¿Iguales ante la ley? No me haga reír
¿Somos
los chilenos iguales ante la ley?
En
el papel, al menos, sí. Es lo primero que aparece cuando uno hojea nuestra Constitución
(hay alguna gente que lo hace de vez en cuando). El primer párrafo del primer artículo
de nuestra Carta Fundamental dictamina, textualmente: “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Lamentablemente,
hasta allí no más llega esa supuesta igualdad. Es pura palabra escrita. Ni
siquiera en el momento del nacimiento somos libres. Menos aún, iguales en
dignidad y derechos.
En
un país donde todo se compra, ¿qué derechos tiene un recién nacido por el sólo
hecho de nacer? ¿A acceder una educación de calidad? ¿A recibir una óptima
atención médica? ¿A habitar una vivienda cómoda, bien ubicada y bien terminada?
¿A disfrutar de un entorno seguro y grato? ¿A disponer de infraestructura para
practicar deportes? ¿A gozar, cuando llegue el momento, de una buena previsión?
¿A obtener un buen trabajo, seguro y bien remunerado? ¿A adquirir bienes de
consumo de primera calidad?
La
dolorosa verdad es que no tiene ninguno de ellos. Sólo pagando, y pagando caro,
puede obtener tales beneficios. De hecho, ni siquiera tiene libre acceso a la
justicia, ya que de la misma Constitución se desprende (artículo 19, inciso 3°)
que para impetrar sus derechos ante el Poder Judicial debe contar con un
abogado (que, como usted ya adivinó, cobra, y bastante caro).
Para
qué hablamos de igualdad tributaria, cuando sabemos que un trabajador que gana
el sueldo mínimo debe pagar por lo bajo un 40% de éste por concepto de
impuestos (entre cotizaciones previsionales y el IVA de su consumo diario),
tasa muy superior a la de quienes obtienen rentas más altas. O financiera, si
tenemos claro que las tasas de interés que se aplican a las personas de menores
ingresos son, por lejos, las más altas del mercado. Deslindan, de hecho, con la
usura.
¿Y
los recursos naturales, aquéllos que la naturaleza, en teoría, puso
gratuitamente a disposición de todos los habitantes de un país? Sería lo
mínimo, ¿verdad? Que todos pudiéramos disfrutar sin costo de aquello que la
naturaleza nos regala.
Pero
no. Ni siquiera sobre ellos tiene derechos un recién nacido. El agua está toda
en manos privadas; la pesca está entregada, gratis, por 20 años a 7 familias (gracias
a una ley que contó con el beneplácito del oficialismo y de la oposición); los
derechos mineros, salvo los que retiene Codelco (a contrapelo de muchos, que
abogaban por su privatización), están todos en manos de privados (quienes,
hasta no hace mucho, no pagaban un peso por el material extraído); y los
bosques nativos (los de la zona central, al menos) fueron exterminados por
privados en pro de un desarrollo forestal que sólo favorece a los grandes
grupos económicos (vaya a darse una vuelta por la Cordillera de Nahuelbuta y,
de seguro, le darán ganas de llorar).
La
tendencia es ésa: privatizarlo todo. Dejar al Estado reducido a su mínima
expresión. Despojar al bebé de nuestro ejemplo, de lo poco que pueda irle
quedando. Quienquiera que gane la próxima elección, la Alianza o la Nueva
Mayoría, seguramente profundizará el proceso. Continuarán las concesiones (estacionamientos,
carreteras, parques nacionales, recolección de basura, servicios públicos), el
agua permanecerá en manos de particulares, y se seguirán regalando los recursos
marinos y los mineros. Tal vez ―la creatividad humana da para todo― llegue el
minuto en que tengamos que pagar por el sol y el aire que respiramos, que es lo
único de buena calidad (ok, de acuerdo, el aire no) a lo que, hoy en día,
nuestro pobre recién nacido tiene acceso.
En
este patético escenario, hablar de libertad es una tomadura de pelo. Porque,
¿qué libertad puede tener alguien que carece de derechos? ¿Qué real posibilidad
va a tener de elegir su destino? ¿Cómo va a sobrevivir y desarrollarse en el
mundo egoísta al que, sin la debida preparación, lo estamos arrojando?
El primer párrafo del primer artículo de
nuestra Carta Fundamental, estimado lector, es letra muerta. En Chile, las
personas no nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Por el
contrario, nacen privadas de sus derechos básicos, y sometidas a indignas
condiciones de vida. Salvo, por cierto, que sus padres dispongan de buena situación
económica.
Ésa
es la situación: un Chile A, para los que disponen de suficientes recursos, y
un Chile B, para los que no los tienen. ¿A eso llamamos “nacer libres”?
Semejante
planteamiento es una cruenta burla, ¿verdad?, y lo seguirá siendo mientras se
mantenga vigente la
causa que origina tan deplorable escenario: el modelo de
desarrollo implementado por Pinochet en los inicios de su mandato, y tan bien
administrado por la Concertación durante sus cuatro gobiernos.
Aquél
al que el común de la gente llama “neoliberalismo”, y al que sus partidarios
más recalcitrantes denominan “economía social (¿) de mercado”.
Aunque
lo pertinente sería llamarlo por su verdadero nombre: la ley del más fuerte. O,
derechamente, usar el que le asigna la sabiduría popular: la ley del gallinero.
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