¿Cuáles son las causas de la desigualdad?

No se ha inventado un método más apropiado para combatir un problema específico, hasta la fecha, que atacar las causas que lo producen. En ninguno de los múltiples ámbitos donde se desarrolla la vida humana. Podríamos decir de hecho, y sin temor a equivocarnos, que es el único mecanismo que funciona; que cualquiera que sea la circunstancia en que el mencionado problema se desencadene, su solución definitiva pasa por corregir aquello que lo origina.

Con la excesiva desigualdad (que, aunque algunos sostengan lo contrario, es un grave problema social) ocurre lo mismo. Si usted pretende solucionarla tiene que, obligadamente, intervenir los factores que la generan. Y, no faltaba más, para ello debe primero identificarlos.

Veamos, entonces: ¿cuáles son las causas de la desigualdad?

Ya que no están disponibles donde deberían hallarse (si el tema en verdad se considerase relevante, tendrían que estar profusamente detalladas y analizadas en las webs gubernamentales y en el programa de gobierno de la Nueva Mayoría), permítame exponerle las que he recogido después de investigar y reflexionar al respecto.

La primera, sin duda, son las diferencias individuales. En este complejo mundo, la posibilidad de que existan dos personas exactamente iguales, es casi nula. Ni siquiera los gemelos, nacidos del mismo óvulo fecundado, lo son. Todos somos distintos y, naturaleza mediante, eso no tiene vuelta. Y resulta evidente que algunas personas —como Usaín Bolt, Lionel Messi, Shelly-Ann Fraser, Isabel Allende, J.K. Rowling, Juan Diego Flórez, Robert Plant, Cristina Aguilera y Stephen Hawking, por nombrar algunos—, tienen ventajas de fábrica (musculatura, contextura, coordinación nerviosa, imaginación, creatividad, voz, coeficiente intelectual, etc.) que les permiten destacarse con nitidez sobre el resto de los mortales, en los ámbitos donde se desenvuelven profesionalmente.

La segunda, muy relacionada con la primera (por eso de, ¿el ser humano nace o se hace?), es la personalidad, esto es, el conjunto de motivaciones, sentimientos, valores, principios, actitudes, hábitos y preferencias que hacen de cada humano, un ser único e irrepetible. Personas físicamente muy parecidas, gemelos incluso, podrían arribar a destinos muy distintos en la vida, dependiendo de dichas características. Si alguien es optimista y esforzado, por ejemplo, tendrá más posibilidades de éxito que si es pesimista y flojo.

La tercera, son las capacidades. Éstas son las habilidades, destrezas y conocimientos que uno adquiere, por medio de la experiencia, la educación y la capacitación, a lo largo de su existencia. Son el contenido del envase; las herramientas con las que uno enfrenta este difícil tránsito por la vida. Y resulta evidente que un médico especialista y un ingeniero civil están mejor equipados para efectuarlo, que un albañil y un recogedor de basura.

Una cuarta causa, muy poco incidente en términos relativos, es la oportunidad. Puede ser en sentido positivo, si usted se ganó el loto o estaba donde tenía que estar en el preciso momento en que Farkas lanzó un par de millones al aire; y también en sentido negativo, si tuvo un accidente, una enfermedad limitante, o le sacaron una foto cuando iba entrando a un motel (sin la grata compañía de su cónyuge, por cierto) y luego la difundieron por internet.

Éstas, estimado lector, son las causales insoslayables de la desigualdad. Son las que, haga usted lo que haga, siempre estarán presentes en una sociedad. En mayor o menor grado. Tome uno las medidas que tome para reducir el flagelo, Usaín Bolt seguirá corriendo más rápido, Juan Diego Flórez cantando más hermoso, y Stephen Hawking, comprendiendo mejor los misterios de la física; habrá más optimistas que derrotistas exitosos; los médicos e ingenieros estarán mejor remunerados que los albañiles y los recogedores de basura; y los ganadores del loto, disfrutarán a concho su recién adquirida fortuna.

Sin embargo, ellas explican solamente una parte de la desigualdad que existe en una sociedad. Hay, evidentemente, otras causales. Si así no fuese, todos los países del mundo tendrían niveles de desigualdad similares (salvo que aceptásemos como válidas ciertas teorías nazis, que hablan de superioridad racial, o neoliberales, que postulan que los pobres son todos unos flojos de remate que cargan con las inexcusables consecuencias de sus propias miserias). El tema es en extremo pertinente, pues es ésa desigualdad, la que obedece a causales distintas a las descritas, la que puede intervenirse con mayor facilidad (si existe la decisión de hacerlo, desde luego), obteniendo  logros más relevantes y a menor plazo. La otra, la originada por las causales insoslayables, sólo puede ser mejorada en el largo plazo, interviniendo para ello los sistemas de educación y capacitación, el entorno que rodea a las familias y, en ciertos casos, las familias mismas (hay aquí, por cierto, mucho paño que cortar).

Es en extremo relevante, entonces, conocer qué parte de la desigualdad de un país está explicada por las causales insoslayables, y cuál obedece a otras distintas de éstas. Es, podríamos decir, una cuestión trascendental.

Para responderla, me permitiré usar la relación interdecil como unidad de medida de la desigualdad. Se la define como el coeficiente entre el porcentaje del ingreso nacional percibido por el décimo decil (el mejor remunerado) y el que recibe el primero (el peor remunerado). Los datos correspondientes están publicados en la web del Banco Mundial (http://datos.bancomundial.org/indicador/SI.DST.10TH.10 y http://datos.bancomundial.org/indicador/SI.DST.FRST.10, respectivamente).

La relación interdecil de Chile, según las cifras indicadas, ascendería a 28. Parece haber consenso entre los entendidos, sin embargo, de que dicha cifra está subestimada; que la real es mucho mayor (¿hay alguna duda de que en nuestro país, los segmentos de mayores ingresos ocultan parte de los mismos por razones impositivas?). Pese a ello, y al no haber otra confiable, la utilizaremos en nuestro análisis.

La misma relación en los países desarrollados, es de sólo un dígito (Suecia y Noruega, 6; Alemania y Austria, 7; Suiza y Francia, 9). En otros, menos avanzados en materia social, está entre 10 y 15 (España, 10; Australia y Nueva Zelandia, 13). En Uruguay, líder en la materia en Sudamérica, es 18.

Ahora bien, dado que los países desarrollados se han preocupado explícitamente de reducir la desigualdad al mínimo —ellos analizan cada política e iniciativa legal que pretenden implementar, desde el punto de vista del impacto que tendrá en dicho ámbito—, uno debería esperar que sus relaciones interdeciles fuesen resultado casi exclusivo de las causales insoslayables. Así, una relación interdecil de 10 parece ser, entonces, una buena aproximación del nivel de desigualdad que se explicaría como consecuencia de ellas.

Podemos concluir, entonces, que nuestra relación interdecil está conformada por dos sub-relaciones de orígenes diferentes (y que, por ello, deben ser enfrentadas de manera distinta): la generada por las causales insoslayables (10, como ya dijimos), a la que llamaremos “desigualdad estructural”, y la que corresponde a la diferencia de ésta con la relación real, que posee causales de otra naturaleza, y que llamaremos “inequidad”.

Tenemos, pues, nuestra quinta causa, la que no obedece a factores insoslayables; la que se puede (se debe) combatir y reducir rápidamente, si alguien se atreve a enfrentarla: la inequidad. ¿Qué es la inequidad, entonces? Es la parte de la desigualdad de un país, que está originada por causas no estructurales (o insoslayables, como prefiera). ¿Cómo se mide? Es la diferencia entre la relación interdecil de un país y la “desigualdad estructural” (en el caso de Chile, sería 18). ¿Y cuáles son esas otras causales no estructurales? Pues, estimado lector, en mi humilde apreciación personal no son varias, sino una sola: la asimetría del poder.

La historia es drástica al respecto. Nos muestra que siempre, sea cual fuere el escenario, cuando alguien concentra el poder, lo utiliza en beneficio propio. Inevitablemente. Desde que el mundo es mundo. Aquí y en el Golfo del Maní. Revise los anales y lo comprobará. Están llenos de ejemplos ilustrativos al respecto: los grandes imperios de la antigüedad, los reinos absolutistas, los campos algodoneros del sur de Estados Unidos antes de la guerra de la Secesión, las misiones cristianas de la época de la Colonia, la Alemania nazi, la Sudáfrica de hace poco (y la de hoy, también), entre muchos otros. Y, por cierto, todos los países que muestran relaciones interdeciles abusivas, entre los cuales se halla, justamente, nuestra larga y angosta faja de tierra.

La inequidad —ese fenómeno que se produce cuando todos participamos en la elaboración de una cena, pero sólo unos pocos consumen los platos principales y el resto, las puras sobras—  se genera porque un sector de la población dispone de tanto poder, que consigue apropiarse de un porcentaje mucho mayor de los ingresos de un país, que el que en justicia le corresponde. Ese grupo cobra excesivamente caro por lo que vende, paga sueldos exiguos, está afecto a impuestos irrisorios (hace uso de falacias como la “doble tributación”, por ejemplo), disfruta de regalías tributarias indebidas (como el artículo 57bis), cobra tasas usureras por los créditos que otorga a los sectores menos acomodados, concentra la propiedad de las grandes empresas, la tierra y los recursos productivos, ordeña al Estado en beneficio propio, consigue el dominio de los recursos naturales (que en teoría son de todos los chilenos) a título gratuito o pagando precios irrisorios, es propietario de la mayor parte de los medios de comunicación (y se encarga de neutralizar (eliminar) los de propiedad pública, para que dicho poder no tenga salvaguarda) y un largo, pero larguísimo, etcétera. Y lo hace a vista y paciencia de la autoridad (generalmente con la connivencia de ésta) y de la sociedad toda, que tienen muy claro lo que deben hacer para solucionar esto, pero que no se atreven (o no quieren) siquiera a intentarlo.

En el mundo post Declaración Universal de Derechos Humanos (“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”), todos los países deberían propender a que sus relaciones interdeciles coincidiesen con la desigualdad estructural o, dicho de otra manera, a que el componente de inequidad se redujese a cero. No puede ser de otra forma. ¿Cómo consigue usted, si no, igualdad en dignidad y derechos? En Chile, no faltaba más, también. Sin ninguna duda.

¿Qué falta para ello? Sabemos las causas de la desigualdad; tenemos claro cómo medir el flagelo; y conocemos lo que debe hacerse (en alguna columna futura detallaré parte de la enorme cantidad de medidas que pueden (deben) tomarse para reducir, drásticamente, la inequidad, pero mi impresión es que usted ya sabe por dónde van). Están todos los ingredientes pero, ¿conocerá la cocinera la receta? Estoy casi seguro que sí. ¿Y estará dispuesta a preparar el plato? Ahí sí que no estoy tan seguro.


En todo caso, nos falta muy poco para comprobarlo.

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