Acerca de cambios imprescindibles y caprichos desechables
Con
la excepción de la UDI, de algunos sectores más extremos de RN y de la derecha y
de los grandes empresarios ―que juran en posición supina que vivimos en el
mundo de Bilz y Pap, y que la mayoría de los chilenos, flojos redomados, nos
quejamos de llenos― para todo el resto de los ciudadanos de este largo
contrafuerte cordillerano con vista al mar, resulta evidente que vivimos en una
sociedad extremadamente inequitativa, injusta y segregadora. Así lo demuestran, por lo demás, TODOS los indicadores
disponibles (casi todos, en realidad; los que elaboran LyD y el Instituto
Libertad muestran otra realidad).
En
semejante escenario, si queremos avanzar hacia una sociedad más equitativa,
justa e inclusiva, los sistemas que hoy tenemos NO nos sirven. Todos han sido
probados ya durante muchos años ―sistema tributario, 30; sistemas educacional, de
salud y de vivienda, 40; modelo de desarrollo, 40; sistema de pensiones, 34;
regalo de recursos mineros, pesqueros y bosque nativo a unos pocos
privilegiados, otros tantos―, con los deplorables resultados que conocemos: una
extrema concentración de los ingresos, la riqueza, la tierra, los recursos
naturales y el poder en muy pocas manos; y una desigualdad socioeconómica
brutal, escandalosa, demoledora y galopante, que nos sitúa entre los peores
países del mundo en la materia (ojo, entre los peores; no es menor), sea cual
fuere el indicador que usemos para medirla. Realmente, sólo alguien que vive
dentro de una burbuja, sin contacto con el mundo real, puede atreverse a plantear
que lo que existe es exitoso y debe mantenerse como está, sin sufrir drásticas
modificaciones.
¿Cómo
oponerse, entonces, a las iniciativas que ha presentado al Congreso Michelle
Bachelet? ¿Con qué argumentos? Una reforma tributaria, por ejemplo, es
indispensable para modificar de raíz el aberrante sistema tributario vigente ―haciéndolo
más equitativo, justo y redistributivo―, y para generar, de paso, recursos adicionales
para la caja fiscal. Una reforma política es un paso obligado, ineludible, para
solucionar los horribles vicios de que adolece el sistema binominal. ¿Cómo objetarlas,
por consiguiente? ¿En base a qué?
Muy simple: en base a su contenido.
Porque
es cierto que hay que reformar, pero también lo es que no cualquier reforma sirve.
No sólo son importantes los objetivos (es básico definirlos bien, desde luego),
sino también los medios que se usarán para alcanzarlos. Si usted pretende
viajar a Arica, no puede tomar un bus que lo lleve a Valdivia. Si quiere pintar
una casa, no puede usar para ello un pincel. Los medios que se utilicen deben
permitir alcanzar los objetivos que se pretenden, pero a la vez deben
solucionar las evidentes falencias que
se observan en los sistemas vigentes. No basta con reformar. Hay que hacerlo
bien.
Ése
es, exactamente, el problema que existe con dos de las reformas que, hasta la
fecha, ha presentado Michelle Bachelet (respecto de la educacional, me guardo
mi opinión hasta no digerirla por completo). Sus objetivos son plausibles, pero
las propuestas en sí, los medios, son un completo desastre.
La
de reforma tributaria, por ejemplo, no corrige ni por asomo los gravísimos
problemas de inequidad de que adolece el sistema vigente. De verdad, parece que
hubiese sido hecha con el codo: persiste en el error conceptual de no hacer
pagar a las empresas por los servicios públicos que reciben ―ningún país que se
precie de desarrollado perpetra semejante aberración; sólo en un país
subdesarrollado podría darse (sólo allí se tragan la falacia de la “doble
tributación”), así que es una muestra de cuán lejos estamos del desarrollo―; perpetúa,
para un elevado número de empresas, el registro FUT (pese a que se señala
explícitamente que éste se termina); posterga, para numerosos contribuyentes de
primera categoría, el pago de impuestos mediante el expediente de la “depreciación
instantánea” (¿habrán tomado clases de contabilidad los autores de semejante
medida?); recarga la caja de las grandes organizaciones ―pagarán un 35%, después
que terminen de consumir el FUT, por cierto, y de que pasen los efectos de la
depreciación instantánea; y siempre y cuando no se usen subterfugios para
esconder a las personas naturales que están detrás de las empresas (¿usted cree
realmente que ese Registro de Utilidades Atribuidas, RUA, va a funcionar
adecuadamente?)―; e incorpora un componente de complejidad que, junto con
obligar a las empresas a recurrir a expertos para que lo diluciden, invita a la
evasión y a la elusión.
Parece
ser, por suerte, que la cordura está comenzando a entrar, en pequeñas dosis
aún, en las molleras de algunos personeros. Ya se comienza a hablar de la que
siempre debió haber sido la solución más equitativa, simple y eficiente:
desintegrar el sistema tributario. Algunos connotados personeros ya la
mencionan en serio como una alternativa (qué bueno, porque así ya no predico en
el desierto), e incluso las organizaciones empresariales comienzan a mirarlo
con buenos ojos. La mejor solución, señores, es un impuesto de primera categoría
de beneficio estatal, y que los empresarios tributen sobre los retiros y
dividendos efectivos; en ningún caso el “mamotreto” de la Nueva Mayoría.
¿Y
qué decir de la reforma al sistema binominal? Es una reforma carente de sentido,
que no representa NINGÚN beneficio para el país; que sólo favorece a los
partidos políticos y a sus sufridos miembros; una vergüenza; una verdadera
burla a la ciudadanía. ¿De verdad se atreverán estos señores políticos a aprobar
un mamarracho semejante? Tendrían que ser muy caraduras.
Pretender
que estos proyectos, que más que iniciativas bien pensadas y elaboradas,
parecen meros caprichos de la coalición gobernante, sean aprobados en las
condiciones que han sido presentados, sin siquiera mostrar los estudios que los
respaldan y sin someterlos al más mínimo debate, es una falta de respeto. Por
muy elevada que haya sido la votación que la respalda (que tampoco lo fue tanto),
Michelle Bachelet no tiene ningún derecho para tratarnos, a los ciudadanos que
la hemos mandatado, como si fuésemos menores de edad o interdictos. Pretender
obviar, con la complicidad de parlamentarios irresponsables, el debate y los
argumentos, no es propio de una estadista. Más bien lo es de alguien caprichoso
e inseguro, que no se siente capaz de sostener con buenos argumentos sus
proposiciones.
Hay
que implementar cambios, desde luego. No podemos seguir con el aberrante modelo
de desarrollo que tenemos. Pero, Presidenta, no cualquier cambio sirve, y menos
aún los que pretenden imponerse por la fuerza. Para eso, ya tuvimos 17 años de
experiencias. Cambios, sí; caprichos, no, de ninguna manera. Por favor, recapacite.
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