Acerca de la equidad, la libertad, el progreso y los equilibrios
Los
equilibrios son importantes, qué duda cabe. Algunos son, de hecho,
indispensables, como por ejemplo el que debe existir entre la vida familiar y la
actividad laboral. Resulta evidente que si privilegiamos en exceso a una de
ellas, necesariamente la otra se resiente.
Equilibrar
tiene que ver, entonces, con asignar las dosis adecuadas a factores de alguna
manera antagónicos, competitivos, cuya optimización particular requerirá, de
manera obligatoria, de un desmedro de los restantes.
¿Están
la equidad, la libertad y el progreso en semejante disyuntiva? Si se desea
mejorar alguno de ellos, ¿inevitablemente debe hacerse a costa de los otros
dos?
No. De
ninguna manera.
Por
el contrario, en una sociedad democrática (como pretende ser la nuestra) es
indispensable perseguir la optimización de cada uno de ellos. ¿Por qué? Pues,
porque son complementarios, están indisolublemente ligados, ya que los tres son
prerrequisitos imprescindibles para lograr el objetivo final de toda nación,
cual es alcanzar el desarrollo.
Para
comprobarlo, lo invito a que profundicemos los conceptos señalados.
El desarrollo
Según
Kofi Annan, un país alcanza el desarrollo cuando todos sus habitantes pueden disfrutar de una vida libre y saludable en
un entorno seguro.
Como
usted puede apreciar, estimado lector, tan potente definición contiene los tres
conceptos que nos ocupan. La libertad se menciona explícitamente (“disfrutar de
una vida libre”) y para ejercerla, se requiere del progreso (¿de qué otra
forma, si no, se lograría una vida libre, saludable y un entorno seguro?). La
palabra “todos”, por su parte, lleva implícita la equidad. Podríamos concluir,
en suma, que un país desarrollado es
aquél que ha progresado, de manera equitativa, lo suficiente como para
conseguir que todos sus habitantes puedan ejercer a plenitud su libertad.
La equidad
La
equidad se define como la acción de entregar a cada uno lo que se merece. No
más que eso, pero tampoco menos.
Nótese
que ello no significa entregar a cada uno iguales compensaciones. Tal acción no
sería equitativa ya que, sea por sus talentos naturales, por sus capacidades o
por su esfuerzo, algunos merecen más que otros. Así, un neurólogo debe ganar
más que un barrendero, un gran empresario más que un albañil, y Usain Bolt y
Amira Willighagen más que la inmensa mayoría de nosotros. A eso no hay vuelta
que darle. El punto es, y aquí es donde entra a tallar la equidad, cuál es la magnitud de la diferencia.
Porque,
convendrá usted conmigo, no da lo mismo que el neurólogo gane 40 veces más que
un barrendero o que tal diferencia sea de sólo 10 veces. ¿Qué es aquí lo
equitativo?
Para
enfocar el tema como corresponde es preciso, previamente, que nos refiramos a
las sociedades humanas. Ocurre que éstas son interdependientes. Quienes
participan de ellas no pueden conseguir sus propios objetivos sin la ayuda y el
aporte de los demás. El neurólogo jamás lograría generar sus ingresos si no
existiesen, por ejemplo, los barrenderos, los albañiles, los policías y los
empleados públicos. Imaginemos, para comprenderlo, cómo serían nuestras vidas
(y las del neurólogo y del gran empresario) en la devastadora soledad del Golfo
de Penas.
Tal
constatación es en extremo relevante para el tema que nos ocupa, pues nos
permite concluir, primero, que debemos destinar una parte de nuestros ingresos
para compensar el aporte que recibimos de la sociedad (ya que de lo contrario
estaríamos siendo subsidiados por ella; ésta es una de las principales
justificaciones de los impuestos); segundo, que la educación no es la panacea
para combatir la inequidad (puesto que, necesariamente, siempre deberán existir
barrenderos, albañiles, policías y empleados públicos); y tercero, que
no existe una fórmula mágica para determinar la estructura relativa de
los ingresos de los miembros de una sociedad. Esta última es, fuera de toda
duda, el fruto de un acuerdo de aquéllos. Es una decisión social.
Ahí,
pues, lo tiene, el problema de la equidad en las sociedades democráticas
modernas: ¿cuál debe ser su estructura relativa de ingresos? O, más sencillo,
¿cuáles deben ser su relación 10/10 y su coeficiente de Gini?
Los países
desarrollados han avanzado, consciente o inconscientemente, en el tema. Allí se
considera apropiado un Gini menor que 0,30 y una relación 10/10 de un dígito
(esto es, menor que 10). Tales guarismos parecen razonables (algo sabrán estos
señores al respecto) y se me ocurre que no pecaríamos ni siquiera venialmente
si los adoptáramos. Luego, si usted compara nuestro Gini (0,508 al 2011 según
el Banco Mundial) y nuestro coeficiente 10/10 (24,5 según la misma institución
a igual fecha, al parecer subvaluado), dispone de una medida muy aproximada de
la magnitud de la desigualdad en nuestro país: 0,21 en exceso en el primer
indicador y 14,6 veces (por lo menos) en el segundo. ¿Cómo reducir esas
diferencias? Es la pregunta del millón, de la que al parecer aún no conocemos
la respuesta (o no la conocen nuestras sucesivas autoridades, incluyendo las
actuales).
La equidad y la libertad
Pero,
¿qué relación tiene la equidad con la libertad? Muy sencillo: existe inequidad
cuando determinados grupos se apropian, aprovechando el poder del que disponen,
de una porción mayor que la que les corresponde de los frutos del esfuerzo
colectivo. El ejemplo más extremo al respecto, es la esclavitud. En una
sociedad esclavista, los amos se lo llevan todo y los esclavos, nada en
absoluto, independientemente de sus talentos, de sus capacidades o del esfuerzo
que desplieguen. La inequidad llevada al límite (¿cuál sería el Gini de una
sociedad esclavista?; ¿y su relación 10/10?).
Toda
inequidad es, en consecuencia, una forma de explotación, un abuso de posición
dominante y, por consiguiente, una pérdida de libertad. Observe usted el
coeficiente de Gini de una nación que no hace mucho era esclavista (Sudáfrica;
0,65 en el informe del Banco Mundial). Mientras mayor es el coeficiente de
Gini, más cerca estamos de la esclavitud (¿qué podemos decir de un Gini de
0.508?). En países con coeficientes de
Gini elevados, las personas de bajos ingresos no son libres.
Entonces,
la equidad es lo primero. Es un prerrequisito. Para que exista verdadera libertad, antes debe existir equidad.
La equidad y el progreso
Lo
usual respecto a estos dos factores, es presentarlos como parte de una
disyuntiva. Si queremos progreso, debemos limitar la equidad (por ese asunto de
los impuestos y el tamaño del Estado, usted sabe). Por el contrario, si queremos
equidad debemos acostumbrarnos a un menor progreso; inevitablemente. Sin
embargo, ello no tiene por qué ser así, y las evidencias son, justamente, los
países desarrollados, donde conviven, felices de la vida, el progreso con la
equidad.
Convengamos
que este tipo de argumentos falaces ya se utilizaron en el pasado. Son los
mismos que se vertieron en el Congreso de los Estados Unidos cuando se discutía
la abolición de la esclavitud. Sobrevendrá una catástrofe económica, dijeron
algunos. La historia, no obstante, es conocida: no se acabó el mundo. Por el
contrario, éste se convirtió en un mejor lugar para vivir (no mucho, pero en
fin…).
Convengamos
también que el efecto de las medidas pro equidad dependerá de cómo se utilicen
los recursos captados. Si se destinan a incrementar el tamaño del Congreso (¿se
acuerda? 35 nuevos diputados y 12 nuevos senadores, con toda la infraestructura
adicional que ellos requieren y que no nos costaría ni un peso adicional, ja,
ja y ja), a financiar a la parentela y a los correligionarios y, en fin, a
ponerle ruedas al Estado, desde luego que el efecto será negativo. En cambio,
si se utilizan en mejorar la situación de los sectores más desposeídos, el
efecto final tendría que ser muy positivo. Deberíamos tener un mayor progreso
(si usted, persona con bajos ingresos, percibe un aumento de ellos, ¿qué hará
con el dinero extra?; ¿guardarlo bajo el colchón?). Como lo comprueban hasta la
saciedad los países desarrollados, la equidad es un buen negocio. No sólo no
afecta negativamente el crecimiento y el progreso, sino que lo acrecienta. Una
sociedad más equitativa, progresa más y mejor que una que no lo es.
Así
que, estimado lector, cuando alguien le plantee que para hablar de equidad,
libertad y progreso, es necesario hacerlo también de equilibrios, ponga en duda
sus palabras. No las acepte así como así, pues es muy probable que esté
desinformado. O que esté vertiendo sus afirmaciones a sabiendas de que son
equivocadas. Y ambas posibilidades, coincidirá usted conmigo, son igualmente
graves.
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