La desigualdad y la inequidad
Enviada a El Dínamo
Nuestra
excesiva desigualdad comienza a conmover al país, lo cual es bueno. Más vale
tarde que nunca, podríamos decir. Incluso, se han organizado potentes
seminarios para escuchar a los distintos expertos en la materia dar a conocer
sus particulares visiones. Esperemos que, ya que en ellos participan connotados
personeros del comando de nuestra futura presidenta, las ponencias que allí se
expongan tengan buen destino. Que no sean sólo meros ejercicios intelectuales y
que logren (las que califiquen, desde luego) convertirse en medidas concretas
para, de una vez por todas, abandonar la política del avestruz y enfrentar el
problema como corresponde.
Aportémosles
con una disquisición: ¿en qué se diferencian la desigualdad y la inequidad?
La
cuestión, aunque lo parezca, no es meramente semántica. Como verá en los
próximos párrafos, estimado lector, responderla correctamente marca una
importante diferencia, a la hora de seleccionar la dirección correcta por donde
deben encarrilarse las eventuales soluciones. Si es que se decide abordar el
asunto, desde luego, lo cual sería una grandísima novedad, ya que en 40 años no
se ha hecho casi nada al respecto. Revise la evolución del coeficiente de Gini,
si no me cree. Los políticos pueden jurar en posición supina que han estado
pendientes del tema, pero si las cifras no los acompañan, resulta difícil
creerles. Por sus obras los conoceréis, decía don Jecho, y tenía demasiada
razón.
Vamos
al punto. Los seres humanos no somos iguales y, hagamos lo que hagamos, nunca
lo seremos. La naturaleza (Dios, dirán algunos) nos ha dotado de diferentes
talentos y la vida nos ha llevado por diferentes caminos, por lo que nuestras
habilidades, intereses y motivaciones son, definitivamente, disímiles. Si a eso
le agregamos que nuestras capacidades, producto de nuestros particulares
procesos de aprendizaje, también difieren, tenemos el escenario completo.
Pensar siquiera en la plena igualdad, es un ejercicio absurdo e inconducente.
Note
usted que de estos dos grupos de factores que generan desigualdad, las
diferencias individuales y las capacidades, sólo podemos, en el mediano plazo,
influir en uno: las capacidades. ¿Cómo? Por medio de la educación. Éste es el
vehículo que nos permitiría dotar a cada persona, dadas sus particulares
restricciones personales, de las herramientas adecuadas para sacarles el mayor
provecho posible en su tránsito por la vida.
Hasta
aquí, todo bien, pero, ¿qué hay de la inequidad?
La
inequidad no tiene mucho que ver ni con las habilidades ni con las capacidades,
sino con la recompensa relativa que la sociedad le asigna a la labor que
efectúan sus integrantes. Hay inequidad cuando, al repartir los beneficios de
cualquier actividad, una de las partes exagera el valor de su aporte y es capaz
de imponer su criterio a las restantes. No es, por ello, un problema que hay
que solucionar interviniendo sobre las personas (la educación no permite
solucionarlo, por ejemplo), sino sobre la mismísima estructura social.
Permítame
explicárselo con un ejemplo. Suponga que un equipo de trabajo, compuesto por un
gerente y tres operarios, aborda con éxito una sencilla tarea y recibe el pago
correspondiente: $ 3 millones. La pregunta a responder es, ¿cómo los
distribuyen entre ellos?
Asumamos
que lo hacen según la relación de ingresos que existe entre el décimo y el
primer decil (las últimas publicadas por el Banco Mundial). Así, si esto
ocurriera en Angola (cuya relación es de 75), el gerente recibiría $ 2,88
millones y cada uno de los operarios, $40 mil. Si el contrato en cuestión se
desarrollara en Sudáfrica (cuya relación es de 45), el gerente recibiría $ 2,81
millones y cada uno de los operarios, $ 63 mil. En Chile (con una relación de
28), al gerente le corresponderían $ 2,71 millones y a los operarios, poco
menos de $ 97 mil por nuca. En Uruguay (cuya relación es 18), los montos serían
$ 2,57 millones y $ 142 mil, respectivamente; en Australia (12,5), $ 2,42
millones y $ 193 mil; en Suiza (9), $ 2,25 millones y $ 250 mil; en Alemania
(6,9), $ 2,09 millones y $ 303 mil; en Noruega (6,1), $ 2,01 millones y $ 330
mil. Nótese que estamos hablando de la misma obra, con el mismo grado de
dificultad (por ejemplo, limpiar un basural).
Cuando
hablamos de inequidad, amigo lector, hablamos de esto: de cómo se reparten los
beneficios que genera la sociedad entre cada uno de los socios. ¿Se reparten
como en Angola, como en Sudáfrica, o según los criterios imperantes en Alemania
o en Noruega? ¿Y por qué se reparten distinto? ¿Por qué la relación entre los
mayores y los menores ingresos es tan diferente según sea el país donde usted
la mida?
Como
usted puede apreciar, no se trata aquí de una desigualdad generada por diferencias
individuales o educacionales. Simplemente, considerando las mismas diferencias,
la distribución de los ingresos es distinta. Dicho de otra manera, la magnitud
económica de las diferencias individuales o educacionales difiere según sea el
país donde se la mida.
Pero,
argumentará usted, si uno tiene su remuneración (ya sea como sueldo o como
utilidad por su desempeño empresarial), ¿por qué tendría que relacionarla con
las de sus vecinos? Mal que mal, es el resultado del propio esfuerzo, en primer
lugar, de la propia productividad, en segundo, y de la escasez relativa que
exista de las propias capacidades, en tercero.
Eso, estimado lector, es una falacia de las grandes. Una megafalacia,
podríamos decir. Parte de la absurda premisa de que un individuo es
autosuficiente, que no depende del desempeño de los demás y que, en
consecuencia, nada les debe.
Yo
le pregunto, ¿cómo podría usted obtener sus actuales ingresos si no formara
parte, tal como hoy lo hace, de esta sociedad? ¿Si se fuera, por ejemplo, a
vivir en la isla Mornington o en las vecindades del volcán Pular? Los ingresos
que usted recibe, quiéralo o no, sólo son posibles porque usted ocupa un
determinado espacio en la sociedad, y porque recibe innumerables aportes de
parte de quienes lo rodean. Si no fuese así, no podría obtenerlos. Eso es
definitivo. El punto es, entonces, ¿cómo se remuneran, en comparación suya,
esos aportes? O, puesto de otra manera, ¿cuál es la dimensión económica de la
desigualdad?
No
existe una respuesta exacta a esa pregunta, porque dicha dimensión no es el
resultado de un cálculo. No hay ninguna receta que permita obtener la cifra
exacta. Y ello es así porque, si bien es cierto que la desigualdad es fruto de
las condiciones naturales y de las capacidades adquiridas, SU DIMENSIÓN
ECONÓMICA ES UNA DECISIÓN SOCIAL.
Se
lo traduzco. El coeficiente de Gini y la relación interdecil no son
consecuencias insoslayables del devenir económico de una sociedad, sino que
obedecen a decisiones, conscientes o inconscientes, que toman quienes la
dirigen. Usted no llega a obtener los indicadores de los países desarrollados (coeficiente
de Gini de 0,30 o inferior: relación interdecil de sólo un dígito) por acción
del azar o de alguna mano invisible. Lograr estos objetivos es el fruto de
estrategias muy bien definidas, con medidas explícitamente orientadas a
combatir la causa que origina la inequidad.
¿Y
cuál es ésta? Resulta evidente. Es la concentración del poder el factor
fundamental que explica la inequidad. Posiblemente por alguna ancestral condición
instintiva, cuando uno tiene poder, inevitablemente tiende a usarlo en
beneficio propio. Ha sido así desde siempre, y lo seguirá siendo por los siglos
de los siglos. Usted puede tener la seguridad de que una sociedad con altos
niveles de desigualdad, el poder, tanto económico como político, estará
concentrado en unas pocas manos; el Estado estará reducido a su mínima
expresión (y, además, será coto de caza de quienes lo administren); los
controles serán exiguos; habrá muy poca transparencia; las organizaciones de
consumidores y trabajadores serán débiles o inexistentes; no habrá educación
cívica; y los impuestos serán irrisorios. Por el contrario, en una sociedad
equitativa las estructuras políticas estarán diseñadas para desconcentrar al
máximo el poder; los impuestos serán altos; habrá un Estado poderoso, que
asegurará derechos mínimos elevados a todos sus ciudadanos; los controles serán
fuertes; las sanciones también; la transparencia, máxima; las organizaciones de
ciudadanos y trabajadores estarán muy empoderadas; y la educación cívica será
un ramo de importancia crucial en el currículo escolar.
Ésa
es la fotografía, estimado lector. Ésos son los elementos de la ecuación. Ahora
sólo se requiere ordenarlos. Si queremos combatir la inequidad en nuestro país,
están claros los objetivos (coeficiente de Gini de 0,30 y relación interdecil
de sólo un dígito), está definida la situación actual (coeficiente de Gini de
0,526 y relación interdecil de 28) y, en consecuencia, disponemos del
diagnóstico (que, como usted sabe, es una comparación entre la
situación-objetivo y la realidad vigente, con su correspondiente medición de la
brecha existente). Se sabe, además, cuál es la causa principal del problema (la
concentración del poder) y, como consecuencia de ello, se conoce la estrategia
que debe seguirse para atacarla (desconcentrar el poder, tanto político como
económico, y repartir más equitativamente la torta). ¿Qué falta? Solo la
decisión de hacerlo. No se necesitan tantos estudios, tantos análisis
estadísticos complejos, tantas regresiones econométricas. Hay que poner, de una
vez por todas, manos a la obra.
Las
preguntas del millón: ¿Estará el nuevo gobierno a la altura de las
circunstancias? ¿O terminaremos el próximo cuatrienio celebrando otra vez
mejorías centesimales del coeficiente de Gini? ¿Y haciéndolo como si fuesen
grandes logros? No sé a usted, pero a mí eso me parece una burla. Una autoridad
que se vanagloria de haber reducido el coeficiente de Gini de 0,55 a 0,526, de
haber bajado de 30 a 28 la relación entre el décimo y el primer decil es,
definitivamente, un caradura. No merece otro calificativo. Esperamos más de
nuestros políticos. Mucho más. Y no queremos que se sigan riendo de nosotros en
nuestra propia cara, ¿verdad?
Habrá que estar atentos al desempeño que en la materia tenga
el gobierno de la Nueva Mayoría. En una de ésas, nos sorprenden.
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