Consideraciones para una buena reforma triburtaria

Termina, sin pena ni gloria habría que decir, el primer gobierno de la derecha desde el fin de la dictadura, y se acerca el momento en que tendremos, tras este recreo de 4 años, de vuelta a la centroizquierda. Debo confesar que tengo curiosidad. ¿Cómo se desempeñará la Nueva Mayoría? ¿Habrá aprendido de sus errores, en este breve lapso en el que tuvo que ejercer de oposición? ¿O volverá a repetirlos, cocinándose con ello a fuego lento, y pavimentándole el camino a alguna alternativa populista del tipo Chávez para el 2017?

Las primeras señales, las que aparecen en su programa de gobierno, no son muy alentadoras. Hay que decirlo. Definitivamente, no se hace cargo en toda su dimensión del principal problema que hoy afecta a nuestra sociedad: la excesiva desigualdad. Varias de nuestras graves falencias sociales están tocadas así como por encima, como si faltaran diagnósticos claros y precisos, o no se dispusiera de las ideas necesarias para responder a éstos. Y un conglomerado de gobierno sin ideas es como un postre de sémola con leche al que no le pusieron ni leche, ni canela ni azúcar (o endulzante, para ponernos a tono con los tiempos que corren). Definitivamente, no cumple con los fines para los que fue concebido.

Esperemos que no sea el caso, y que este gobierno sea un gran gobierno. Lo deseo sinceramente.

Un muy buen punto de partida, sería que tuviese el coraje de reformar el sistema tributario vigente desde la perspectiva de enmarcarlo dentro de los principios que debe cumplir todo buen sistema tributario. Es un requerimiento básico que hay que hacerle: que cumpla, como siempre debió haber sido, con ese requerimiento.

¿Qué debería ocurrir para ello? Veamos.

Como ya he señalado en columnas anteriores, dos son los principios más relevantes que debe cumplir un buen sistema tributario: el del beneficio (todos quienes reciben servicios del Estado, personas y organizaciones, deben contribuir a su financiamiento en proporción a los servicios que reciben); y el de la equidad, que se divide en equidad horizontal (a iguales rentas, iguales tributos) y equidad vertical (a mayores ingresos, mayores tributos). Podríamos agregar, además, un tercero, que es también muy importante, el de la sencillez (el sistema debe ser fácil de entender, de llevar a la práctica y de controlar).

Si queremos cumplir con los principios mencionados, el primer pilar que debe derribarse es el absurdo e inmoral “sistema de impuesto integrado a la renta” (los impuestos que pagan las empresas no son de beneficio fiscal, sino meros anticipos de los impuestos personales de los empresarios), que los viola sistemáticamente a los tres. En columnas anteriores, me he referido in extenso al tema, así que no lo profundizaré en esta ocasión. Es preciso señalar, eso sí, que la propuesta de la Nueva Mayoría no sólo no lo elimina, sino que mantiene su premisa básica: los “impuestos integrados”.

Tenemos, pues, el primer cambio que debe, sí o sí, formar parte de la reforma tributaria: que el impuesto de primera categoría que pagan las empresas pase a ser de beneficio fiscal.

¿Cuáles son los beneficios de este cambio? Enormes. Hay mucha más equidad, ya que los mayores consumidores de servicios estatales, las empresas, comienzan a pagar por ellos, eliminándose el subsidio que actualmente reciben; el sistema es mucho más simple, ya que cada uno, empresas y personas, tributan por sus ingresos efectivos, sin que existan créditos que los relacionan; además se elimina de una plumada el FUT, simplificándole la vida a casi todo el mundo, contadores y fiscalizadores incluidos. Este solo cambio debería permitir una mayor recaudación de unos USD 2.000 millones por concepto de global complementario y adicional, y USD 1.000 millones por menor elusión, por parte baja.

¿Y qué se hace con el FUT histórico? Lo primero sería impedir que se siga accediendo a él. Para que el nuevo sistema sea equitativo, los tributos personales de los empresarios deben comenzar a salir de su propio bolsillo. Lo segundo, es definir cómo darle un corte. Una alternativa es considerar un impuesto parejo, por ejemplo de un 25%, y aplicárselo a todo el FUT, restándole luego los montos de primera categoría pagados por las empresas. Para el pago de la diferencia, se debería otorgar algún plazo, por ejemplo cuatro años. Otra, considerar una tasa baja, un  5 o 6%, en cuyo caso los créditos acumulados quedarían automáticamente de beneficio fiscal. Ya sea con alguna de estas alternativas o con otra a definir, es un asunto que debe cortarse con prontitud y de manera definitiva.

¿Y cuál debe ser la tasa de primera categoría? Hay que discutirla. Tal vez mantener el 20%, modificando además los impuestos personales, sea suficiente. O 25%, como plantea la Nueva Mayoría. También es materia de discusión si las tasas deben ser parejas o crecientes. Está claro que el Banco Chile hace un uso mucho más intensivo de los servicios que otorga el Estado que el almacén de la esquina. ¿Debería, por ello, estar afecto a una tasa mayor? Hay que debatir, en lo posible con cifras en la mano, pero dentro de la premisa básica: los tributos que pagan las empresas son de beneficio fiscal, y no anticipos de los impuestos personales de sus propietarios.

¿Qué sucede en este esquema con la depreciación? ¿Es razonable la propuesta de la Nueva Mayoría de instaurar la depreciación instantánea? A ese respecto conviene precisar, y así lo señalan los tratados tributarios más prestigiados, que el criterio más adecuado para llevar a gastos las inversiones en activos fijos, es hacerlo durante su vida útil. Es lo más justo y equitativo: llevar a gastos el (valga la redundancia) desgaste real del bien, es decir, la porción de él que se usó efectivamente en generar la producción. Si su maquinaria va a producir durante diez años, el criterio económico es que debe ser depreciada en dicho período, y no antes ni después.

La depreciación acelerada es, entonces, una franquicia. Un beneficio fiscal que se otorga a las empresas a manera de incentivo. Se les autoriza a llevar a gastos un porcentaje mayor que el desgaste real del bien, distorsionando con ello la utilidad real del negocio, a fin de que paguen menos impuestos y obtengan, en consecuencia, mayores utilidades. Pero todo beneficio privado conlleva, en materia impositiva, un perjuicio público. El Fisco, como consecuencia de la existencia de esta franquicia, posterga la recepción de los legítimos cobros que efectúa a las empresas por concepto de los servicios que les otorga. Y como la depreciación acelerada se ha convertido en un beneficio permanente (otra vez contraviniendo la teoría al respecto), no sólo los posterga, sino que en la práctica nunca los cobra. Las franquicias, por definición, deberían establecerse por períodos limitados. Nunca per saecula saeculorum. Si queremos un sistema justo y equitativo, lo que corresponde es estudiar a fondo las vidas útiles de los activos y establecer las más adecuadas, pero no seguir beneficiando porque sí. ¿Acaso cabe alguna duda que los grandes beneficiarios del sistema de depreciación acelerada y, por ende, del de depreciación instantánea, serán las grandes empresas? Imagine al banco con su mueva sede institucional; o a las líneas aéreas, navieras, mineras, generadoras de energía y empresas de transporte. ¿Se da cuenta de negocio que harían con la depreciación instantánea? ¿Y el feroz negocio que haría el país, postergando los impuestos al infinito? Estimado lector, la depreciación instantánea es, en general, una mala idea, ¿no le parece?

¿Y las micro y pequeñas empresas, dirá usted, cómo irían en esta parada? De partida, debería reponerse el sueldo patronal, se paguen o no imposiciones. El propietario de una micro empresa debería tener el legítimo derecho de imputar su trabajo como gasto, lo remunere o no. Además, sólo en este caso puntual, atendiendo a lo complejo que resulta el primer año para este tipo de empresas, debería estar permitido, hasta un tope (por ejemplo, empresas con ventas menores de $ 100 millones anuales), que las maquinarias y equipos adquiridos como inversión inicial pudieran depreciarse instantáneamente. Los incentivos tributarios deben ser puntuales y focalizados en quienes realmente los necesitan.

Otro tema respecto del que hay que legislar con urgencia, es la renta presunta. Al respecto, el ideal es que no exista, por lo que es necesario restringirla todo lo que sea posible. Las empresas susceptibles de acceder a ese beneficio sólo deberían ser aquéllas para las que resulta muy complejo determinar sus ingresos y gastos reales.

Finalmente, se deben eliminar todas las restantes franquicias indebidas respecto de las empresas, tales como el crédito especial para empresas constructoras (USD 590 millones) y las exenciones de impuestos específicos al diesel (USD 630 millones). Un elemento importante a considerar es qué ocurre con las empresas con pérdidas acumuladas (como Johnson’s, por ejemplo). En ocasiones se usan como vehículos para retirar utilidades de las matrices sin pagar impuestos personales. Pues, lo lógico en dicho caso, es impedir los retiros hasta que la pérdida se haya regularizado. En esta materia, además, se debería actuar de manera drástica en el siguiente sentido: si la empresa cambia de propietario, automáticamente los nuevos dueños pierden el derecho de hacer uso de las pérdidas tributarias para rebajar sus propios impuestos (el patrimonio negativo seguiría a los propietarios, y no a la empresa).

Dejaremos el tema de los impuestos personales, harto más complejo que éste, para una próxima columna. De todas formas, si se implementasen sólo los cambios indicados, o algunos por el estilo, el sistema resultante ya sería infinitamente más justo y equitativo que el que existe en la actualidad.


Es de esperar, entonces, que la equidad se imponga a la sinvergüenzura. Aunque sea con 30 años de retraso. ¿Estará Michelle Bachelet a la altura?

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