El caso Peirano y el principio de autoridad
Desde
los albores de la República, la política chilena se ha caracterizado por la
nula, o casi nula, participación ciudadana. Pese a que, en teoría, ésta se ha
ido profundizando (hoy gran parte de nuestras autoridades se generan por
sufragio popular), en la práctica siguen siendo las cúpulas, los grupos de
poder, quienes toman las decisiones. Y hasta hoy lo han hecho sin considerar
para nada (o para casi nada; depende de si se está cerca del período
eleccionario o no), la opinión de sus “mandantes”.
La
justificación de semejante proceder es, valga la redundancia, el convencimiento
de que “la autoridad (esto es, el poder) radica en las autoridades”, y que los
procesos eleccionarios son sólo accidentes; meras interrupciones que —tal como
las inundaciones provocadas por los temporales en el invierno— revuelven el
escenario político, cierto (nada para preocuparse mucho, en todo caso,) pero
sólo por un rato. Una vez que transcurren, todo vuelve a la normalidad.
Algunos
teóricos, basados en ese modo de proceder, han llegado incluso a acuñar la
expresión “principio de autoridad”. Según este notable aporte filosófico, las
autoridades poseen atribuciones que obligan a la ciudadanía, sólo por el hecho de provenir de ellas, a
acatar sus decisiones. Que sean debatibles, cuestionables, equivocadas o, incluso,
rayanas en lo delictual, da lo mismo. De acuerdo con este profundo concepto, si
el poder no se ejerce, se deslegitima quien lo detenta. Es como el paso previo
a esa joya de “autoridad que no abusa, pierde prestigio”.
Ejemplos
de esta innoble relación “autoridades – ciudadanía”, donde las primeras pueden
hacer lo que estimen conveniente sin que las segundas tengan pito que tocar,
hay bastantes. Demasiados, diría yo. Durante las pasadas décadas, por ejemplo,
la coalición gobernante se puso de acuerdo para llevarse el Estado para la
casa. Dentro de lo que se detectó (que, normalmente, es sólo un pequeño
porcentaje de lo realmente ocurrido), figuran facturas falsas, rendiciones
cuestionadas, contratos pagados pero que nunca se cumplieron, boletas de
honorarios truchas, jugosas comisiones por compras públicas, mega
indemnizaciones, sobreprecios y un largo etcétera. Se usó, posiblemente, la
gran mayoría de los métodos inventados por el hombre para defraudar a las
organizaciones. Y con gran éxito, habría que decir. La pasividad ciudadana,
unida a un sistema que permite (más bien, fomenta) el abuso masivo, consiguió
que ello ocurriera prácticamente sin que hubiese sanciones. Los infractores
salvaron, en su gran mayoría, indemnes, pudiendo incluso retomar sin
inconvenientes sus carreras políticas.
La
perla de esta forma de operar fue el denominado caso “sobresueldos”, donde
durante un largo período la mayoría de los más altos funcionarios de la
administración de Ricardo Lagos (no digo “todos” por si hubiese alguno que, por
la razón que fuere, haya decidido exceptuarse de incurrir en esa vergonzosa
práctica) recibieron en forma ilegal (no me venga a decir que no sabían que era
ilegal) sobres con jugosas remuneraciones extras, pagadas en efectivo. Y la comprobación fehaciente de que las
autoridades se consideran a sí mismas con el derecho de hacer lo que estimen
pertinente, provino del desenlace de ese caso: un acuerdo espurio entre la
coalición gobernante y la oposición de entonces (nunca se supo cuál fue la
moneda de cambio, pero a mí me huele que el FUT tuvo algo que ver) que impidió
investigar como corresponde el ilícito, validó los sobresueldos (mejorando, de
paso, las rentas parlamentarias), y fijó prescripciones ad-hoc, para hacer
imposibles las sanciones. Algo parecido a la ley de amnistía, pero en el
terreno de la rapiña y de la sinvergüenzura. El broche de oro de este
verdadero atraco a las arcas fiscales, se vivió cuando el Director del SII de
entonces emitió un dictamen señalando que los sobresueldos NO constituían
renta, y todos agacharon la cabeza. ¿Recuerda usted alguna actuación pública
más vergonzosa que esa? Yo no.
Pero
la comprobación más evidente de que nuestras autoridades se creen con el
derecho de hacer lo que estimen pertinente, sin tener que rendirle cuentas a la
ciudadanía, está en el Congreso. Ahí sobran ejemplos de parlamentarios electos o
que han seguido ejerciendo a pesar de sus yayas. Sin pretender elaborar una
lista exhaustiva ni mucho menos, puedo mencionar en dicho caso a Guido Girardi,
Claudia Nogueira, Pedro Velásquez, Marta Isasi y René Alinco. No cabe duda que
en otras sociedades más exigentes con sus funcionarios que la nuestra, sus
carreras políticas ya habrían llegado a su fin.
El
actual gobierno no está ajeno a esta forma de proceder. A los considerables
conflictos de intereses, iniciativas privatizadoras varias (litio, fauna marina),
condonaciones y yerbas por el estilo, hay que agregar el uso de los contratos
de honorarios para favorecer a correligionarios desempleados, detectado con los
candidatos perdedores de las últimas elecciones, pero usado en quién sabe
cuántos casos más. Por cierto, los gobiernos anteriores no están exentos de culpa
respecto de esta última práctica.
Como
todos muy bien sabemos, sin embargo, esta forma de pensar es profundamente
equivocada. La autoridad no reside en
las autoridades, sino en los ciudadanos. Vivimos, como tanto se nos
refriega periódicamente, en una democracia, concepto que, etimológicamente,
suele traducirse como “gobierno del pueblo”. Éste es, entonces (en estricta
teoría, al menos), quien detenta el poder.
Es
por esa razón que a nuestras autoridades políticas se les denomina
“mandatarios”, esto es, personas que han recibido un mandato ciudadano para
ejercer, según lo estipulado en éste, sus cargos funcionarios. Y es por esto,
también, que al presidente se le denomina “primer mandatario”, vale decir “el
primero de los mandatados por la ciudadanía para ejercer su cargo según lo
establecido en su mandato”.
No
es mi intención extenderme en este punto, que da para una lata discusión, sino
resaltar un hecho muy reciente que, a mi juicio, es de primerísima importancia:
Chile está cambiando. Y está cambiando para bien.
No cabe duda. Esa apatía, esa suerte de
resignación con la que aceptábamos que nuestras autoridades hicieran y
deshicieran en nuestro sistema público, está comenzando a batirse en retirada.
Lenta, pero consistentemente, en un proceso para el que nuestros políticos no
están preparados, pero que parece ser irreversible.
La
reciente caída de Claudia Peirano del cargo de Subsecretaria de Educación
—sumada a las otras que se producirán en las próximas horas—, como consecuencia
de la presión ciudadana, es una clara muestra de ello. Tal situación no habría
ocurrido hace cuatro años. Estas designaciones, como varias que se hicieron en
el gobierno de Piñera, habrían pasado coladas
El
2011 es un año que figurará, seguramente, en un lugar destacado de nuestra
historia. En él se situó el punto de partida: los primeros esbozos de una
ciudadanía más comprometida con la actuación pública, y más dispuesta a exigir
a sus mandatarios el cumplimiento de su mandato. El caso Peirano es la
evidencia de que el proceso sigue. Es aún una leve brisa, lo sé, pero los
grandes vendavales también se inician así: son leves brisas al comienzo, pero
una vez que agarran fuerza, hay que afirmarse.
Se los anticipo, señores políticos: el
vendaval viene. ¿Qué harán al respecto?
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