La desigualdad sí es un problema. Y es un problema grave

Cuando uno lee columnas como la última de Teresa Marinovic en El Mostrador, normalmente tiende a dejarlas pasar. Superada la incredulidad, el asombro y la desazón que provocan (porque es imposible leerlas sin que dejen un sabor amargo en la boca), uno asume que no vale la pena seguir pensando en ellas. Que posiciones tan egoístas, tan carentes de empatía, y tan faltas de argumentos y conocimientos, también tienen derecho a exponerse públicamente, a disponer de tribuna. La libre expresión debe ser así, libre aunque duela.

Sin embargo, frente a esta columna en particular me parece que tal indiferencia no procede. Una síntesis tan brutal de las ideas que, plasmadas en el modelo vigente, nos tienen dentro de las quince peores distribuciones de ingreso del mundo, y además expuesta con tanto desparpajo, es demasiado indignante como para dejarla sin respuesta. Menos en estos tiempos, donde el tipo de sociedad que defiende una de las candidatas a la presidencia, se sustenta justamente en ellas.

Partamos aclarándole a la columnista es que, si bien es cierto que la desigualdad es una condición natural del ser humano —los talentos no están repartidos por parejo, qué duda cabe—, su dimensión económica es una decisión social.

Para explicarlo, debemos partir por la concepción misma de “sociedad”. La RAE, en su segunda acepción, la define como una “agrupación natural o pactada de personas, que constituyen unidad distinta de cada uno de sus individuos, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o alguno de los fines de la vida”.

De aquí se desprende que las sociedades son de mutuo beneficio, esto es, nadie entra a una sociedad para ser perjudicado, sometido o explotado; por el contrario, todos lo hacen (consciente o inconscientemente) para alcanzar, con el apoyo de los demás, sus propios objetivos.

También, que las sociedades son interdependientes, vale decir, que todos nos necesitamos unos a otros. Si no existieran los futbolistas de segunda división, probablemente Alexis no estaría jugando en Europa. Los grandes empresarios, altos funcionarios públicos, periodistas y columnistas no podrían obtener sus sustanciales ingresos si no existiesen los albañiles, los recogedores de basura y los cajeros de supermercados; si no hubiese policías, ni soldados ni gendarmes; sin la existencia de funcionarios de Correos, obreros de la construcción y pescadores artesanales. Imagine usted cómo sería vivir en un lugar donde nadie recogiera la basura o donde el lumpen hiciera de las suyas por las calles sin control alguno.

Ese beneficio mutuo y esa interdependencia son las que generan la necesidad de las sociedades de redistribuir los ingresos. La torta, en cuya fabricación participamos todos, tiene que estar bien repartida para que también todos recibamos una porción razonable, no sólo unas cuantas migajas.

Como en todo orden de cosas, hay sociedades que se preocupan del tema y otras que no lo hacen. Es cosa de mirar las cifras: en Chile, el 10% más rico (al que pertenecen el gerente de Correos, nuestro crédito Alexis Sánchez y, al parecer, la misma doña Teresa) gana 28 veces más de lo que percibe el 10% más pobre. En cambio en Finlandia, Noruega y Suecia gana sólo 6 veces más; 7 en Alemania y Austria, 8 en Bélgica y Dinamarca, y 9 en Holanda.

Y tan notables cifras no tiene que ver sólo con desniveles educacionales, como equivocadamente sostiene la articulista. ¿O creerá ella que los países mencionados son tan evolucionados que ya no necesitan albañiles, recogedores de basura, policías, funcionarios de correos ni pescadores artesanales?

Lo que ocurre en estas últimas sociedades, que por algo se llaman desarrolladas, es que la desigualdad no es un tema que se mira sólo por encima, que se deja al libre arbitrio del mercado ―¿conoce usted, estimado lector, algún lugar en el planeta donde el mercado funcione como corresponde? Si no lo conoce, no se complique; no es porque usted sea inculto. Es porque dicho lugar no existe—, que hay que soportar estoicamente porque no tiene remedio. Allí, la desigualdad sí es un problema, y es un problema serio. Y como tal, se combate con determinación.

¿Y cómo se combate? Muy simple; como se combaten todos los problemas desde épocas primordiales: atacando sus causas.

Es la concentración del poder, tanto político como económico, la causa principal de la desigualdad. Si no me cree, revise la historia, partiendo por los campos algodoneros del sur de los EUA antes de la guerra de la secesión o por la Francia pre revolución. Sea por una condición humana instintiva, sea por otro origen difícil de precisar, cuando alguien dispone de poder tiende a usarlo en su propio beneficio. Si usted se fija, los países con mala distribución del ingreso, como Chile, poseen varias características comunes: una enorme concentración de poder político y económico; una institucionalidad construida para mantener el statu-quo; un Estado reducido a su mínima expresión; carencia de organizaciones poderosas de defensa de los ciudadanos; sindicalismo débil; sistemas tributarios hechos a la medida de los más acomodados; impunidad para explotar al más débil (intereses usurarios, sueldos mínimos exiguos, concertación de precios), etc.

Luego, para combatir la desigualdad no basta con la educación, como sostiene la señora Marinovic. Hay que partir por reconocer que una sociedad con niveles de desigualdad como el chileno es una sociedad enferma; una sociedad a la que nadie, salvo quienes acaparan los ingresos, quisiera pertenecer de motu proprio; una sociedad donde los menos favorecidos no tienen ninguna posibilidad de obtener sus objetivos de vida. Y luego hay que tomar medias para desconcentrar el poder y para evitar que quienes lo detentan acaparen los ingresos. Y mientras ese proceso avanza, por cierto, hay que usar mecanismos redistributivos (impuestos, servicios estatales, subsidios) para corregir el sobreprecio que éstos han cobrado a la sociedad por sus actuaciones en ella.


Se equivoca la señora Marinovic cuando plantea que es justo que el gerente de Correos gane 30 veces más que algunos de los funcionarios de la empresa. Tan aberrante relación está reservada para países que adolecen de desigualdades brutales y donde nada se hace para corregirlas. Desafortunadamente, con dolor lo digo, Chile es uno de esos países. Y lamentablemente ―es cosa de ver los programas de las dos candidatas con más posibilidades de ganar las elecciones― al parece lo seguirá siendo. Al menos, por los próximos cuatro años.

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