Los pilares del modelo

El gobierno militar, dicen sus partidarios, fue un gobierno ambivalente. Algo así como el doctor Jekill y Mr. Hyde; o como Dos caras, el atormentado enemigo de Batman. Tuvo un rostro horrendo, cierto: fue una dictadura sanguinaria, abusadora, implacable y cínica; pero también tuvo uno amable, destacable incluso: creó un sistema económico ejemplar, moderno, un verdadero paradigma, que nos tiene, así como vamos y si el proceso no se interrumpe (ojo, Michelle), muy cerca del desarrollo.

¿Es tan así?

Si se examinan fríamente sus resultados, las cifras duras como los llaman ahora, tendríamos que convenir que no. Ellas muestran que durante los 40 años de vigencia del modelo, nos hemos mantenido entre los 15 países con peor distribución del ingreso del mundo; que mientras en las naciones desarrolladas el decil más acomodado gana menos de 10 veces lo que gana el menos favorecido, en Chile gana 30 veces; que en todo ámbito de la sociedad ―educación, salud, vivienda, urbanismo, etc., (el que usted elija, no se salva ninguno),― se ha generado un verdadero abismo entre el decil más acomodado y el resto de la población.
En lo que respecta a igualdad, entonces, tendríamos que reconocer que el modelo fracasó. Rotundamente. De la manera más categórica.

Siempre y cuando “disminuir la desigualdad” fuese uno de sus objetivos, desde luego.

Pero, ¿qué pasa si no lo es? ¿Si nunca lo ha sido? ¿Si ocurre que el modelo neoliberal imperante no contempla, entre los beneficios de su implementación, el que todos los habitantes de un país reciban los frutos del crecimiento? En tal caso estaríamos siendo injustos. No puede usted culpar a alguien por no cumplir compromisos que nunca adquirió. Es como pedirle peras al olmo; o sandías a una zarzamora. Usted puede estar siglos en eso, sin obtener resultados.

Hagamos la pregunta pertinente, entonces: ¿es “disminuir la desigualdad” uno de los objetivos de un modelo neoliberal?

Difícil interrogante, ¿no es verdad? Para contestarla con propiedad tenemos sólo un camino: examinar los pilares, los fundamentos, del sistema neoliberal.

El neoliberalismo descansa en la idea de que los individuos son anteriores a la sociedad y, por ende, que sus derechos individuales también son anteriores a los que emanan de su condición de miembro de ella. La actividad privada ―el motor básico del desarrollo― debe ser, en consecuencia, lo más irrestricta posible, y las obligaciones sociales, en lo posible inexistentes. El Estado es, según esta visión, un mal necesario, y los impuestos, una expropiación que, como tal, debe ser reducida a su mínima expresión.

Los conceptos de igualdad o equidad no son aplicables aquí. Los individuos compiten entre sí y el resultado de esa competencia es el que determina su éxito o fracaso en la vida. Por eso, se reconoce, hay que igualar la cancha. Debe existir igualdad de oportunidades, esto es, todos deben llegar en similares condiciones al punto de partida. Desde allí, lo que logren dependerá de su esfuerzo y de sus capacidades. Cada uno debe ser remunerado según su productividad. Si la suya es baja, su ingreso debe ser bajo. Es la ley de la vida. Los subsidios deben evitarse, porque incentivan la flojera y el aprovechamiento del esfuerzo de los demás. La educación es el único vehículo que puede permitir a las personas (en el largo plazo, eso sí), elevar sus capacidades y mejorar su posición relativa. Pero ricos y pobres habrá siempre, aunque es aceptable que, como excepción, el Estado intervenga para disminuir, y ojalá eliminar, la extrema pobreza.

Mirado así, no cabe duda, el neoliberalismo no ha fracasado en conseguir mayor igualdad. Nunca la ha perseguido, de hecho. Es inocente de semejante acusación. El problema para quienes lo defienden, no obstante, es que no ha logrado siquiera conseguir igualdad de oportunidades. Como lo comprueban todos los análisis del sistema educacional que conocemos, está lejísimos de eso. Ha fracasado, aunque no por las razones que normalmente esgrimimos en su contra.

Si usted, entonces, busca mayor equidad, menor desigualdad, no puede contar con el neoliberalismo. Nunca la obtendrá. Tiene que buscarse otro modelo de desarrollo como, por ejemplo, el social demócrata.
Es ese tipo de modelos, la concepción básica, el fundamento, es distinto. No es relevante si el individuo es o no anterior a la sociedad, sino el hecho de que todos pertenecemos a una, lo que genera consecuencias importantes. Destaquemos dos:

Las sociedades son de mutuo beneficio, esto es, nadie entra a una sociedad para ser perjudicado, sometido, abusado o explotado; por el contrario, todos lo hacen (consciente o inconscientemente) para alcanzar, con el apoyo de los demás, sus propios objetivos.

Las sociedades son interdependientes, por lo que no podemos lograr nuestros propósitos sin ayuda. Dependemos de los demás para hacerlo. Todos  dependemos de todos. Los empresarios necesitan clientes, proveedores y empleados; los médicos, pacientes, enfermeras y auxiliares; todos requerimos recogedores de basura, policías, funcionarios públicos, dependientes de supermercados, obreros de la construcción y pescadores artesanales. Imagine usted cómo sería vivir en un lugar donde nadie recogiera la basura o donde el lumpen hiciera de las suyas por las calles sin control alguno. O cómo desarrollaría su negocio el dueño de un banco, solo en medio del desierto de Atacama.

El concepto básico para este tipo de modelos, es que si todos contribuimos a elaborar la torta, todos tenemos derecho a recibir un trozo significativo de ésta. No igual, por cierto, porque los aportes son distintos, pero sí suficiente como para vivir una vida digna. En palabras de Kofi Annan “un país desarrollado es aquél que permite a todos sus habitantes (a todos, no sólo a unos pocos) disfrutar de una vida libre y saludable en un entorno seguro”.

En las sociedades que utilizan este tipo de modelos de desarrollo, no basta con la igualdad de oportunidades. Ella es importante, por cierto, pero no suficiente. Aunque usted iguale las oportunidades, siempre habrá desigualdad. En todos los países desarrollados, existen recogedores de basura, estafetas y obreros de la construcción. Sin embargo el criterio es distinto: ya que no podemos vivir sin ellos, remunerémoslos como corresponde. Como ya señalé, en esos países (que extrañamente utilizan, sin excepción, modelos socialdemócratas de desarrollo), la relación entre los ingresos del decil más acomodado y el menos favorecido es siempre menor que 10, y eso no es un accidente, sino la consecuencia de una política explícita. Para ellos, la desigualdad es importante, y trabajan para reducirla.

Por eso en este tipo de modelos el Estado es relevante: es el que se preocupa de planificar y poner en práctica las medidas necesarias para, sin comprometer el crecimiento, generar mayor igualdad. Además, es el que garantiza a todos los ciudadanos derechos sociales mínimos elevados. Los impuestos son aquí un vehículo para redistribuir, y no una expropiación como en el neoliberalismo. Y la sociedad en sí es más integrada, más receptiva y más acogedora.

No se llega a esos logros de la noche a la mañana, desde luego. Es largo el camino. Están las idiosincrasias involucradas, también. Pero nunca se llegará si uno no se acerca al punto de partida siquiera. Por eso, en estos tiempos de elecciones, donde todos los candidatos nos ofrecen el oro y el moro, sería gratificante poder discutir el tipo de sociedad que queremos y, en consecuencia, el tipo de modelo más adecuado para conseguirla.

En una de ésas, conseguimos que la desigualdad pase a ser importante, y que disminuirla llegue a ser, ahora sí, un objetivo prioritario.

Total, soñar no cuesta nada.

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