El sistema tributario chileno: ¿un experimento fallido o un caso de sinvergüenzura extrema?
Si usted,
amigo lector, quiere analizar nuestro sistema tributario ―hay días en que uno
amanece con intenciones de abordar tareas como ésa―, no debería resultarle
difícil. Sólo debe comprobar dos cosas: que se ajusta a los principios básicos que
debe cumplir todo buen sistema tributario; y que recauda lo necesario y
suficiente para satisfacer las necesidades fiscales y sociales.
En
semejante escenario, usted podría presumir que hay abundantes estudios y
análisis que se ocupan del asunto; que nuestras instancias académicas
(universidades, centros de estudios especializados), poseen una morrocotuda
(término “sapolivingtonístico”) colección de profundos y sesudos ensayos que escudriñan
la materia desde todas las ópticas posibles. Mal que mal, el tema tributario es
uno de los que nos marca día a día, que está omnipresente en todas (o casi
todas) las acciones económicas que ejecutamos, y que incluso puede marcar la
diferencia entre una sociedad acogedora, inclusiva y colaborativa, de la que es
agradable formar parte, y una egoísta, exclusiva y prepotente, donde cuesta (y
a veces no vale la pena) acostumbrarse a vivir.
Sin
embargo, una búsqueda exhaustiva por la red (no puedo asegurar que sea la
panacea, pero en nuestros tiempos si usted no está en la red, es como si no
existiera), redunda en muy precarios resultados: la mayor parte de lo que hay
es meramente descriptivo, y los pocos análisis que se encuentran, son sesgados,
incompletos, demasiado filosóficos o excesivamente superficiales. Evaluaciones
profundas, al hueso, que comprueben con cifras duras el (in)cumplimiento de los
principios y de los objetivos, no hay.
En
consecuencia, si usted quiere disponer de un análisis de ese tipo, no tiene
alternativa: debe elaborarlo usted mismo.
Estoy
en ésa; afortunadamente, ya en los tramos postreros. Y, créame, las
conclusiones no son para morirse de la risa. Más bien, son para leerlas sentados,
ya que así nos evitamos los porrazos que sobrevienen con el impacto que ellas producen.
Permítame
exponerle algunas.
Partamos
por los principios (¿hay alguna otra forma apropiada de partir?). Tres son los principales
(hay, por cierto, algunos otros) que deben estar presentes en todo buen sistema
tributario: justicia, transparencia y sencillez. ¿Los cumple el nuestro?
Veamos:
1.- El
sistema vigente viola (impunemente, habría que decir) el principio de justicia.
Éste, le recuerdo, tiene tres componentes: la equiparidad (o retribución: todos quienes reciben servicios o
beneficios del Estado o de la sociedad, deben contribuir a su financiamiento),
la equidad horizontal (o trato
igualitario: quienes perciben iguales rentas, deben estar afectos a iguales
tributos), y la vertical (o trato
justo: a mayores ingresos, mayores tributos). Nuestro criollo sistema trasgrede
los tres.
Respecto
del primero, la equiparidad, el punto es claro: quienes más hacen uso de la
infraestructura estatal, las empresas, no pagan impuestos. La ANFP, por
ejemplo, que hace uso (y abuso) intensivo de nuestra fuerza policial (un
servicio público) en sus eventos, no contribuye con ni siquiera un peso para
financiarlo. Los bancos y las casas comerciales, que utilizan a destajo el
sistema judicial (otro servicio público) en sus procesos de cobranza, tampoco. De
todos los recursos que se invierten para que nuestra sociedad funcione como
corresponde ―el presupuesto 2014 considera gastos por USD 61 mil millones,
aproximadamente― las empresas, cuya rentabilidad depende 100% de ello, no
aportan ni uno. Nuestro sistema es tan peculiar, tan especial, que entre los 34
países de la OCDE (donde están las economías más exitosas del planeta) sólo
Chile y México (coincidentemente, las dos economías con mayor desigualdad, por
lejos) lo utilizan. En los otros 32 países, las empresas tributan efectivamente
una parte de sus utilidades como pago por los servicios que reciben del Estado,
los que son, sin duda alguna, servicios necesarios para producir la renta.
Respecto
de la equidad horizontal, el asunto se pone más peludo aún. Un empleado que
gana un sueldo reguleque ($ 3,5 millones brutos mensuales, según el criterio ossandonesco),
debe tributar (de acuerdo con la escala vigente) $ 4,87 millones. Un empresario
que retira esa suma de su empresa (y no tiene más ingresos), paga cero (leyó
bien, no paga), ya que el crédito por concepto de primera categoría le cubre por
completo el global complementario que le correspondería. ¿Equidad horizontal?
Permítame reírme.
Pero
donde la cuestión adquiere ribetes inverosímiles, es en la equidad vertical. Mientras
el empleado del párrafo anterior paga, por su retiro de $ 42 millones anuales, $
4,87 millones en impuesto a la renta, un socio de una sociedad de personas
puede retirar (si la sabe hacer, y hay bastantes que la saben hacer) $ 1.000
millones de utilidades de su sociedad sin pagar un peso (sí, leyó bien de
nuevo: retirar $ 1.000 millones, sin pagar un peso por concepto de impuesto a
la renta). Créame, porque tengo las cifras acumuladas (están disponibles
públicamente, cuando uno sabe dónde y cómo buscar) y son gigantescas. Del verbo
cuantioso. ¿Equidad vertical en este sistema? Por favor, hablemos en serio,
como decía el presidente del MOP-Gate.
2.- Con
lo expuesto, ¿necesitamos en realidad hablar de si se cumple o no el principio
de transparencia? ¿Sabía usted esto que le estoy contando? ¿Tiene acceso
expedito a la información de cuánto pagan realmente en impuestos los miembros
de nuestros grandes grupos económicos? ¿Qué porcentaje de su renta? Vamos más atrás:
¿vivimos acaso en un país donde la transparencia es un bien preciado por la
sociedad y por nuestra clase dirigente?
3.- Ahora,
del principio de sencillez para qué le digo nada. Nuestro absurdo sistema de
impuesto a la renta tiene tantos vericuetos, que las personas que los conocen
todos deben ser contadas con los dedos de una mano. Y si cuesta tanto entender
la normativa, ¿cómo la aplica usted adecuadamente? ¿Y cómo la controla?
Tenemos
pues un sistema tributario que no sólo no cumple con los mínimos principios
básicos exigibles, sino que los trasgrede alevosamente. Quienes conocen las triquiñuelas,
hacen uso de ellas a discreción, con total desparpajo y falta de escrúpulos.
Total, ya son 30 años de largona. Y, según parece, vienen otros cuatro más.
¿Para qué preocuparse entonces?
Hay
mucho más paño que cortar: ¿recauda este sistema lo suficiente como para satisfacer
las necesidades fiscales y sociales ―¿murmuró usted algo sobre educación,
salud, vivienda, previsión? Me pareció escucharlo―? ¿Cuánto tributan las
empresas extranjeras? ¿Las mineras? ¿Cómo anda el cobro que efectúa el Estado
por nuestros recursos naturales (minerales, agua, pesca, bosque nativo? ¿Es una
porción razonable de los ingresos de las empresas que los explotan? Quedarán
para alguna columna futura. Por el momento, amigo lector, lo que cabe es
averiguar más: plantéese las preguntas, busque la fuente de información más
adecuada, investigue. Se sorprenderá con la cantidad de datos que andan dando
vueltas por ahí. No podemos seguir siendo tan indolentes, tan poco exigentes
con nuestras autoridades, tan tolerantes con la sinvergüenzura masiva que nos
aplasta.
Porque
usted podría aprovechar este momento de relajo para contestar la pregunta del
título de esta columna: el sistema tributario chileno: ¿es un experimento
fallido o un caso de sinvergüenzura extrema?
¿Qué
le parece a usted?
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