La caridad y el abandono
Si
usted, estimado lector, desea saber en qué clase de sociedad vive ―si en una
inclusiva, justa, equitativa y solidaria, o en una egoísta, injusta,
inequitativa y abusadora―, tiene una forma muy simple de averiguarlo: fíjese en
cómo ella trata a sus viejos, en especial cuando están pobres y solos.
No
hay nada más inerme que un anciano desamparado. Al igual que los bebés, necesita
compañía; al revés de ellos, sin embargo, casi nadie está dispuesto a dársela.
Tal como los infantes, depende de terceros para poder alimentarse, vestirse,
asearse, desplazarse, medicinarse, incluso para satisfacer sus necesidades
fisiológicas; al contrario de ellos, no obstante, casi nadie está dispuesto a
atenderlo. Un anciano menesteroso y solitario es el más desvalido de los
desvalidos.
Una
sociedad inclusiva y equitativa se preocupa por sus viejos. Les garantiza la
salud, el alojamiento, el diario sustento y, sobretodo, la necesaria atención
que requieren cuando ya no pueden valerse por sí mismos. Una sociedad egoísta y
abusadora, en cambio, los desecha. Como dejaron de ser útiles, los abandona.
Para subsistir dignamente, en una sociedad inclusiva a los ancianos les basta
con ejercer sus derechos; en una sociedad egoísta, como no los tienen, deben
recurrir a la caridad.
¿Qué
derechos tiene en Chile un anciano desamparado?
Casi
ninguno, en verdad. Si en nuestro país una persona, después de toda una vida de
trabajo y sacrificio, llega a la vejez sin dinero y compañía, pasa directamente
a la categoría de estorbo. No tendrá un ingreso que le permita satisfacer sus
necesidades mínimas y subsistir con dignidad y decoro (los connotados
profesionales del duopolio, y también nuestros congresistas, harían bien en
probar en carne propia, aunque sea por un mes, lo que es vivir con una pensión
de $ 80.000 mensuales); tampoco atención médica especializada (¿cuántos
gerontólogos habrá, en total, entre todos los consultorios del país? Y, lo más
importante, no tendrá quién lo atienda cuando ya sus limitadas capacidades le
impidan valerse por sí mismo (¿habrá algún organismo gubernamental más inútil
que el Senama?).
El
asunto en nuestro querido Chile es claro: si usted, adulto mayor, puede pagar,
bienvenido a una casa de reposo privada (no hay ninguna por $ 80.000 mensuales,
en todo caso). Si no, púdrase.
Salvo,
como ya dijimos, que usted recurra a la caridad.
Para
fortuna de quienes pueden acceder a ella (su capacidad es limitada y la lista
de espera, muy larga), hay en Chile una institución de caridad orientada a los
adultos mayores en situación de pobreza. Es una organización de primera, que
entrega atención de excelencia, y está dotada de una nutrida planta de profesionales
a tiempo completo, cuyo objetivo fundamental es mantenerlos saludables y
agradados. Me refiero, desde luego, a la Fundación Las Rosas.
La
Fundación Las Rosas es una organización de profunda raigambre cristiana. Está
aquí para cumplir el mandato de Cristo: ama a tu prójimo como a ti mismo, en
especial, al más necesitado. Por dicha razón, transita por la misma vereda que
San Alberto Hurtado, que Baldo Santi, que Renato Poblete, que Pierre Dubois, y
tantos otros cristianos que dedicaron su existencia a trabajar por los más
desvalidos. Forma parte del lado luminoso de la Iglesia Católica. Es, qué duda
cabe, una gran institución.
Su
existencia, sin embargo, es evidencia irrefutable de una dramática falencia
social: sólo es necesaria la caridad cuando existe el abandono.
Necesitamos
una Fundación Las Rosas porque nuestra sociedad, representada por el Estado,
abandonó a su suerte, sin asco, a nuestros adultos mayores.
¿Y
por qué ocurrió eso? ¿Cómo fuimos capaces de hacer algo semejante? ¿Tan
desnaturalizados somos?
Ocurre,
estimado lector, que el abandono de nuestros ancianos es una más de las tantas
consecuencias de la aplicación de un modelo de desarrollo que fomenta el
egoísmo y el abuso: el neoliberalismo. Ya que éste predica que cada quien debe
ser remunerado según su productividad, quienes dejaron de ser productivos están
liquidados. Como carecen de poder negociador (no hay ninguna entidad gremial
que los agrupe) son dejados de lado. Se transforman en marginales.
Así
las cosas, mientras el duopolio siga manteniéndonos bajo el yugo de tan inmoral
sistema, nuestros mayores seguirán en situación de abandono y deberán seguir
recurriendo a la Fundación Las Rosas. Hasta el día del Juicio, probablemente.
No
puedo dejar de mencionar lo paradojal que resulta que en la Iglesia conviva una
institución tan admirable como la Fundación, con aquélla donde se gestaron las
bases del neoliberalismo, y donde hasta el día de hoy, pese a ser tan
contrarias a la doctrina de Cristo, éstas se siguen predicando: la Universidad
Católica.
Aunque
en realidad no debería llamarme tanto la atención. Mal que mal, por allí
transitan también (aunque por distinta vereda que los mencionados más arriba)
apóstoles como Karadima, Errázuriz, Cox, los Legionarios de Cristo y el Opus
Dei.
Será
porque, en una de ésas, la Iglesia es nada más que una obra humana y, como
nosotros, es capaz de los mayores actos de bondad, pero también de las peores
canalladas.
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