El legado de Pinochet

Cuatro décadas de desinformación y propaganda son, qué duda cabe, una valla difícil de salvar. Conocer la verdadera herencia de la dictadura militar de Pinochet no es tarea fácil. Hay demasiados prejuicios que la disfrazan, la esconden, e incluso la distorsionan.

No obstante, es menester hacerlo ahora, cuando aún es tiempo, cuando quienes vivimos el proceso en carne propia, todavía estamos vivos; antes de que lo ocurrido pase a ser pasto de los historiadores.

La oportunidad, como nunca, es propicia. Aunque hayan tenido que pasar 40 años desde su génesis y 23 desde su ocaso para que ello ocurriera, por fin este año ―como en la danza de los siete velos―, el último velo cayó y la obra quedó expuesta ante todos, escueta, nuda, calata, con todas sus sombras, pequeñeces e ignominias a la vista.

Pocas voces disidentes quedan respecto de la visión general en materia de respeto de los derechos humanos: el gobierno de Pinochet fue una dictadura cruel, implacable y sanguinaria, además de cínica. Persiguió con increíble saña a sus opositores, los torturó, los asesinó e hizo desaparecer sus cadáveres. Eso ya lo sabemos, y si existían dudas, en este cuadragésimo aniversario quedaron despejadas.

Pero también abusó del resto de los ciudadanos.

En ese ámbito, fue como el matón del curso. Usted le teme y por eso permite que lo pase a llevar. No se atreve a enfrentarlo y se las aguanta. Permítanme ilustrarlo con un caso que viví en carne propia.

Yo estudiaba cerca de Marcoleta, y vi a Lucía Hiriart llegar al hospital de la UC con su escolta, al parecer a algún control médico o a visitar a un conocido. Nada de particular, salvo que no dejó, como todo el mundo, su automóvil estacionado a un costado de la calzada, sino al medio de ésta, durante toda la duración de su visita. Era la hora peak, y le encargo el taco que se formó. A doña Lucía, sin embargo, no le importó: el vehículo sólo volvió a moverse cuando ella se subió de nuevo a él. ¿Y usted cree que alguien reclamó? Nadie se atrevió siquiera a tocar la bocina. No era respeto lo que sentíamos en ese entonces, sino miedo, y el miedo, señores, es cosa viva. ¿Cuántos casos como ése, y tal vez mucho más graves, se registraron por esos años en este ámbito?

Alguien podría, como se hizo por muchos años, destacar su probidad.

Sin embargo, ese velo también está cayendo. Quienes conocen del tema, señalan que hubo ingresos mal habidos a destajo, fundamentalmente por “coimisiones” (adquisiciones de armamento, venta de bienes fiscales, otorgamiento de créditos Corfo-Bid, abastecimiento de todo tipo, etc.) y mal uso de fondos reservados. Falta una investigación a fondo del tema, por cierto, para conocer, aunque las responsabilidades legales hayan prescrito, la estricta verdad. No es razonable que quienes se enriquecieron de manera inapropiada, disfruten de la vida sin ser sancionados, aunque sea socialmente.

Está el tema de la modernización que Pinochet hizo de nuestras instituciones públicas. Los últimos defensores que le quedan a éste destacarán, sin duda, que ella fue un aporte fundamental para la consolidación de la democracia; que gracias a su presencia, Chile ha vivido una transición pacífica y ordenada; que la estabilidad de la que hoy disfrutamos no habría sido posible sin los resguardos que se enquistaron en la Constitución y en las leyes de quórum calificado. Nuevamente, sin embargo, el paso de los años la sitúa, como en los casos anteriores, en el lugar que le corresponde: el de una inadmisible privación institucionalizada de las libertades personales.

Tome nota.

Ya fueron eliminados el oprobioso artículo octavo y la antidemocrática institución de los senadores vitalicios y designados. El Cosena, esa suerte de tutoría de las fuerzas armadas  sobre los gobiernos civiles, se transformó en un mero ente consultivo y vive sus últimos estertores (¿qué sentido tiene mantener vigente una institución que no presta utilidad alguna al país?). La inscripción automática y el voto voluntario llevan recién poco más de un año de vigencia.

No obstante, aún persisten instituciones arcaicas tales como el Tribunal Constitucional (por su actual composición) y el CNTV (por su manifiesta inutilidad). Respecto del primero, un botón de muestra: el año 2008 declaró inconstitucional la distribución por intermedio del sistema público de la píldora del día después, aduciendo que “no se había comprobado que no fuera abortiva”. El profundo interés de este argumento radica en sus posibles ramificaciones, ya que, por ejemplo, dicha condición tampoco se ha comprobado en los casos del caldillo de congrio, ni de la leche con plátano, ni de la ensalada rusa ni del pastel de choclo ni del terremoto. De hecho, podría mencionar unas cuantas centenas de sustancias para las cuales no existen estudios disponibles que las alejen de toda sospecha. ¿Qué me dice usted del argumento?

Persiste también el indefendible sistema binominal, que le permite a una minoría conservadora, clasista y que no cree en la democracia, cogobernar con sólo un tercio de apoyo popular, y que también consigue que la Concertación (o su continuadora, la Nueva Mayoría), salvo que cometa errores garrafales, se eternice en el poder a pesar de sus evidentes falencias y de su cada vez mayor compromiso con el sistema económico imperante.

Veamos algunas perlas procedentes de esa relación de amor y odio:

Recién el año 1998 se eliminó la aberrante condición, digna de los mejores años de la Santa Inquisición, de los “hijos naturales”. Sólo a partir del 2004 disponemos de una ley de divorcio, reconociéndose por fin que, así como los ciudadanos tenemos la facultad de iniciar un matrimonio, también debemos tener la de ponerle fin (en este ámbito ¿entiende usted por qué si una pareja sin hijos desea divorciarse, no puede hacerlo de inmediato?). Recién este año se aprobó de manera definitiva la distribución de la píldora del día después.

Siguen pendientes el AVP y el aborto terapéutico (obligar a una mujer a llevar a término, contra su voluntad, un embarazo inviable, es propio de torturadores como Manuel Contreras y sus secuaces). También una discusión en serio acerca de la eutanasia (el derecho que tiene una persona con su salud destruida, a ponerle fin a sus padecimientos y a la destrucción de su familia). Y desde luego, otros temas políticos tales como la regionalización, la elección directa de intendentes y gobernadores, y la obligación de que los parlamentarios elegidos en una circunscripción determinada, vivan efectivamente en ella.

Podríamos seguir por largo rato. Son demasiadas las ataduras, las restricciones de las libertades, la concentración de poder político que genera el sistema implementado por Pinochet (¿qué hay de los medios de comunicación, por ejemplo?). ¿Se ha preguntado usted por qué hemos tenido tantos casos de corrupción en nuestra administración pública? ¿Y por qué en casi ninguno de ellos sus autores han pagado sus culpas?

OK, dirán los miembros de la Alianza, pero queda esa gran herencia económica que nos legó el gobierno militar: un exitoso modelo de desarrollo, ejemplo para el mundo, que nos ha permitido lograr altas tasas de crecimiento y casi pleno empleo, que tiene el problema de la vivienda casi solucionado, que ha generado altas tasas de alfabetismo, mínima mortalidad infantil, acceso a los servicios básicos generalizado, y que nos ha traído una prosperidad que se nota en las calles ―donde circula gran cantidad de automóviles―, en las casas ―llenas de electrodomésticos―, y en los malls ―repletos de gente a toda hora. ¿Qué puede decirse contra él, si además por su intermedio estamos tan cerca del desarrollo?

Mucho, en realidad. Tales logros se encuentran en la condición de “mínimos resultados aceptables” para un modelo económico que lleva 40 años ininterrumpidos de funcionamiento. Son cifras y datos parciales que solo revelan una parte de la verdad: la que les conviene a quienes desean mantenerlo a toda costa (la UDI, gran parte de RN y algunos sectores de la Nueva Mayoría). Y ni siquiera son tan buenos. Sociedades con altas tasas de crecimiento, pleno empleo y el problema de vivienda solucionado ha habido muchas a lo largo de la historia. Por ejemplo, los campos algodoneros del sur de los Estados Unidos antes de la guerra de la secesión. Ellos cumplían con todos esos requisitos, pero nadie podría argumentar que el modelo de desarrollo que empleaban era exitoso.

Porque resulta que para medir el desarrollo se usan dos variables: una que nos muestra nuestro estándar de desarrollo (el ingreso per cápita) y otra que nos da cuenta de cómo está distribuido éste (el coeficiente de Gini o la relación entre el décimo y el primer decil de ingresos).

Y aunque en el primero estamos, como decía algún funcionario de gobierno, reguleque ―durante los 40 años de vigencia del modelo hay 35 países que han crecido más que el nuestro―, en el segundo estamos pésimo: entre las 20 peores distribuciones del ingreso del mundo, con un verdadero abismo que separa, en todo orden de cosas, al Chile A del Chile C.

Tampoco es, pues, el modelo una herencia gratificante, plausible, que merezca ser celebrada. Nunca nos acercaremos siquiera la desarrollo por su intermedio. Tarde o temprano (ojalá más temprano que tarde) tendremos que reemplazarlo por uno mejor.

¿Cuál es, entonces, el legado de Pinochet?

Uno muy valioso: la prueba fehaciente de que el poder omnímodo saca a relucir lo peor del ser humano, y la certidumbre de que tenemos que combatirlo con todos los medios a nuestro alcance si queremos lograr una sociedad más plena, más equitativa y más justa.

Ojalá sepamos aprovecharlo.

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