarse en los gastos comunes de los
condominios. En el caso de las sociedades, ocurre lo mismo. Mantenerlas
funcionando como corresponde, es oneroso. Es cosa de mirar el presupuesto de la
nación para tener una idea del monto. El caso es que las empresas necesitan de
ese buen funcionamiento social para que sus actividades sean rentables. Los
negocios no funcionan en sociedades caóticas. El orden y la tranquilidad les
son indispensables para su normal operación. No obstante, ¿pagan por ellos?
Tal como en los casos anteriores, la respuesta
es no. Con el sistema vigente, tampoco las empresas le pagan al Estado por
concepto de mantención. Somos las personas naturales quienes nos encargamos de
financiarla.
Momentito, dirá usted con justa razón: las
empresas pagan impuestos. De hecho, tributan en primera categoría con un 20% de
sus utilidades.
Correcto, pero como usted es una persona
ilustrada, seguramente habrá leído el artículo 20, párrafo 1, de nuestra ley de
la renta. Se lo transcribo. Dice, textualmente: “Establécese un impuesto de 20% que podrá ser imputado a
los impuestos global complementario y adicional…”. Se lo traduzco: el impuesto que pagan las
empresas no es de beneficio fiscal; es sólo un anticipo, un pago provisional,
de los impuestos personales de sus propietarios. Dicho en otras palabras, las
empresas no pagan sus propios impuestos, sino que pagan los impuestos de sus
dueños.
¿Se da cuenta del monstruoso sistema que
tenemos? El Estado subsidia, con dinero de todos nosotros, la totalidad de los servicios
públicos que consumen las empresas. ¿Para qué? Para que éstas les paguen los
impuestos a sus dueños. ¿Para qué? Para que éstos, finalmente, no paguen
impuestos.
Se lo repito para que le quede claro. En
Chile, las empresas no pagan por los servicios públicos que consumen, porque
destinan sus tributos a pagar los impuestos de los empresarios. Éstos, por su
parte, salvo excepciones, no pagan impuestos. No son iguales ante la ley. Desde
hace 30 años (el sistema de impuesto a la renta lo implementó Pinochet en 1984)
disfrutan de un privilegio que es, efectivamente, único en el mundo.
Están más claras las razones de la
exclusividad que mencionamos al principio, ¿verdad? Ninguna otra nación del
mundo es capaz de implementar legalmente un despojo semejante. Nadie es
tan caradura. En todos los demás países, el impuesto a la renta que afecta a
las empresas es considerado un pago por los servicios públicos que ellas
utilizan. En todos, los empresarios pagan impuestos a la renta, pero lo hacen
de su propio bolsillo. ¿Somos, en verdad, los más inteligentes del planeta? Sí
y no. Los que usufructúan del sistema, parece que sí. El 90% restante, no. De ninguna manera.
Ante tan inmoral escenario, me surgen dos
nuevas interrogantes:
Es entendible que a quienes forman parte de la
Alianza, les interese mantener el sistema descrito. Mal que mal, son los
autores del mismo, y también los principales beneficiados. Sabemos que la
mayoría de ellos privilegia el interés personal por sobre el social. Pero, ¿por
qué la Concertación no lo modificó durante sus cuatro gobiernos? ¿Por qué el
Congreso, por parejo, guardó cómplice silencio? ¿Qué razones tuvieron para no
cortar de raíz tan bárbara inmoralidad? ¿Razones económicas, acaso? Es
imprescindible saberlo.
La segunda pregunta que surge es plenamente
contingente, ya que Michelle Bachelet será, con casi total certeza, la próxima
presidenta de Chile. ¿Por qué en su propuesta de reforma tributaria, el sistema
mencionado se mantiene? ¿Por qué en su gobierno seguiremos todos los chilenos
financiando los servicios públicos que utilizan las empresas para que éstas
paguen los impuestos de sus dueños? ¿Por qué Michelle Bachelet pretende,
durante los próximos cuatro años, continuar con ese despojo?
La Concertación, la Nueva Mayoría y la candidata tienen que
darnos una explicación. ¿No le parece? Como ciudadano chileno (Chile es de
todos), las emplazo a que lo hagan.
Esperaré, confiado, su pronta respuesta.
Aunque se vea improbable. Total la esperanza ―esa porfiada e irracional
sensación de que lo que ansiamos, por lejano que esté, por inalcanzable que
parezca, tiene alguna posibilidad de realizarse― es lo último que se pierde.
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