Gaza: cuando las víctimas se transforman en victimarios
La
evidencia histórica es indesmentible: quienes han sufrido persecuciones, aquéllos
que han sido encarcelados, torturados y masacrados, cuando detentan el poder
brindan el mismo sanguinario trato a sus semejantes. Las víctimas de las más atroces
aniquilaciones no trepidan, si tienen la ocasión, en transformarse en
victimarios.
La
historia del cristianismo es pródiga en muestras de tan abominable actitud.
Durante más de tres siglos, quienes seguían las enseñanzas y preceptos de
Jesucristo sufrieron inhumanas agresiones, primero de parte de sus propios
compatriotas, los judíos, y luego por cuenta de los romanos. Se habla de 10
grandes persecuciones de estos últimos, siendo la última de ellas, la de
Diocleciano, la más grave y extensa. ¿Cuál era su falta? Tener una creencia
distinta. Por eso, muchos miles murieron.
Podría
pensarse que los practicantes de una filosofía basada en el perdón y el amor al
prójimo, que fue lo que predicó Jesús, se horrorizarían ante la perspectiva de
repetir contra sus semejantes tan brutales prácticas. Pero no. Apenas tuvieron
la oportunidad, la aprovecharon sin escrúpulo alguno, y lo siguieron haciendo durante
siglos. La lista de las execrables acciones que se cometieron en nombre del
Hijo de Dios, es larga, siendo las cruzadas, con unos 5 millones de muertos; las
misiones jesuitas, responsables de la esclavitud y muerte de millones de
indígenas; las persecuciones religiosas del siglo XVI (tristemente célebre es
la matanza de los hugonotes en Francia, con la noche de San Bartolomé como
monstruoso emblema); la ¿santa? Inquisición (la entronización de la tortura y
el asesinato en el nombre de Dios); y el feroz acoso al que se sometió a los
judíos (a quienes responsabilizaron de la muerte de Jesús), las más
trascendentes y reconocidas. ¿Cuál era la falta de las víctimas? Tener
creencias distintas (la misma por la que habían sido perseguidos los cristianos).
Por eso, muchos millones murieron.
Siete
décadas atrás, el mundo descubrió horrorizado el genocidio cometido por los
nazis en contra de los judíos (y en contra de varios otros grupos). Seis
millones murieron como resultado de la limpieza étnica perpetrada por las
huestes hitlerianas. Seis millones ―hombres, mujeres y niños― cuya única falta
era pertenecer a una etnia distinta. Los campos de exterminio de Auschwitz,
Treblinka, Belzec y Majdanek, con sus hornos crematorios y sus cámaras de
gases, aún nos impactan pese al tiempo transcurrido. Son el aterrador emblema
de los extremos que puede alcanzar el ser humano actuando contra sus propios
congéneres. Hay atrocidades que el tiempo se resiste a borrar.
También
el recuerdo de los guetos nos espanta y sobrecoge. El mayor de todos, el de
Varsovia, albergó cerca de medio millón de judíos hacinados en no más de 3,5
kilómetros cuadrados, presas del hambre, de las enfermedades, de los malos
tratos y de la desesperación. Su final fue trágico: pese a la valiente
resistencia de sus ocupantes, fue arrasado e incendiado. Quienes sobrevivieron,
los que no murieron en la batalla, ahogados por el humo o quemados vivos,
fueron enviados a los campos de concentración, a encontrarse con el horror.
¿Qué
se puede decir acerca de la resistencia al interior del gueto? ¿Eran terroristas
quienes la ejercieron, o personas comunes y corrientes enfrentadas a
situaciones límites? ¿Era injusto que defendieran su vida y la de sus familias
combatiendo a sus victimarios? ¿Era inaceptable que se rebelaran y lucharan? ¿Poseían
los derechos anotados en la Carta Universal elaborada por las Naciones Unidas? ¿Ésos
que son comunes a TODOS los seres humanos, independientemente de su raza,
religión o condición social y económica?
Parece
evidente, ¿verdad? Esos judíos eran víctimas, no terroristas. La desesperación
los llevó a tan extremo escenario, a librar una contienda que ni siquiera era
una batalla, sino una inmolación. Si hay que brindarles un calificativo, el de
héroes o mártires les calza mejor. Antes de morir sin pena ni gloria, prefirieron
hacerlo luchando. Eso hacen los héroes, ¿verdad? Piense, estimado lector, ¿qué
puede alegar el opresor si aquél a quien ha encerrado, privado de alimento y
medicinas, vejado, torturado y masacrado, se rebela y lucha por su vida y la de
los suyos?
Tal
como en el caso anterior, uno podría suponer que quienes han sufrido tantos
padecimientos, evitarían por todos los medios causar un dolor similar a sus
semejantes. Que aquéllos que vieron a sus niños morir de tan trágica e injusta
manera, tomarían todas las precauciones para impedir que otros infantes perecieran
en circunstancias parecidas. No hagas a los demás lo que no quieres que te
hagan a ti, reza la sabiduría popular. Sin embargo, los seres humanos tenemos
muy mala memoria. Sufrimos de amnesia cuando nos conviene. Olvidamos muy, pero
muy rápido. La evidencia histórica, lo repito, es implacable: las víctimas,
cuando las circunstancias se lo permiten, no trepidan en transformarse en
victimarios.
Porque,
¿qué diferencia a la Franja de Gaza del gueto de Varsovia (a excepción del
tamaño, por supuesto)? Tal como en éste, allí subsisten (porque es incorrecto
decir “viven”) casi dos millones de personas hacinadas en condiciones
inhumanas, privadas de suficientes alimentos y medicinas, encerradas, prisioneras y, qué duda cabe,
desesperadas; casi dos millones de personas que ven, a diario, como mueren sus
hijos y familiares o como son atrozmente mutilados; que contemplan cómo las
bombas caen sobre sus viviendas, sobre sus refugios o sobre sus escuelas; casi dos
millones de personas que no tienen acceso, porque sus victimarios se lo
impiden, a todos y cada uno de los derechos humanos detallados en la Carta
Universal.
La
Franja de Gaza, estimado lector, es un gueto, de ésos que se suponía que nunca
iban a volver a existir. De aquéllos que la humanidad entera había acordado
extirpar para siempre. No son judíos, no obstante, quienes están en su
interior, ni nazis quienes los tienen encerrados. Los judíos de hoy, son los
palestinos, y quienes desempeñan el infame y repugnante papel de los esbirros
de Hitler, son las víctimas de hace siete décadas. Son judíos, igual que los
que murieron en el gueto de Varsovia. Mire usted cómo nos cambia la vida cuando
el poder está de nuestro lado.
Razones
podrán darse muchas, pero ninguna será suficiente. No se puede explicar lo
inexplicable. Lo único razonable y adecuado es terminar con el encierro, con el
bloqueo y con la masacre. Así debería exigirlo la humanidad toda. Después de
todo, ya dijimos que no a los guetos. Ya juramos que nunca se repetiría un
gueto de Varsovia.
Sin
embargo, es casi seguro que ello no se solucionará así. Es más probable que,
tal como en Varsovia, finalmente los victimarios aplasten a las víctimas y
borren el recinto de la faz de la tierra. Más de alguien ya debe estar ideando
cómo hacerlo. Entonces, seguramente, efectuaremos nuevas promesas para que
sucesos así nunca se repitan, las que olvidaremos convenientemente en algunas
décadas más. Cuando aparezca otro gueto. ¿Serán entonces las víctimas de hoy,
los palestinos, los nuevos victimarios?
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