La excesiva desigualdad: ¿un problema genético?

Podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que la esclavitud es la forma más extrema de desigualdad que han puesto en práctica las sociedades humanas a lo largo de la historia.

En ese abyecto sistema socioeconómico (porque eso era: un sistema socioeconómico) un grupo acumulaba tanto poder, que era capaz de sojuzgar a otro al extremo de vulnerar todos sus derechos, incluido el de la vida. Los esclavos dejaban de ser seres humanos y se transformaban en mercancías, en meros inventarios. Pasaban a formar parte de los activos de las empresas. En los campos algodoneros del sur de los Estados Unidos, antes de la guerra de la Secesión, una parte muy importante de los patrimonios de los productores de algodón estaba conformada por sus esclavos. Eran un bien transable: tenían precio y había, desde luego, un bullente mercado donde comercializarlos.

¿Cuáles eran los fundamentos en que se basaban tales sistemas? La supuesta “superioridad genética” era uno de las más recurrentes. Se sostenía que la raza blanca era superior a las restantes, por lo que ejercer esa supremacía era un acto natural, algo así como el cumplimiento de un mandato divino (después de todo, se argumentaba, si Dios hubiese estado en contra de la esclavitud no habría creado seres superiores). Hubo también, hasta no hace mucho, esclavitudes basadas en creencias religiosas. Las hay todavía, sostenidas por el poder de las armas, por la tradición y por el abolengo (aún hoy, pleno siglo XXI, existen las aristocracias).

¿Cuál son los coeficientes de Gini de sociedades como ésas? Elevados, sin duda. Una aproximación a ellos la podemos tener si nos fijamos en los que muestran naciones que vienen saliendo de tan ignominiosa condición, como Botswana (0,61), Sudáfrica (0,631) o Namibia (0,639). Probablemente ―porque cambiar las estructuras creadas por los sistemas esclavistas es extremadamente difícil―, son muy parecidos a los que existían en los tiempos de la indignidad y de la vergüenza. Como dato al margen, compare estos indicadores con los 0,521 de Chile. No es tanta la diferencia, ¿verdad?

¿Es justificable la esclavitud? ¿Existe alguna razón, cualquiera que ella sea, que transforme en aceptable algo que, desde todo punto de vista, no sólo es inadmisible, sino también intolerable? Coincidirá usted conmigo en que no la hay. No existe ese tipo de razones y nunca existió. Nada justifica la esclavitud, ni las causales genéticas, ni las tradiciones, ni las creencias religiosas, ni los abolengos. Tampoco, las diferencias individuales (qué aberrante resulta este argumento planteado así, ¿verdad?). Qué hablar del poder de las armas.

La extrema desigualdad es una forma de esclavitud.

Todos somos distintos, es efectivo. Tenemos talentos y competencias disímiles. Eso no es discutible. Lo que sí es discutible, es la magnitud económica de tales diferencias. Observe los coeficientes de desigualdad 10/10 que registraban al 2012 Alemania (6,85; Banco Mundial) y Chile (35,6; minuta del gobierno saliente). En ambos casos, estamos comparando los ingresos que recibe el grupo más acomodado (grandes empresarios y profesionales exitosos, entre otros) con el menos favorecido (recogedores de basura, estafetas, aseadores, empaquetadores, entre otros). Si dichos índices fuesen sólo el reflejo de las diferencias individuales, tendrían que ser muy similares. Las diferencias individuales deberían seguir patrones semejantes en los distintos países, ¿verdad? Salvo que usted piense, como ciertos articulistas nacionales, que la raza aria es mucho más homogénea que la latina. La diferencia, no obstante, es abismante. ¿Por qué ocurre semejante fenómeno? La explicación es muy simple: al igual que la esclavitud, la desigualdad extrema es el resultado de la concentración del poder en manos de unos pocos.

Las sociedades esclavistas tenían esclavos porque podían hacerlo. Disponían del poder necesario y hacían uso de él sin mayor consideración. Aplicaban la ley del más fuerte. Las desigualdades extremas obedecen al mismo principio (¿qué le hace pensar, estimado lector, que la humanidad ha cambiado desde los tiempos de la esclavitud?): si usted tiene el poder necesario, no le temblará la mano: de manera inevitable lo usará en provecho suyo, perjudicando con ello a los demás.

Se lo ejemplifico: si usted concentra en su mano los medios de producción, puede (tiene el poder para hacerlo) cobrar lo que le parezca adecuado por lo que produce, y remunerar como se le antoje a los recursos que usa para producir, entre ellos al trabajo. Cobrar mucho y pagar poco es también, en la práctica, una forma de esclavitud (o al menos de servidumbre), aunque quienes la practican utilicen la expresión “mercados imperfectos” para denominarla.

La desigualdad excesiva no es entonces un problema genético o un efecto de las diferencias individuales (como plantean algunos seudointelectuales). Es lisa y llanamente un abuso. Se produce cuando existen grupos que concentran, sin que nadie los controle, el poder, la riqueza, los recursos naturales, la tierra, los medios de comunicación y la información. Por eso, no es aceptable desde ninguna perspectiva. Una sociedad que pretenda ser más justa, necesariamente debe combatirla.

¿Y por qué se origina semejante escenario? También la respuesta es simple: porque la instancia encargada de mantener los equilibrios, el Estado, no cumple adecuadamente sus funciones. El asunto siempre ha sido así: cuando no se generan mecanismos institucionales para evitar los abusos, impera la ley del más fuerte. Mire lo que ocurre, sin ir más lejos, en la propia naturaleza. O lo que sucedió en el Far West durante el siglo antepasado. Si el estado está ausente, o renuncia a mantener los necesarios equilibrios, quienes tienen poder llenan el vacío. En tal escenario, la concentración de la riqueza aumentará inexorablemente, junto con su otra cara, la desigualdad. Aunque parezca un contrasentido, los estados ausentes no generan mayor libertad, sino todo lo contrario: la conculcan. ¿Puede alguien argumentar que los más desposeídos, en una sociedad como la chilena, son libres? Si es evidente que son esclavos. Esclavos económicos, pero esclavos, al fin y al cabo.

Hay que combatir la desigualdad extrema, entonces, y la forma más adecuada de hacerlo es bastante evidente: se debe desconcentrar todo, el poder, la riqueza, los ingresos (de ahí la importancia del tema tributario), la propiedad de los medios de producción y los mercados. Todo.

No se trata, desde luego, de estatizar por completo la economía. La acción del Estado no puede llegar a sojuzgar la libertad de las personas. Como en casi todo ámbito de la vida, se debe buscar el necesario equilibrio. Pero si bien éste no se halla en estados omnipresentes, como el de Corea del Norte o el de Cuba, tampoco está en estados ausentes como el de Chile. Los países desarrollados, en su gran mayoría, muestras participaciones fiscales de entre un 30 y un 40% del PIB. Por ahí debería ir la cosa, ¿no le parece?

Por cierto, esgrimir justificaciones económicas para no hacerlo (hay algunos intelectuales que trasmiten ese mensaje por estos días: que caerán el ahorro y la inversión, que la economía colapsará y blablablá), es una falacia. La justicia, la equidad, los principios, los derechos humanos, están antes que las consideraciones económicas (aunque ello siempre debió haber sido así, oficialmente lo es a partir de la declaración universal de los derechos humanos). En la época actual, nadie debería atreverse a invocar razones de carácter económico para justificar la excesiva concentración de la riqueza o para oponerse a las medidas que buscan combatirla.

Estamos en pleno siglo XXI, por lo que ya sería necesario que comenzáramos a tratar los problemas como corresponde, ventilando sus verdaderas causas y lanzando al tapete las soluciones adecuadas. No sigamos echándole la culpa a los genes, que sólo explican una parte muy menor de la desigualdad. Salvo, por supuesto, que quienes esgrimen ese argumento ―hay institutos de investigación (que, curiosamente, usan el vocablo “libertad” en sus nombres) y partidos políticos enteros que se dedican a hacerlo― se refieran a los genes de la avaricia, la codicia, el egoísmo y la ambición, porque en ese caso habría que reconocer que tienen toda la razón: se trataría, efectivamente, de un problema genético.

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