¿Cómo combatimos la corrupción?

Aunque no al nivel de otros países (todavía, al menos), lo concreto es que la corrupción está instalada desde hace tiempo en nuestra vida diaria. Ya en los ochenta, en plena dictadura, se mencionaban las jugosas “coimisiones”,  cobradas por quienes detentaban los cargos claves, como un factor relevante en las privatizaciones de empresas públicas, en la enajenación de bienes fiscales, en las adquisiciones de bienes y servicios por parte del Estado (entre ellas, las de material militar), en el uso de recursos públicos para fines privados (¿se acuerda de los "pinocheques"?) y en el otorgamiento de créditos Corfo. Se hablaba, por esas fechas, de verdaderos equipos multidisciplinarios, antecesores de los lobbies, a los que había que recurrir para conseguir determinados beneficios, aunque no se dispusiese de los requerimientos mínimos para tal efecto.

Con la llegada de la democracia, el problema no se corrigió (tampoco, como sabemos, se investigó). En una de ésas, hasta se acrecentó. Como mecanismos de defraudación, se mantuvieron los sobreprecios y las comisiones por compra y venta de bienes y servicios, pero se agregaron las facturas falsas, los sobresueldos (¿recuerda el vergonzoso caso MOP-Gate?), y los contratos de asesorías sobrevalorados o, derechamente, sin contrapartida (sesudos estudios copiados al pie de la letra de información pública obtenida en organismos especializados, por ejemplo).

Actualmente, se mencionan como posibles fuentes, además de las anteriores, los conflictos de interés (autoridades que deambulan, sin la debida carencia, entre el sector público y los directorios de las grandes empresas, por ejemplo), aportes electorales indebidos, venta de recursos naturales a vil precio y contratos de honorarios truchos o impertinentes.

¿Hay corrupción en Chile? Al parecer, sí. Sin embargo, ésa no es la pregunta pertinente. Lo que corresponde preguntarse es si nuestros sistemas y controles son los adecuados para combatir la aparición y la permanencia de ese flagelo. Y, para nuestra desgracia, la respuesta es negativa. NO lo son. Peor que eso, podríamos decir que, en algunos casos, las favorecen.

Correspondería, por consiguiente, tomar medidas al respecto. ¿Qué tipo de medidas? Aquéllas que tiendan a minimizar (ya que eliminar es casi imposible) la probabilidad de que ocurran casos de corrupción que afecten a nuestro sistema público.

¿De qué tipo de medidas estamos hablando? De las conocidas, de las mismas que han aplicado en aquellos países que se han embarcado en un combate en serio contra el flagelo. Si en esto no hay nada nuevo bajo el sol. Si nuestros anteriores gobiernos, incluido el saliente de Piñera, hubiesen querido atacar la corrupción a fondo, habrían podido hacerlo muy fácilmente. Ni siquiera habrían tenido que invertir en costosas asesorías (pagadas con jugosos honorarios, por cierto) para ello. La experiencia mundial es archiconocida, y está fácilmente disponible para quien desee acceder a ella.

Lo primero, es reducir al mínimo los cargos públicos de asignación política. Hoy, son más de mil, pero no deberían superar la cincuentena (sin considerar los asesores). Los ministros y subsecretarios, y pare de contar. Los jefes de División y de los Servicios Públicos, al igual que los Seremis, deberían generarse por medio de la carrera funcionaria. Los intendentes, deberían ser elegidos por la ciudadanía. Los gerentes de empresas públicas, por medio de selecciones dentro del universo de la administración pública y de las plantas de las mismas empresas. Los embajadores y agregados de lo que sea, deberían ser funcionarios de carrera, especialistas en los temas que deben manejar. Todos los jueces deberían ser funcionarios de Poder Judicial. Una de las medidas básicas contra la corrupción, es generar una carrera funcionaria de verdad, que finalice en los niveles más altos del aparato público. Es la forma apropiada de reducir al máximo los conflictos de interés. ¿Usted quiere ser Director de Serviu? Ningún problema, pero antes haga la correspondiente carrera funcionaria. ¿Usted quiere ser embajador o miembro de la Corte Suprema? Lo mismo. Si usted optó por laborar en el sector privado y le va bien en él, quédese ahí. Ése es el lugar que le conviene y le corresponde.

En segundo lugar, están las carencias, vale decir, los lapsos que deben respetarse para transitar desde los directorios y altas gerencias de las empresas privadas, hacia los ministerios y subsecretarías. Hay que discutirlos, definirlos, implementarlos y respetarlos. No puede ser que un señor que ocupa una gerencia de una empresa auditora, pase de la noche a la mañana a desempeñarse como Director del SII, por ejemplo (o como ministro de Hacienda, si el cargo anterior pasa a llenarse con alguien que proviene del mismo Servicio).

En tercer lugar, está el tema de los honorarios. Eliminarlos es poco factible, pero deberían restringirse al máximo. Las cifras que hoy se manejan el respecto, son inadmisibles. Según la Dipres, a fines del 2012 trabajaban a honorarios para el Estado 33.185 personas, de las cuales 20.397 lo hacían en jornada completa. Más de veinte mil personas trabajando a jornada completa sin un contrato de trabajo de respaldo (y sin imposiciones, desde luego). Increíble, ¿verdad? Pero más increíble resulta saber que un alto porcentaje de esas personas pueden estar allí como consecuencia de retribuciones por favores políticos. Al respecto, actualmente no hay ninguna, pero ninguna, restricción en nuestra normativa. Tampoco controles. Quienes ocupan cargos de jefatura pueden hacer lo que quieran en la materia. Es, por consiguiente, un enorme foco de posible corrupción.

En cuarto lugar, hay que maximizar la transparencia y, más que permitir o favorecer, fomentar el control ciudadano. Los funcionarios públicos deben estar sujetos a fiscalización popular, en especial los que ocupan altos cargos. Si su situación bancaria o comercial varía bruscamente, para bien o para mal, deberíamos saberlo. Nadie que sea funcionario público o candidato a serlo, debería tener bienes no declarados en las Islas Vírgenes, por ejemplo. Además, todas las transacciones deben estar reguladas al máximo, y deben ser ventiladas a ultranza. Ningún funcionario público, sea cual fuere su investidura, debe estar facultado para violar, por la razón que fuere, un determinado procedimiento. La información para controlar la gestión pública debe ser de fácil acceso y adaptada para trabajarla con facilidad. No puede ser que si uno busca datos respecto de cuánto gasta el Estado en honorarios, éstos no existan. Es inaceptable de la Dipres elabore un informe de recursos humanos, y sólo se refiera en él a las cantidades, omitiendo olímpicamente los montos. Es intolerable que los informes de honorarios de los distintos ministerios no se entreguen en planillas financieras, para poder trabajar con ellos. Si uno fuera mal pensado, podría creer que en el tema de honorarios hay toda una estrategia para dificultar la fiscalización.

En quinto lugar, hay que eliminar los eventuales focos de ganancias excesivas originados por la normativa. Las notarías, por ejemplo, deberían reemplazarse por un sistema público, asociado al Registro Civil o a algún otro que se considere apropiado. Los Conservadores deberían reemplazarse por un sistema que contemple la generación y mantención de la base de datos, por una parte (que debería ser un servicio público) y su explotación comercial, abierta a todo quien reúna los requisitos. Así, habrían decenas, o cientos, de empresas donde uno podría obtener, por ejemplo, una copia de una inscripción o un certificado específico (lo que hay al respecto, en pleno siglo XXI, es, aparte de arcaico, demasiado vergonzoso; ¿cómo puede ser que se siga tolerando?). Lo anterior también vale, desde luego, para el archivo judicial.

En sexto lugar, deben endurecerse las sanciones. Nadie que meta las manos en el erario público, o saque provecho indebido de su cargo, puede seguir prestando servicios al Estado. Nunca más. Si alguien, por cualquier razón (porque creyó que se podía, o porque todos lo hacen, o lo que sea), incurre en una conducta de este tipo, debe ser sancionado de inmediato y a perpetuidad, sin perjuicio de las penas que le aplique la justicia. Según este criterio, por cierto, varios de nuestros funcionarios públicos no deberían estar desempeñando sus actuales cargos.

En séptimo lugar, hay que incentivar al máximo la denuncia ciudadana. Pagarla, incluso. Dentro de las clases de Educación Cívica (entiendo que la Nueva Mayoría proyecta reponer este ramo, en carácter de obligatorio, en los futuros programas educacionales), se debería estimular este tipo de conducta. También en todas las instancias de capacitación que se efectúan a los funcionarios públicos. Si alguien ve algo raro, anómalo, se debe sentir con la obligación de denunciarlo. El aprovecharse del erario público debería ser reconocido por todos, como un acto delictual que no puede tolerarse, y sus autores, como lo que son: vulgares delincuentes.

Usted puede, estimado lector, seguir enumerando. Hay muchas medidas adicionales que pueden implementarse, y estoy seguro que usted conoce más de alguna. ¿Se da cuenta de que si se quisiera combatir la corrupción, no es tan complejo hacerlo? El punto es que hay que querer, hay que atreverse, hay que pisar callos y afectar los intereses de quienes manejan cuotas importantes de poder (a las que no querrán renunciar, desde luego).

Para combatir la corrupción, hay que tener coraje. ¿Lo tendrá Michelle Bachelet?                                


Comentarios

Entradas más populares de este blog

La gran mentira de las AFPs

El inmoral "sistema integrado" de impuesto a la renta

El país de los huevones