¿Es la desigualdad un problema?

De seguro usted pensará que estoy preguntando tonteras, ¿verdad? Déjeme decirle, sin embargo, que hay sectores en nuestra sociedad ―los que agrupan a los partidarios del modelo neoliberal vigente y algunos otros― que consideran que no lo es; que dicho flagelo es una característica intrínseca de las sociedades humanas imposible de extirpar y que, por dicha razón, hay que aprender a vivir con él (sin perjuicio de que, mediante subsidios, se intente mitigarlo).

El argumento principal que esgrimen quienes sostienen esta tesis, es que somos naturalmente desiguales; que nuestros genes nos hacen diferentes desde la misma cuna; y que la única forma de compensar en algo tal condición es, en el largo plazo, por medio de la educación. La desigualdad no es el problema, arguyen, sino la cancha dispareja. En este mundo competitivo al que nos enfrentamos desde nuestra infancia, dicen, lo adecuado sería nivelar las oportunidades; que todos tuviésemos la misma posibilidad de llegar a ser profesionales o empresarios exitosos. El resto, hay que dejárselo al mercado y al propio esfuerzo.

Convengamos en que, como en toda falacia, hay algo de verdad en dicho planteamiento. Los talentos, qué duda cabe, no están repartidos equitativamente. Jamás podremos, ni usted ni yo, correr tan rápido como Usain Bolt o saltar tan alto como Yelena Isinbáyeva; tampoco cantar como Juan Diego Florez, Jonathan Antoine o María Callas; menos, tener la apariencia de Brad Pitt ni la irreal belleza de Andie MacDowell. Qué hablar de la capacidad mental de Stephen Hawking.

Somos diferentes, no hay nada que hacer, y dicha condición, inevitablemente, se reflejará en nuestros niveles de ingresos.

La desigualdad, habría que concluir entonces, no es un problema.

Cierto, amigo lector. La desigualdad no es un problema porque somos y seremos, hagamos lo que hagamos para impedirlo, desiguales. Eso no puede remediarse. Donde sí existe uno, y vaya que es serio, es en la magnitud económica de ella. Lo que constituye un problema no es la diferencia en sí, que siempre la habrá, sino el tamaño de ésta.

Entonces, la dificultad no está en que el décimo decil gane más que el primero. Sería demasiado aberrante, de hecho, que ello no ocurriera. Está en que gane 35 veces más, como en Chile, y no 7 u 8, como en los países desarrollados.

¿Por qué es un problema? Para explicarlo, debemos partir por la concepción misma de “sociedad”. La RAE, en su segunda acepción, la define como una “agrupación natural o pactada de personas, que constituyen unidad distinta de cada uno de sus individuos, con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o alguno de los fines de la vida”.

De aquí se desprende que las sociedades son de mutuo beneficio, esto es, nadie entra a una de ellas para ser perjudicado, sometido o explotado; por el contrario, todos lo hacen (consciente o inconscientemente) para alcanzar, con el apoyo de los demás, sus propios objetivos.

También, que las sociedades son interdependientes, vale decir, que todos nos necesitamos unos a otros. Los grandes empresarios, altos funcionarios públicos, periodistas y columnistas no podrían obtener sus sustanciales ingresos si no existiesen los albañiles, los recogedores de basura y los cajeros de supermercados; si no hubiese policías, ni soldados ni gendarmes; sin la existencia de funcionarios de Correos, obreros de la construcción y pescadores artesanales. Imagine usted cómo sería vivir en una ciudad donde nadie recogiera la basura o donde el lumpen hiciera de las suyas por las calles sin control alguno.

Así que, apreciado lector, sus ingresos no son sólo el fruto de su esfuerzo personal, sino el resultado de una acción colectiva. De hecho, nadie podría generarlos si estuviese fuera de la sociedad.

Desde esta perspectiva, la excesiva desigualdad es un problema por dos razones: porque implica una mala distribución del producto obtenido mediante un esfuerzo conjunto ―todos trabajamos elaborando la torta, pero sólo unos pocos obtienen un tremendo pedazo y el resto, nada más que migajas― y porque, como consecuencia de ello, se impide a quienes la sufren acceder libremente a la posibilidad de alcanzar, con el apoyo de los demás, sus propios objetivos.

Hay, entonces, un problema, y puede, desde luego, enfrentarse, como lo prueban los indicadores de desigualdad de aquellos países donde el tema, de verdad, se considera en las políticas públicas.

LA NECESIDAD DE UN DIAGNÓSTICO

Si usted tiene un problema y desea solucionarlo (porque siempre existe la posibilidad de que le resulte cómodo dejarlo como está), el método más adecuado para hacerlo es conocido desde hace siglos: debe hacer un diagnóstico para determinar las causas que lo originan, identificar a continuación las alternativas de solución y, por último, elegir la más apropiada e implementarla.

Pese a ser tan antiguo, funciona, y muy bien. De hecho, lo hace en todo ámbito de la actividad humana. En la medicina, por ejemplo, y también en las obras civiles. La estricta verdad es que, hasta la fecha, no se ha inventado otro más efectivo.

El diagnóstico es, por cierto, en extremo relevante. Es el meollo del asunto. Un diagnóstico certero, deja la solución a tiro de cañón. Uno equivocado, en cambio, nos deja peor que a fojas cero.  En tal caso, la solución pasa a ser un asunto de suerte, algo así como tirar al blanco con los ojos vendados y después de jugar a la gallinita ciega. Y si usted ha apostado alguna vez al loto, sabe cómo funciona esto de la suerte.

Cuando entramos en el terreno de la política, sin embargo, por alguna desconocida razón el diagnóstico se omite. No se usa. Se prescinde de él, podríamos decir, en forma aleve. En su lugar, se utiliza el método del toro de lidia, que consiste en elegir un punto por instinto, cerrar los ojos, agachar la cabeza y arremeter. ¿Identificar las causas de los problemas? ¡Por favor! Es una pérdida de tiempo. Los problemas se enfrentan a lo mero macho: arrasando con todo e imponiendo la visión propia, por equivocada que ésta resulte. Y si por alguna razón (porque el proyecto presentado es muy malo, por ejemplo) el asunto se dificulta, siempre se puede negociar con quienes detentan el poder económico, manteniendo algunos abusos (verbigracia la renta presunta, el crédito especial de IVA a las constructoras y el sistema integrado de impuesto a la renta) y obteniendo a cambio, irrestricto apoyo.

LAS CAUSAS DE LA DESIGUALDAD

¿Cuál es el diagnóstico en el caso que nos ocupa? Hay, no cabe duda, una desigualdad mayor que la aceptable. El exceso puede cuantificarse con relativa facilidad, comparando nuestros indicadores con los de los países que han vencido al flagelo: unas 25 veces en la relación 10/10 y 0,25 puntos en el coeficiente de Gini. Si queremos resolver el problema, entonces, tenemos que llegar a relaciones 10/10 de un dígito y a un coeficiente de Gini equivalente a la mitad del actual. ¿Cómo? Pues, como se hace desde tiempos inmemoriales: identificando las causas del problema y atacándolas.

¿Cuáles son las causas de la desigualdad?

Nuestras características personales y las capacidades que poseemos influyen, desde luego. En muy escasa medida, también el azar (si usted se gana el loto pasa a ser, de inmediato, desigual). Pero no son los únicos factores a considerar, ya que todos están presentes en los países desarrollados. Son, de hecho, los responsables de las relaciones 10/10 de un dígito.

Hay que buscar el factor ausente, o el que está presente en muy escasa medida en dichas sociedades, pero mucho en la nuestra.

Es la concentración del poder, tanto político como económico, la causa principal de la excesiva desigualdad. Si no me cree, revise la historia, partiendo por los campos algodoneros del sur de los EUA antes de la guerra de la secesión o por la Francia pre revolución. Sea por una condición humana instintiva, sea por otro origen difícil de precisar, cuando alguien dispone de poder tiende a usarlo en su propio beneficio. Si usted se fija, en los países con mala distribución del ingreso, como Chile, el poder político y económico está concentrado en muy pocas manos; existe una institucionalidad construida para mantener el statu-quo; el Estado se haya reducido a su mínima expresión; hay carencia de organizaciones poderosas de defensa de los derechos ciudadanos; los sindicatos son débiles; los sistemas tributarios están hechos a la medida de los más acomodados; hay impunidad para explotar al más débil (intereses usurarios, sueldos mínimos exiguos, concertación de precios), etc.

De manera que, si usted quiere de verdad combatir la desigualdad, tiene que atacar la concentración de poder, tanto del político como del económico. No hay otra receta. ¿Cómo? Por razones de espacio, dejaremos la respuesta para un próximo capítulo.


Sólo combatiendo el factor mencionado impediremos en el futuro un caso MOP-Gate 2, un nuevo Pentagate, más colusiones o que las empresas sigan pagando los impuestos de sus propietarios y no paguen un peso por los ingentes servicios públicos que reciben. Sólo así evitaremos reformas patéticas, como las que se tramitaron o se tramitan en este minuto en el Congreso. Esos son abusos que sólo pueden cometerse cuando existe una brutal concentración del poder. Como la que, para nuestra desgracia, existe hoy en Chile.

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