El fracaso del neoliberalismo

Podemos situar en 1974, en los mismos albores de la dictadura militar, el comienzo del experimento neoliberal en Chile.  Ha estado vigente, en consecuencia, casi 40 años, un tiempo más que suficiente como para evaluarlo y saber si cumplió o no con su propósito; si ha sido exitoso, como el gobierno de turno y ciertos columnistas y comunicadores ultraconservadores quieren desesperadamente hacernos creer, o si, por el contrario, ha fracasado en toda la línea, como algunos sin tanta tribuna no se cansan de repetir.

Y cómo evaluamos un modelo de desarrollo? Bueno… de la misma forma en que lo hacemos con la estrategia de una empresa: comparando los resultados logrados mediante su implementación, con los objetivos que se le fijaron al momento de ponerlo en marcha. La magnitud y la tendencia de las desviaciones que encontremos nos darán una medida de la efectividad del modelo. Si las diferencias, aunque grandes, son decrecientes, si se registra un avance sostenido, estaremos bien. Alcanzar la meta será, como tantas veces se nos ha dicho, cuestión de tiempo. Pero si las diferencias tienden a mantenerse e incluso a acrecentarse, estaremos mal, porque en tal circunstancia lo que correspondería sería extenderle un certificado de defunción al neoliberalismo e iniciar en forma urgente el proceso de selección de un nuevo modelo que, ahora sí, nos condujese al ansiado pináculo.

Partamos por los objetivos del modelo. ¿Cuáles son? Aunque no están publicados en ninguna web gubernamental (de hecho tal vez nunca se enunciaron explícitamente), los conocemos. Son los mismos de cualquier país comparable al nuestro: aquéllos cuyo enorme significado puede sintetizarse, como dice el antiguo bolero, en sólo tres palabras: alcanzar el desarrollo.

¿Y qué significa “alcanzar el desarrollo”? Soslayemos el inconveniente de que tampoco hay definiciones del concepto en las páginas oficiales. Pasemos también por alto la más que cuestionable que planteó el actual ministro de hacienda en Enade 2012, y vayamos a la más aceptada internacionalmente, la que se atribuye a Kofi Annan: “un país desarrollado es aquél que permite a todos sus habitantes disfrutar de una vida libre y saludable en un entorno seguro”. Tal como lo señalamos en un artículo anterior, dicha condición se asegura con un Ingreso per cápita de US$ 30.000 anuales, que nos habla de un nivel promedio de bienestar suficientemente elevado como para estar protegido de los vaivenes de la economía mundial, y un coeficiente de Gini menor que 0,30, que nos asegura que todos tienen acceso a disfrutar de éste.

Un vistazo aunque sea somero de las sociedades que poseen tales indicadores, debería generarnos sana envidia. A modo de ejemplo, en ellos la relación entre el décimo decil y el primero es de sólo un dígito, vale decir que los ingresos del 10% más acomodado son menos de diez veces superiores que los del 10% menos favorecido; hay acceso gratuito a educación y salud pública de calidad superior; sistemas de protección al consumidor de rango constitucional que lo protegen incluso de sí mismo (si se le ocurre empeñar sus joyas en empresas usureras, por ejemplo); viviendas sociales más que dignas; sistemas previsionales que aseguran una vejez sin estrecheces; políticas inclusivas y antisegregacionistas en todos los ámbitos; justicia efectiva y ágil; etc.

Hagamos ahora la comparación con los logros de nuestro criollo neoliberalismo.

En materia de desigualdad, el resultado es devastador: nuestro coeficiente de Gini —0,56 en 1987 y 0,52 en 2010— se ha mantenido entre los quince peores del mundo durante los últimos 30 años; la relación entre el décimo y el primer decil (28 veces, evidentemente subestimada)  es el triple de la de los países desarrollados. Aquí, no sólo estamos lejísimos de éstos. Nunca nos hemos acercado siquiera.

En lo que respecta al crecimiento, el caballito de batalla del sistema, no estamos mucho mejor. Nuestro ingreso per cápita (US$ 14.280, menos de la mitad de la meta) aumentó 8,8 veces entre 1974 y 2012, cifra que nos sitúa en el lugar 36 de la estadística correspondiente. Vale decir, durante el período de vigencia del modelo, 35 países que usaban otros modelos de desarrollo, mejoraron su posición relativa respecto del nuestro. Entre ellos, algunos de los que llamamos asistencialistas, todos los jaguares asiáticos e, incluso, 3 países sudamericanos. En 1974, Chile ocupaba el lugar 37 del mundo en términos de ingreso per cápita. En 2012, ocupa el 47. Vale decir, bajó 10 lugares. Cierto que aparecieron más países, pero lo mínimo que uno esperaría al analizar la que se supone es la gran virtud del modelo, su capacidad de empujar el crecimiento, es algún mejoramiento de su posición relativa en el mundo. Pues bien, ni eso hemos logrado.

¿Necesitamos realmente efectuar un análisis profundo de los resultados del modelo en educación, salud, vivienda, justicia, nivel de ingresos de la mayoría de la población, seguridad, urbanismo, consumo, medio ambiente, previsión, transporte, financiamiento, tributación y protección al consumidor, para concluir que son penosos? Si basta mirar: en todos los sectores hay un verdadero abismo entre el 10% más acaudalado y el resto del país. Hay una brutal segregación: un sistema para quienes disponen de recursos y otro muy inferior para quienes no los tienen. El modelo vigente se ha encargado de crear dos mundos diferentes: uno con colegios de primer nivel, clínicas de lujo, mansiones en sectores exclusivos, viajes al extranjero, magníficos automóviles y ropajes caros y exclusivos, y otro con verdaderos guetos habitacionales, con precarios consultorios y hospitales, con una educación pública camino a la desaparición, con un sistema de transporte degradante y ropa desechable. El modelo vigente, como lo señalé en mi columna anterior, ha transformado a Chile en un país de señores y vasallos.

Y qué hablar de industrialización y de diversificación de exportaciones. Si ya hace décadas, desde los tiempos de oro de la Corfo, que no se crean en Chile industrias de alta tecnología que no sean extractivas. Si las materias primas representan del orden de un 90% de nuestras exportaciones. ¿Usted pregunta por desarrollo tecnológico? Por favor. ¿En qué mundo vive, estimado lector? Le informo que, así como van las cosas, deberá seguir esperando por mucho tiempo.

En síntesis, un desempeño desastroso por donde se lo mire. No sólo estamos a sideral distancia de los países que merecen el título de desarrollados, sino que en 40 años prácticamente no nos hemos acercado a ellos. Incluso las distancias parecen estar acrecentándose. ¿Son ésos los resultados que se esperan de un modelo exitoso? ¿Qué piensa usted, estimado lector?

Una consideración adicional es que tales frutos no son algo inesperado. Todos los sistemas extremistas funcionan parecido, tanto los de planificación centralizada como éste, de mínima participación del Estado (sería interesante saber si existe algún país que haya implementado un sistema neoliberal más extremo que el chileno; al menos yo no conozco ninguno).

Con tan magros resultados, uno tiene la obligación de preguntarse cómo un sistema tan ineficiente ha logrado mantenerse incólume por 4 décadas, sobreviviendo incluso a cuatro gobiernos concertacionistas consecutivos. Peor que eso: cómo ha logrado rodearse de un aura de éxito, al nivel que los dos conglomerados con mayores posibilidades de triunfar en los próximos comicios no parecen tener intención alguna de intervenir a fondo los pilares que lo sustentan.

Déjeme plantearle tres posibles razones:

La machacante campaña promocional que lo ha posicionado en tal condición. Se nos ha repetido por tanto tiempo, de manera tan sostenida y persistente, que es una magnífica estrategia, un verdadero paradigma para el resto del mundo (¿escuchó usted, amigo lector, a nuestro presidente jactarse de él en la conferencia CELAC-UE?), que hemos terminado por creerlo a pie juntillas. Si a estas alturas del partido, pese a que no existe evidencia empírica que lo respalde, es casi como un axioma, una verdad tan potente, tan absoluta, tan demoledora, que no requiere demostración.

La total ausencia de evaluaciones de sus resultados. Que yo sepa, en 40 años no se le ha efectuado ninguna. ¿Y cómo puede saberse si algo es bueno o es malo si no se le evalúa? Lo extraño en este punto es que podríamos esperar que los autores del modelo decidiesen ocultar información desfavorable relacionada con él. Pero ¿y sus opositores? ¿Dónde están las evaluaciones que hizo la Concertación del modelo cuando fue gobierno? ¿Los de los señores Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet? Debería haber al menos una de cada gobierno; no parece  mucho pedir. Pues bien, no existen.

El empeño por circunscribir su evaluación sólo a unas pocas variables macroeconómicas escogidas, presentándolas en forma aislada de manera de evitar los siempre inconvenientes análisis y comparaciones. En un artículo anterior ya señalé que resultados incluso mejores que aquéllos de los que tanto se vanaglorian los defensores del modelo, pueden obtenerse perfectamente en un país donde la esclavitud es legalmente aceptada.

Lo más grave de todo, es que no se ven visos de que esto cambie. Los dos grandes bloques parecen muy cómodos con el statu quo. Ninguno se ve dispuesto a embarcarse en los grandes cambios que se requieren para poner al país en el verdadero camino del desarrollo. Ninguno parece dispuesto a revisar los modelos exitosos que implementaron hace ya muchos años países como Noruega, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Holanda, Alemania, Australia, Nueva Zelandia y algunos otros. Ninguno parece dispuesto siquiera a copiar lo que ha dado excelentes resultados en esos países, porque para eso hay que renunciar a cuotas contundentes de poder y eso, para nuestros políticos, para nuestros grandes empresarios, no es tolerable.

Así es la cosa, amigos míos: por más que estemos acercándonos al 18, no hay salud. 

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