El caso Echeverría

El nombramiento de Carolina Echeverría como Subsecretaria de FF.AA., ha generado un fuerte debate público. Desde casi todos los sectores se alzan voces pidiendo su dimisión, aduciendo que sus antecedentes son, con los estrictos criterios que hoy imperan en nuestra vida pública, incompatibles con el cargo para el que ha sido designada. Desde el próximo gobierno, sin embargo, se ha hecho oídos sordos a tales peticiones, y se ha optado por confirmarla. Hasta el momento, al menos.

¿Cuáles son los pecados que se le imputan a Carolina? Primero, ser hija de un oficial en retiro de la Armada al que se acusa de haber violado los derechos humanos; segundo, siendo Subsecretaria de Marina, en el anterior gobierno de Michelle Bachelet, exigir el retiro de querellas por tortura a supuestas víctimas de esta infamia, como condición indispensable para franquearles el acceso, con los beneficios correspondientes, a la condición de “exonerados políticos”.

¿Son tales argumentos razonables? ¿Debería Carolina, por las razones expuestas, dar un paso al costado y alejarse de la vida pública? Veamos.

El que los hijos deban cargar con las culpas de los padres, es una práctica de muy antigua data. Figura, de hecho, en el Antiguo Testamento (el castigo llegaría, incluso, hasta la tercera y cuarta generación). Las mafias de todo el mundo actúan (o actuaban) según ese criterio (el argumento era, allí, que si alguien quedaba vivo en una familia, irremediablemente tomaría venganza cuando estuviese en condiciones de hacerlo). Tan bárbara práctica comenzó a ser jubilada hace casi dos milenios, cuando un notable filósofo, uno de los más excepcionales de la historia, pregonó aquello de “por sus hechos los conoceréis”. Quería decir, entre otras cosas, que los seres humanos somos responsables sólo de nuestros actos, y no de los de nuestros parientes, por cercanos que ellos sean.

Recién el siglo pasado se registraron avances de cierta magnitud en esa materia. Todavía, no obstante, cargamos con el peso de los actos, acciones, omisiones e, incluso, condiciones demográficas de nuestros antecesores. Aún hoy, por ejemplo, ciertos iluminados nos preguntan por el colegio donde estudiamos, que es una forma de pasarnos la cuenta por los méritos o deméritos económicos que aquéllos registraron cuando éramos niños. En pleno siglo XXI se cuestiona que las parejas homosexuales puedan adoptar hijos (el principal argumento aquí es el bulling que sufrirían los niños en tal condición, que es ni más ni menos que otra forma de hacer pagar a los hijos por las supuestas “culpas” de sus padres).

Todas las declaraciones de derechos que conocemos, sin embargo, coinciden en el punto. También la que figura en nuestra Carta Fundamental. Nadie debe ser procesado, ni menos condenado, por culpas ajenas. Nadie. Ni siquiera un hijo o una hija de un genocida (que no es el caso, pero sirve para ilustrar el punto). Tan tajante como eso. Y hay que respetar los derechos humanos aunque, en ocasiones como ésta, duela. Consecuencia le llaman. Si yo abogo en una tribuna por el respeto a mis derechos, no puedo andar pidiendo a algunos metros de distancia que se violen los del vecino. Y sacar a alguien de un cargo por prejuicios, es una forma de violar los derechos humanos. No me digan que no.

¿Tendría Carolina que hacer alguna declaración “aclaratoria” acerca de su forma de pensar? ¡Pero, por favor! Ni siquiera deberíamos pensar en pedírsela. ¿O acaso en estos nuevos tiempos, para postular a un trabajo tendremos que adjuntar a los antecedentes usuales, los currículos de nuestros padres (acompañados, por cierto, por una declaración jurada donde se especifique que no compartimos cualquier eventual delito que ellos hayan cometido a lo largo de su existencia)? “Por sus hechos los conoceréis”, señores. Apliquemos la norma, que para eso está (y si no estamos de acuerdo con ella, modifiquémosla). Todo lo demás es paja molida.

Distinto es el asunto de los hechos. ¿Hizo Carolina Echeverría, comprobadamente, declaraciones inaceptables (justificando, por ejemplo, la tortura y demás violaciones a los derechos humanos)? ¿Trasgredió de forma flagrante alguna norma? ¿Intentó a través de su anterior cargo público, favorecer de alguna manera a su padre (para evitar que fuera juzgado, verbigracia, por los hechos de tortura que se le imputan)? ¿Metió las manos? ¿Favoreció a algún amigo, pariente o correligionario con platas fiscales? Si la respuesta a algunas de estas interrogantes es positiva, entonces debería irse para la casa. En los nuevos tiempos, necesitamos y queremos funcionarios probos, íntegros y que compartan hasta las comas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (no como ciertos senadores UDI). Si, en cambio, la respuesta a todas es negativa, por favor señores pontífices, dejémosla tranquila. Permitamos que desempeñe su cargo de la mejor forma que pueda. Es lo que corresponde.

¿Que estarán todos los ojos puestos sobre ella, pendientes hasta de su más mínimo traspié? Sin duda, pero es lo que querríamos para todos nuestros funcionarios públicos. Si es así, bienvenido sea. Ojalá fuera ésa nuestra forma normal de fiscalizar: preocuparnos hasta del más ínfimo detalle.


Ya pasaron los tiempos de la caza de brujas, señores. Por sus hechos los conoceréis, dijo un gran filósofo de la antigüedad, y puchas que tenía razón.

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