¿Y qué hacemos con las cifras negras?
Nuestros
amigos Durán y Kremerman, de Fundación Sol, nos dejaron informados, con su
excelente artículo de hace unos días, de que las estadísticas que nos muestran
con inusual frecuencia nuestras autoridades, no son tan luminosas como parecen.
Muy por el contrario, son sólo antecedentes parciales, limitados, incompletos,
que muestran la parte llena del vaso, pero omiten olímpicamente la vacía; una
suerte de tapadera, de volador de luces, que pretende cubrir con un discreto
manto de indiferencia las ingentes limitaciones y lacras con las que carga,
desde siempre, nuestra vapuleada sociedad (o, al menos, la inmensa mayoría de ella).
Habría
que agregar que, según parece, los datos oficiales no están expuestos para usarlos
en mejorar lo que tenemos, sino que tan sólo con fines propagandísticos. Lo que
les importa a quienes los difunden, no es solucionar los problemas de la gente (que,
por lo demás, ellos no sufren en carne propia), sino mostrar que son exitosos y
competentes, a objeto de salir bien parados del escrutinio público, ojalá con
más de un 50% de aprobación, y bajo nutridos aplausos.
Podríamos
complementar las cifras que presentaron los articulistas. Hablar por ejemplo de
las diferencias abismales entre las tasas de interés que pagan los sectores más
acomodados (los grupos “prime”) y los menos favorecidos (la gran masa no “prime”),
en el retail, en las divisiones de crédito de consumo de los bancos y en las
entidades prestamistas como Goldex; destacar que el mismísimo Estado se
aprovecha de los más desposeídos, cobrando tasas de interés que lindan en la
usura por los créditos prendarios que otorga la Tía Rica (que no sólo es rica,
sino también bastante sinvergüenza); resaltar que nuestro singular (por no
decir absurdo e inmoral) sistema tributario exige, porcentualmente, un mucho mayor
aporte a quienes menos tienen que a los más acomodados; señalar que en el
presupuesto 2014 hay contemplados del orden de $ 1 billón (un poco más de USD 2.000
millones) para financiar organismos que fomentan o fiscalizan al mundo
empresarial (considerando sólo los de relación más directa; si tomamos los que
tienen una relación más indirecta como las Seremis, la cifra es muchísimo
mayor), pero para cuyo financiamiento, las empresas no aportan ni un miserable
peso (en el aberrante sistema tributario actual, todos los tributos que pagan las
empresas se destinan a financiar los impuestos personales de sus propietarios, evitando
con ello que éstos los paguen de su propio bolsillo; el uso de servicios estatales
por parte de las empresas, está subsidiado por el Estado). La verdad es que,
por donde uno mire, y sin necesidad de escarbar mucho, se puede hallar datos
duros que evidencian este verdadero apartheid social donde vivimos.
Con
todo, las cifras de la vergüenza y del apartheid, están. Es cosa de recopilar y
procesar. El punto es, ¿qué hacemos con ellas?
Lo
primero, por cierto, es ventilarlas, sacarlas a la luz, exponerlas en toda su
ignominia, de manera periódica y permanente. Perfeccionarlas, si es necesario. Si
el nuevo gobierno quiere, de verdad, abordar el tema, debería asignarle a algún
organismo (al Ministerio de Desarrollo Social, por ejemplo) esa función de
manera preponderante. Si se quiere atacar el problema y comenzar a
solucionarlo, hay que abrir la herida. No hay otra forma de limpiarla. Si la
intención está en el corazón y no sólo de la boca hacia afuera, hay que
atreverse a mostrar en toda su miserable dimensión las caras de la inequidad,
por duro que sea para el país contemplarlas.
De
manera que aquí, en este ámbito, veremos casi de inmediato, apenas asuma el nuevo
gobierno, si éste seguirá usando la política del avestruz y de la cortina de
humo, tan propia del gobierno de Piñera, o estará dispuesto a soportar la
hediondez y se atreverá a abrir la cloaca. No creo que sean necesarios más de
dos meses. Sabremos de inmediato si vienen a marcar el paso, con jugosos
emolumentos de por medio, o entraron al gobierno, como dio a entender nuestra
nueva presidenta, dispuestos a jugar a finish el partido contra la desigualdad.
Lo
segundo, desde luego, es fijar objetivos. Si hoy el coeficiente de Gini es de
0,52, ¿a cuánto queremos bajarlo y en qué plazo? ¿El 0,1% de la población concentra
el 18% de los ingresos? Pues bien, ¿a qué nivel queremos llevarlo? ¿Al de Alemania?
¿Al de Suecia? ¿Y en cuánto tiempo? ¿Sólo el 10% de los mejores colegios según
la PSU son públicos y gratuitos? De acuerdo, ¿qué porcentaje queremos alcanzar?
¿Un 50%? ¿Un 60%? ¿En qué lapso? Si la relación entre los ingresos del décimo y
del primer decil es de 28,2, ¿a qué cifra pretendemos reducirla y en cuánto
tiempo? De esta forma se puede (se debe, en realidad) trabajar en cada uno de
los ámbitos donde se evidencia esta abismante inequidad.
Lo
tercero, como usted ya debe tenerlo muy claro, es el cómo. Y si en lo anterior
ya estábamos hablando de palabras mayores, aquí, cuando entramos a tocar los
intereses de quienes, sin ni un esbozo de remordimiento, se llevan la parte del
león, sí que entramos de lleno en temas peliagudos.
Porque
resulta que todas las medidas que deben implementarse para atacar la inequidad
en los distintos ámbitos donde ella se presenta, perjudican a los que hoy se
aprovechan de este inhumano escenario; todas atentan contra el peculio de
quienes hoy concentran, sin ningún escrúpulo, el poder y la riqueza. Corresponde,
entonces, preguntarse si, por muy justos que sean los cambios a implementar,
¿se limitarán estos señores sólo a observar cómo algunas de sus granjerías se
desvanecen como el vapor de una tetera en un día ventoso? ¿Tomarán palco, como
si estuviesen contemplando un partido de fútbol en el próximo Mundial? ¿O
formarán su propia línea Maginot y se atrincherarán allí armados hasta las
uñas? ¿Qué le parece a usted?
Déjeme
darle tres ejemplos.
En
una primera etapa, bajar de 28 a 15 la relación de ingresos entre el décimo y
el primer decil, parece un objetivo razonable. Mal que mal, casi todos los
países de OCDE se sitúan bajo ese guarismo (sólo Estados Unidos, con 15,88;
México, con 21,4; y Chile, con los mencionados 28,2, lo superan). Se ve como un
logro complicado, pero en ningún caso inalcanzable.
Una
primera medida en consonancia con este objetivo, podría ser actuar sobre las
dietas parlamentarias. Éstas ascienden a la fecha a $ 8.195.692. Por su parte,
el ingreso mínimo, como bien sabemos, alcanza los $ 210.000. La relación entre
ambos, muy fácil de verificar, es 39,03.
Llevar
esa relación, a primera, segunda y tercera vista inaceptable, a 15,
significaría reducir la dieta a $ 3.150.000.
No
sé qué opina usted, estimado lector, pero a mí una cifra de ese orden me parece
más que razonable como dieta para un parlamentario. Estoy seguro que hay miles
de chilenos y chilenas valiosos, con
enormes capacidades y plena disponibilidad, que estarían dispuestos a sacarse
la mugre por el país por una renta semejante. Por lo demás, ¿se le ocurre a
usted alguna razón de peso para que nuestros parlamentarios ganen más que eso? A
mí no. Es, entonces, una medida razonable y lógica.
Una
segunda medida, que traería consigo un más que considerable impacto en materia
de distribución (y también en materia tributaria), es la supresión del artículo
50 del Código del Trabajo, que permite a las empresas pagar, por concepto de
gratificación legal garantizada, un 25% de las rentas imponibles con un tope de
4,75 ingresos mensuales. Eliminarla, obligaría a las empresas a pagar a sus
empleados por ese concepto el 30% de sus utilidades líquidas, como lo establece
el artículo 47 del citado cuerpo legal. Para tener una idea del impacto que
puede lograrse por su intermedio, basta comparar, por ejemplo, el 30% de la
utilidad líquida consolidada del Banco Chile ($MM 139.755, al 2012) con una
estimación de la gratificación legal garantizada que hoy dicha entidad estaría
pagando (4,75 ingresos mínimos multiplicados por el número total de
trabajadores de la empresa, lo que da $MM 14.545). La diferencia, al menos en
este ejemplo, es sideral: casi 10 veces más. ¿Se imaginan el efecto sobre la
desigualdad de traspasar todo ese dinero de manos de los empresarios a las de los
trabajadores? Parece ser una medida en el sentido correcto, ¿verdad?
Una
tercera medida podría ser que el BancoEstado refinancie, a tasa prime, los
créditos que cientos de miles de chilenos tienen en el retail y en las
divisiones de crédito de consumo de la Banca comercial. Ni le cuento el impacto
que tendría una medida así en los escuálidos bolsillos de las familias de
menores ingresos.
Si nuestra apreciada futura Presidenta, doña Michelle, decidiese,
en un acto de supremo arrojo (no sé qué pensará usted, pero yo al menos, la
hallo capaz de hacerlo) abordar estas tres medidas u otras por el estilo, ¿qué cree usted que
ocurriría? ¿Acatarían los afectados como mansos corderos? ¿Entenderían toda la
justicia que hay detrás de ellas y prestarían su colaboración para que todo fluyese
como si se deslizase por un tobogán? ¿O defenderían a sangre y fuego, al estilo
Von Appen, sus cómodas parcelas?
Interesante,
y controversial, punto, ¿verdad? Bueno… de eso estamos hablando. De idear e
implementar cambios por el estilo.
No
digo que sea un proceso sencillo. Pocas cosas lo son en la vida. Sin embargo,
no se ha inventado un mecanismo mejor en el mundo occidental (no estoy diciendo
que en el oriental sí se haya logrado este propósito; simplemente, desconozco
el tema) para trabajar las carencias sociales que, primero, elaborar en forma pública
un buen diagnóstico; segundo, efectuar una adecuada fijación de objetivos;
tercero, determinar el cómo alcanzarlos; y cuarto, sacarse la mugre para
lograrlos.
Eso
es, a grandes rasgos, lo que hay que hacer, estimado lector, con las cifras
negras. Dígame usted, en los próximos cuatro años, ¿seremos capaces de
intentarlo?
Para
este año que recién comienza, le deseo que sea capaz de soñar, y que sus sueños
se cumplan.
Comentarios
Publicar un comentario