Bachelet, los estadistas y el FUT

En los sistemas de gobierno fuertemente presidencialistas, como el nuestro, la iniciativa presidencial es insoslayable. Tanto es así, que ningún proyecto que prescinda de ella tiene posibilidades de ser aprobado en el Congreso (salvo que no implique erogaciones, lo que reduce al espectro a la nada misma).

De manera que el gobierno — y el país con él—, se mueve al compás que le imprime el presidente, haciendo sólo lo que éste promueve o permite. Nada más.

Las características personales del primer mandatario —sus conocimientos, capacidades, motivaciones, valores, principios, énfasis— pasan, entonces, a ser de primera importancia para el futuro del país. Podríamos llegar a decir, incluso, que éste depende de ellas.

Desde esta perspectiva, podemos clasificar a los presidentes en tres grupos, a los que denominaré, para efectos de este análisis (seguramente existirán denominaciones mejores) peleles, administradores y estadistas.

Los peleles, como el nombre lo sugiere, son quienes carecen de las aptitudes y capacidades necesarias para ejercer su cargo en propiedad. Hacen lo que otros les dicen, sin comprender en profundidad las decisiones que están tomando ni, por consiguiente, las consecuencias de ellas. En el plano internacional, uno puede identificar, sin esforzarse en demasía, algún ejemplo de este tipo de “liderazgo”. En Chile, Augusto Pinochet fue un claro exponente. Su obsesión por situarse a las antípodas del sistema que acababa de aplastar, de no dejar piedra sobre piedra de cualquier estructura que oliera a socialismo, lo llevó a aceptar moverse, sin cuestionamientos, hacia el otro extremo, instaurando un sistema profundamente inequitativo que, más que favorecer, promovió (de hecho, promueve todavía) la concentración de la riqueza (cuando en los próximos años caiga el sistema de AFPs, los impuestos dejen de ser bajos per se para pasar a ser equitativos, la transparencia y la probidad sean la norma y no la excepción, y el Estado subsidiario sea reemplazado por el Estado garantizador de derechos, ¿qué quedará de la supuesta “gesta modernizadora”?).

Los administradores son aquéllos que gestionan la inercia. Son quienes desfilan por La Moneda sin dejar huella visible, ni buena ni mala. Los que se limitan a moverse, con mayor o menor soltura, dentro del marco estructural vigente, sin pretender modificarlo ni un ápice. Usted puede reconocerlos fácilmente, comparando el país que recibieron al comienzo de su mandato con el que entregan al final de éste. ¿Disminuyeron la desigualdad y la concentración de la riqueza? ¿Hay mayor transparencia en la gestión pública? ¿Se implementó un sistema tributario equitativo? ¿Se terminó con la abusiva práctica de subsidiar a las empresas, regalándoles los servicios públicos? ¿Se advierten mejoras sustanciales en la salud, la educación, la previsión y la vivienda? ¿Se sentaron las bases para llevarlas, de una vez por todas, al nivel mínimo al que tenemos derecho? Si la respuesta a estas preguntas es negativa, estamos en presencia de un administrador. De alguien que sólo figurará en los libros de historia en términos estadísticos o porque la secuencia de mandatarios debe registrarse completa. De manera alguna, por sus logros.

Si una sociedad requiere de cambios profundos, de modificar sus estructuras, de cambiar su cultura, éstos no provendrán del administrador. No se le pueden pedir melones a una mata de acelgas. Si usted tiene una sociedad profundamente desigual, segregacionista e injusta al comienzo el período del administrador, seguirá tal cual al final de éste. Los administradores hacen justamente eso: gestionar lo que haya, sea bueno, regular o malo, y punto.

Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet en su primer período y Sebastián Piñera, fueron administradores, qué duda cabe. Algunos mejores que otros, por cierto, pero administradores al fin y al cabo. Durante sus períodos, la cosa no empeoró (en demasía, al menos), pero no se gestó ni implementó ninguna de las modificaciones de raíz que la sociedad chilena precisa con urgencia. La desigualdad se mantuvo casi idéntica a la que legó la dictadura; la educación y la salud públicas continuaron su proceso de deterioro; se acrecentó la concentración del poder y de la riqueza (analice, por favor, cómo, cuánto y cuándo varió la presencia chilena en los rankings de Forbes); se siguieron privatizando los monopolios naturales, se continuó con la demolición de los medios públicos de comunicación, la corrupción campeó, el obsequio de los recursos naturales (propiedad pública) a privados, al igual que el subsidio de los servicios públicos a las empresas, superó todos los límites; las condiciones laborales siguieron siendo precarias, el sistema previsional siguió transitando hacia el abismo, y un largo etcétera. Ni fu ni fa. Ni chicha ni limonada. Fueron gobernantes ”desechables”, de los que van a parar a la papelera de reciclaje de la historia.

Entonces, si usted quiere de verdad mejorar las cosas en un país como Chile, necesita un estadista.

Los estadistas son quienes comprenden los problemas que aquejan a la sociedad que presiden, conocen sus causas, y son capaces de generar e implementar las medidas necesarias para corregirlas. Usted no sale de la esclavitud, o de la debacle alemana de la post guerra, con administradores. Necesita estadistas, como Nelson Mandela y Abraham Linlcon en el primer caso, y como Konrad Adenauer y su partner Ludwig Erhart, en el segundo (que a fines de los 40, más de setenta años atrás, pudieron en marcha un sistema económico que combina el libre mercado con la presencia de un Estado garantizador de los derechos ciudadanos, que es, justamente, el sistema de desarrollo más exitoso que los seres humanos han creado a lo largo de la historia). Asimismo, usted no sale de desigualdades extremas como la nuestra, por medio de administradores. Chile —usted, yo, todos nosotros— necesita un estadista.

Y aquí entra al ruedo Michelle Bachelet. Ella arrastra a cuestas su pasado como administradora, pero el país decidió darle una segunda oportunidad. Ha dicho, en todos los tonos, que el mayor desafío que enfrentará en su período, es corregir la desigualdad. Dio, pues, un primer paso: reconocer el problema. ¿Habrá dado también el segundo? ¿Habrá identificado las causas? Y si eso es así, ¿se atreverá a dar el tercero, que es elaborar e implementar las soluciones? ¿Se atreverá a pisar callos? ¿A ir en contra de los grandes intereses que nos dominan? Está por verse, y pronto.

Porque en este punto, estimado lector, entra a tallar el FUT (yo sé que usted se estaba preguntando qué pitos tocaba ese vapuleado concepto en esta historia). Según nos han informado, durante los primeros cien días del próximo período presidencial (por allá por junio) se presentará al Congreso el proyecto de reforma tributaria. Será el momento de comprobar la efectividad de lo dicho por nuestra presidenta; la instancia de acreditar en los hechos concretos, si ella vistió sus galas de estadista, dando los primeros pasos para entrar a la Historia con mayúscula, o mantuvo el mismo traje gris de administradora que utilizó durante su primera presidencia; la ocasión de entusiasmarnos porque la puerta hacia un mejor Chile comienza a abrirse, o la de resignarnos a vivir cuatro años más dignos de olvido.

La forma de constatarlo es muy sencilla. Es cosa de revisar los énfasis de la propuesta. Un estadista, para quien los principios están antes que los intereses de los grupos de poder, los pondría en corregir la inequidad del sistema vigente; un administrador, no tocaría las bases del mismo (para evitar hacerse problemas). Un estadista se preocuparía de que todos quienes reciben servicios del Estado, incluyendo a las empresas, paguen por ellos; un administrador trataría de levantar el menor oleaje posible frente a los grandes empresarios. Un estadista pensaría en lo que es mejor para el país; un administrador, en no tener que ir a dar explicaciones a Casadepiedra.

¿Y el Fut? Un estadista lo eliminaría, desde luego, pues atenta brutalmente contra los principios de equidad y de beneficio, que deben estar presentes en todo buen sistema tributario de manera previa a cualquier otra consideración. Un administrador buscaría la manera de “hacer como que lo elimina”, pero mantendría el concepto que le da origen. Y como la causa del FUT es el “sistema integrado” de impuesto a la renta (y no el hecho de que el global complementario se calcule sobre los retiros, como algunos piensan), un estadista lo eliminaría y un administrador buscaría la forma de mantenerlo y de que pase “piola”.

Ahí lo tiene, entonces: si en la propuesta de reforma tributaria que Michelle Bachelet presentará, dentro de los primeros cien días de su gobierno, al Congreso, se mantiene el “sistema integrado” de impuesto a la renta, usted puede estar seguro de que todo lo que se ha hablado de los “cambios profundos” es pura palabrería. Si ello ocurre, significa que nuestra presidenta se vistió con el mismo traje gris de su primer período, y se dispone a administrar, con algunos cambios menores, el sistema vigente durante los próximos cuatro años. ¿Un Chile más equitativo e inclusivo? Quedará, lamentablemente, para una próxima oportunidad.

Si, por el contrario, la propuesta considera el fin del “sistema integrado”, usted puede tener la certeza de que el asunto viene, ahora sí, en serio; de que nuestra presidenta se equipó con sus vestimentas de estadista y se halla dispuesta, le pese a quien le pese, a poner en la palestra las modificaciones por las que clama la inmensa mayoría de los habitantes de esta larga y angosta faja.

Estemos, pues, muy atentos. Cien días, como sabemos, pasan volando.


De todas formas, me corroe la curiosidad. ¿Qué ropa se pondrá?

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La gran mentira de las AFPs

El inmoral "sistema integrado" de impuesto a la renta

El país de los huevones