La fe pública
El
caso de Ignacia Golborne ―hacer uso indebido de un beneficio estatal― vuelve a
situar en primera línea un porfiado tema que nunca se ha querido enfrentar en
nuestro país como corresponde: el del adecuado resguardo de la fe pública.
La
fe pública, que puede ser definida como “la
confianza que manifiestan los ciudadanos en la rectitud y honradez del actuar
de los funcionarios públicos” (y de quienes aspiran a serlo, podríamos
agregar), es una condición básica para el buen funcionamiento de una nación.
Los ciudadanos necesitan creer que sus instituciones públicas, y quienes forman
parte de ellas, no les enterrarán un puñal en la espalda cuando estén distraídos
(e, incluso, cuando no lo estén). Necesitan confiar que juegan limpio, y no son
una cáfila de rufianes que los pasarán por el aro a la primera oportunidad que
se les presente. Es como en un matrimonio (o en cualquier sociedad de personas):
si la confianza se pierde, hasta ahí no más llegamos. Reconstruirla puede
tardar mucho tiempo y a veces, como cuando se rompe un cristal, se seca una
flor, se agria la leche o se quema un papel, es imposible.
Cuando
la fe pública se destruye, el asunto se torna grave. El portarse bien, el
respetar las normas, dejan de ser deberes y se transforman en idioteces. Si las
autoridades, que deberían ser modelos de probidad, se comportan como gatos de
campo, ¿por qué uno, el ciudadano de a pie, no debería comportarse de igual manera?
Sacar provecho indebido del Estado pasa, entonces, a ser una obligación. Es la
forma de pagar con la misma moneda. En tales casos, la sociedad comienza a
deteriorarse paulatinamente, y el desenlace puede llegar a ser fatal. Basta
revisar el caso de Venezuela para comprobarlo.
En
Chile, para nuestra desgracia, la fe pública se ha perdido. Hace rato, ya. Son
demasiados los casos de “aprovechamientos indebidos” del aparato público que
hemos sufrido, como para que el hilo siga resistiendo. El caso de Ignacia
Golborne es sólo uno más ―es ilustrativo constatar, no obstante, que (según parece)
les costó la elección a ella y a su padre. ¿Será que nuestra sociedad se
aburrió de agachar el moño y no devolver el golpe? ―. Para muestra, tome nota
de una lista que no pretende, ni con mucho, ser exhaustiva.
Está
esa perla de la frescura y el descaro que se llamó el “caso MOP-Gate”, una
gigantesca colusión concertacionista destinada a ordeñar al Estado recurriendo
a todos los medios impropios disponibles (que fue validada, no olvidemos, por
el mismísimo Longueira en representación de la UDI. ¿A cambio de qué? Nunca se
supo). Está la larga lista de tropelías incurridas en los gobiernos de la
Concertación, casi todas (por no decir todas) sin sanción. Están las compras de
armas y otros materiales estratégicos. En este gobierno, a modo de ejemplo, tenemos
el sospechoso caso Johnson’s, el Minvu-Kodama, los densímetros con
sobreprecios, y los numerosos “conflictos de interés”.
Y,
por cierto, está el Congreso.
Allí,
hay de todo: desde remuneraciones que se perciben sin trabajar, pasando por
asignaciones de gastos cuyo uso pertinente nadie fiscaliza, siguiendo con
nepotismo incontrolado, continuando con lobbies no regulados, y terminando con
evidentes infracciones (incluso posibles delitos) que no son sancionadas.
Nuestro Congreso es como un club
exclusivo al cual sólo los socios tienen derecho a asomarse. La política
vigente ahí, es que lo que ocurra en su interior es de incumbencia sólo de sus
inquilinos, y nadie más tiene derecho a entrometerse.
Han
existido gravísimas denuncias, pero nunca se han investigado a fondo. Alguna
vez se acusó a parlamentarios de ser drogadictos, pero hasta el día de hoy,
pese a ser dicha condición evidentemente incompatible con el ejercicio de tales
cargos (y de cualquier cargo público, en realidad), no se ha implementado un control
tan simple como el examen del cabello cada seis meses.
No
hace mucho, mientras Claudia Nogueira era investigada por mal uso de
asignaciones parlamentarias, se comentó que lo que ella había hecho, desviar
recursos de asignaciones a sus cuentas personales, era habitual en el
hemiciclo; que la mayoría de sus colegas lo hacían. Por cierto, pese a su
gravedad, nadie investigó en profundidad la especie y ésta, como muchas otras,
entró a dormir el dulce sueño del olvido.
Más
aún: hace poco se filtró que Marta Isasi habría recibido importantes
aportes de la industria pesquera mientras, oh coincidencia, se tramitaba la ley
de pesca. Aunque ella dio a entender, respaldada por declaraciones de un alto
ejecutivo de una pesquera, que muchos más estaban en su caso, nada se
investigó. Y, por cierto, todos siguieron muy tranquilos.
Pero
hay mucho más. Por la Cámara y por el Senado circulan o han circulado parlamentarios
que han hecho uso de recursos públicos para fines privados, o han usado
documentos falsos para justificar rendiciones electorales. Han sido electos
algunos que han sido procesados, y condenados, por malversaciones de fondos.
Postularon en la última elección, e incluso salieron electas, personas que
están siendo investigadas por actos deleznables (¿le suenan las becas Valech?).
Y todo sin que se avizore medida correctiva alguna. De hecho, no la hay en los
programas de ninguno de los candidatos.
La
ciudadanía chilena decidió, por mayoría absoluta, que era necesaria una segunda
vuelta presidencial. La sentencia es clarísima: ninguno de los candidatos la
convenció lo suficiente como para hacerle entrega, de buenas a primera, de su
preferencia manifiesta. El electorado quiere, necesita, exige, más
antecedentes, más proposiciones, más proyectos. Y uno de ellos, no me cabe
duda, es el de la máxima transparencia.
Preguntémosles
entonces a las dos candidatas finalistas cuáles son las medidas que
implementarán para garantizarnos, como dueños del boliche, el estricto uso de
los fondos públicos en los fines para los que fueron concebidos, y quedemos a
la espera de su pronta respuesta.
Con
carácter de obligatoria, desde luego. ¿O me van a decir que el tema no tiene
relevancia? La fe pública (no se ría) está en juego.
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