Walker, Engel y la historia de Chile
A
propósito de ciertas opiniones de Eduardo Engel, Ignacio Walker manifestó que
para hablar de probidad ―porque eso era lo que se discutía cuando el senador
hizo sus tajantes declaraciones―, hay que saber historia de Chile.
Independientemente
de que uno esté o no de acuerdo con tal aserto (personalmente, no lo comparto
en lo más mínimo; después de todo, el experto en probidad es Engel, no Walker),
lo concreto es que suena lógico. Si tu pasado te condena, baby, tendría que ser
más estricto contigo. Vigilarte más de cerca. Poderte controlar. Saber cada
paso que das. En cambio, si la historia demuestra que eres íntegro,
incorruptible, honrado a carta cabal, podría dejarte más libre; permitir,
incluso, que te autorregules. Todo lo contrario de lo que plantea el desubicado
e incontinente (verbalmente hablando, se entiende) Eduardo Engel.
Es
un punto de vista a considerar, ¿verdad?
Considerémoslo,
entonces. Hagámosle caso al senador, y veamos qué dice la historia de Chile
respecto de la probidad de nuestros políticos.
El período a revisar
Un
primer punto a resolver es, ¿hasta cuándo nos remontamos para efectuar el
análisis? Desconozco las cavilaciones de Walker al respecto ―no las ha
explicitado públicamente―, pero elucubremos. ¿Será razonable hacerlo hasta la
Primera Junta de Gobierno? ¿Hasta los gobiernos de Aníbal Pinto, José Manuel Balmaceda
o Salvador Allende, quizás? ¿O hasta la dictadura de Augusto Pinochet? Todos
son períodos que nos dicen mucho acerca de la probidad de quienes conformaron (y
conforman, en algunos casos) nuestras instituciones políticas. No obstante,
parece sensato que nos circunscribamos a aquel donde el actual sistema político
ha estado vigente ―después de todo, los proyectos de ley que se están
tramitando en la materia, y las opiniones de Engel, fueron causados por
actuaciones de los políticos en dicho lapso―, vale decir, a partir de 1990.
¿Qué es “probidad”?
Un
segundo punto a definir, es qué entendemos por “probidad”. Para ello, parece adecuado
remitirse al denominado “principio de probidad administrativa”, establecido en
el artículo 52, inciso 2°, de la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales
de Administración del Estado, que la define como “observar una conducta
funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con
preeminencia del interés general sobre el particular”.
En
consecuencia, si queremos saber qué nos dice la historia acerca de la probidad
de nuestros políticos ―que es lo que, al parecer, le exige Walker a Engel (y a
todos los que, como él, nos sentimos con derecho a opinar de probidad)―, para este caso particular nos debería bastar
con revisar si desde 1990 a la fecha, estos han observado una conducta
funcionaria intachable y un desempeño honesto, con preeminencia del interés
general sobre el particular.
Interesante
y motivadora tarea la que nos encomendó el senador, ¿no le parece?
Las dietas parlamentarias y el ingreso
mínimo
Ahora
bien, como han sido nuestros parlamentarios quienes se han visto más
zarandeados por este asunto de la probidad, y ya que fue justamente uno de
ellos el que exigió este análisis histórico, ¿qué le parece si, para partir,
analizamos las dietas parlamentarias? Mal que mal, la probidad de nuestros
congresistas debería reflejarse en la forma en que estas han evolucionado. Si
usted, esforzado parlamentario, no ha legislado en su propio beneficio, su dieta
debería haber obtenido una reajustabilidad similar al promedio de las rentas
del resto de la población. Incluso más, dado que los sucesivos gobiernos del
período bajo análisis (todos, incluido el de Piñera) mencionaron el combate
contra la desigualdad como uno de sus principales objetivos, las dietas
tendrían, necesariamente, que haberse reajustado menos que el ingreso mínimo.
Si no, ¿de qué combate contra la desigualdad estamos hablando? Por el
contrario, si usted actuó a ese respecto en su propio beneficio, si usted se
aprovechó de su cargo, si usted faltó a la probidad, su dieta (y también sus
asignaciones, en especial aquellas no sujetas a rendición) debería reflejarlo,
con reajustes sustancialmente superiores a los recibidos por el chileno
promedio y, por cierto, por nuestros compatriotas menos favorecidos.
Así
pues, le propongo que comparemos la evolución de las dietas parlamentarias,
desde 1990 a la fecha, con la registrada para el sueldo mínimo.
¿De
acuerdo? Procedamos, entonces.
Las gélidas cifras
Entre
1990 y 2015, nuestro periodo de análisis, el ingreso mínimo creció 8,7 veces
(de $ 26.000 a $ 225.000). En ese mismo
lapso, la dieta parlamentaria se incrementó 17,02 veces (de $ 536.094 a $
9.121.805), vale decir, casi el doble. Como consecuencia de lo anterior, si
cuando volvió la democracia la dieta representaba 20,6 veces el ingreso mínimo,
a la fecha representa 40,5 veces.
Las
cifras, como puede usted constatar, son lapidarias e implacables. ¿Preeminencia
del interés general sobre el particular, le escuché? Está hablando en broma,
¿verdad? Porque resulta más que evidente que en materia de dietas, primó el
interés particular de nuestros parlamentarios sobre el del resto de los
chilenos. Ellos legislaron en su propio beneficio. No hay otra explicación
posible para tan ingente e impropio privilegio.
¿Cómo
ocurrió esto? ¿Cómo logró el Congreso, ante nuestras propias narices,
favorecerse de manera tan brutal? Disequemos un poco la información existente
al respecto, para ver qué nos muestra.
Las dietas y los sobresueldos
Entre
1990 y 2000, en los períodos de Aylwin y Frei, no ocurrió nada destacable en la
materia en cuestión. Entre marzo del primer año y el mismo mes del segundo, la
dieta parlamentaria aumentó 3,17 veces (de $ 536.094 a $ 1.701.181), y el
ingreso mínimo lo hizo 3,48 (de $ 26.000 a $ 90.500). Nada que objetar, como
usted puede ver, incluso desde el punto de vista equitativo, ya que la dieta
pasó de ser 20,6 veces el ingreso mínimo, a solo 18,8.
Todo
se derrumbó, no obstante, a partir de allí. En el período de Ricardo Lagos aparecieron
los sobresueldos y los acuerdos políticos impresentables, y las dietas se
dispararon. Anote lo que ocurrió durante el nefasto gobierno de ese señor. A
marzo de 1990, la dieta parlamentaria ascendía, como ya está dicho, a $
1.701.181. A marzo de 1996, cuando Lagos abandonó el poder, había crecido a $
5.596.486, esto es un 229%, en circunstancias que el ingreso mínimo había
aumentado, en el mismo período, solo un 40,9%.
OK,
aquí es donde entra la probidad. ¿Por qué se produjo ese tremendo incremento?
¿Cuáles fueron las razones? ¿Estaban mal pagados nuestros parlamentarios?
¿Existió algún estudio serio que plantease que aquel aumento era no solo
necesario sino que indispensable? Pues bien, no existió estudio alguno, ni de
los serios ni de los otros; ni de los sesudos ni de los “Peñailillo style”. Ni
siquiera hubo asesorías verbales, de esas que tan bien saben hacer los hijos de
Pizarro. Tampoco, almuerzos pagados a precio de rubí, como los de Velasco. Nada,
pero absolutamente nada. ¿Qué ocurrió, entonces?
Sucede
que en algún momento los funcionarios con cargos políticos del gobierno de
Lagos decidieron, por sí y ante sí, que estaban mal pagados. ¿En relación con
quién? Nunca se supo. Simplemente, la plata no les alcanzaba y querían ganar
más. Se podrían haber marchado al sector privado ―mal que mal, nadie los
obligaba a quedarse en el sector
público―, pero no. Querían que el Estado ―o sea, todos nosotros―, les
pagara más. ¿A título de qué? A título de nada. Simplemente, porque ellos
estimaban que su sueldo era muy bajo en relación con el aporte que estaban
efectuándole al país. Y como eran ágiles y proactivos, tomaron el toro por las
astas y comenzaron a pagarse sobresueldos. ¿Cómo los fijaron? Misterio absoluto.
¿De dónde sacaron los recursos? De partidas a disposición de los cargos
directivos, que habían sido aprobadas en el presupuesto para otros fines.
Cuando
este desfalco (porque eso era: un desfalco; una malversación) se conoció,
pareció que iban a volar plumas. El gobierno de Lagos tambaleó. Si la probidad
se hubiese impuesto, si lo dispuesto en el primer párrafo del artículo 8° de
nuestra Constitución se hubiera cumplido, un número muy importante de
funcionarios gubernamentales tendrían que haberse ido para la casa, sin
perjuicio de sus responsabilidades penales. De capitán a paje. Y, por cierto,
las dietas parlamentarias no se habrían reajustado; al menos no en ese momento.
Sin
embargo, no ocurrió así sino todo lo contrario. Los funcionarios ímprobos no
solo permanecieron en sus cargos, sino que no fueron sancionados por sus actos.
Ni siquiera pagaron impuestos por los sobresueldos (no eran renta, según el
director del SII de la época), y más encima recibieron como premio, acuerdo con
la UDI mediante (¿se ha fijado que la UDI parece estar involucrada en cada
actos cuestionable que se conoce?), un feroz reajuste de sus remuneraciones. ¿Y
la conducta funcionaria intachable? ¿Y el desempeño honesto? ¿Y la preeminencia
del interés general sobre el particular? Pues, quedaron guardados en el desván
de los trastos inservibles para una oportunidad más propicia.
Ahhhh,
la historia…, cuánta razón tiene Walker acerca de su importancia.
Pero
el vergonzoso acuerdo Lagos - Longueira (el mismo Longueira de la Ley de pesca)
no traía en sí mismo aparejado un reajuste de las dietas parlamentarias. Por lo
menos, eso es lo que el gobierno de Lagos informó a la opinión pública. Si
usted revisa la web, todavía encontrará declaraciones de Ricardo Lagos en
persona señalando que “no sería justo” que los parlamentarios se aprovechen de
un eventual aumento de los sueldos de los ministros. También los ministros José
Insulza y Mariano Fernández se pronunciaron en igual sentido. Incluso, algunos
parlamentarios compartieron, al menos de la boca hacia afuera, dicha
apreciación. No obstante, la historia (¡otra vez la historia!) es conocida. El
gobierno de Lagos, que tiene la iniciativa legal exclusiva en estas materias,
no tomó medida alguna compatible con sus declaraciones y dio curso al saqueo: las
dietas parlamentarias se reajustaron, a comienzos de 2003, en un 140% (le
comento que también fueron favorecidas por el reajuste general, de un 3%, que
se otorgó al sector público a fines de 2002; no se pierden una estos señores
parlamentarios).
De
manera que ese es el origen de las actuales retribuciones de nuestros
parlamentarios y de la brutal diferencia de reajustabilidad que ellas sufrieron
en relación al ingreso mínimo. Fue, ni más ni menos, el aprovechamiento por
parte de nuestros parlamentarios, en beneficio propio y en perjuicio del
interés general, de una coyuntura. Una “viveza parlamentaria”. Una pillería. O,
si lo prefiere, derechamente, una sinvergüenzura.
Varios
de los próceres de esa gesta, ocurrida hace 13 años, se hayan aún enraizados en
los pasillos y oficinas de nuestro Congreso. Saben, por ello, de lo que estamos
hablando. El actual presidente del Senado, Patricio Walker, hermano del reclamante
en este caso, era diputado entonces y participó, junto con colosos de la talla
de Fulvio Rossi, Guido Girardi e Iván Moreira, de esta vergonzosa e
impresentable decisión. El asesor de SQM Jaime Orpis, el experto cocinero
Andrés Zaldívar, el progenitor de asesores verbales Jorge Pizarro, Jovino
Novoa, Hosaín Sabag, Hernán Larraín, entre otros (¿le suenan conocidos esos
nombres?), estaban ya en el Senado. Hay tanta historia…
¿Qué habría ocurrido si…?
Vamos
al terreno de la política ficción. ¿En qué pie estarían las dietas
parlamentarias, si nuestros congresistas no hubiesen resultado beneficiados,
con plena conciencia, por el escandaloso contubernio Lagos – Longueira? Es
sencillo determinarlo. Basta con tomar sus montos pre connivencia y aplicarle
los reajustes que obtuvo el sector público en los años posteriores.
Considerando lo señalado, la dieta parlamentaria ascendería a $ 3.384.334,
monto que es solo 15,04 veces mayor que el sueldo mínimo, y que representaría
un crecimiento de 6,31 veces respecto de la cifra en 1990. Infinitamente más
razonable y equitativo, ¿no le parece? ¿O a usted se le antoja muy exiguo? A mí
no, fíjese.
¿A cuánto asciende la sobredieta?
Ahora,
¿en cuánto ha perjudicado este obsceno reajuste al interés general? En lo que
respecta a las dietas, es fácil calcularlo. Basta con proyectar la dieta
original, aplicándole los reajustes públicos generados año a año, y determinar
las diferencias respecto de la dieta efectiva. ¿Sabe cuál es el monto en exceso
que esta vil decisión le generó al erario nacional desde 2003 a la fecha?
Asómbrese. Por cada parlamentario hemos pagado, como consecuencia del acuerdo
Lagos – Longueira, $ 632,8 millones por concepto de sobredieta (parece una
denominación adecuada para este escandaloso reajuste, ya que es consecuencia directa
del acuerdo para tapar los sobresueldos). Multipliquemos ahora dicho valor por
los 158 parlamentarios para determinar la suma total, que asciende a $ 99.979
millones. Si le agregamos a este valor lo recibido en exceso por los senadores
designados en el período 2003 – 2006 (3 años, 2 meses y 10 días por 9
senadores), $ 1.002 millones, llegamos a la increíble cifra de $ 101.634
millones.
Se
lo repito, para que lo digiera. $ 101.634 millones nos ha costado a todos los
chilenos, solo por concepto de dietas parlamentarias, la falta de probidad de
quienes suscribieron el acuerdo y de quienes, con su silencio cómplice ―la
mayor parte, sino todos, de los parlamentarios en ejercicio en ese entonces―,
lo avalaron y lo aprobaron. Esa, estimado lector, es la historia. La que exigió
tener presente Ignacio Walker. Como usted puede ver, razones de peso tenía el
hombre para hacerlo.
A manera de conclusión
Esta,
como usted sabe, es solo una de las faltas a la probidad de nuestros
parlamentarios. Hay varias más, incluyendo las que hemos conocido desde el año
pasado a la fecha. Hay parlamentarios en ejercicio condenados a penas
remitidas. Están los casos Penta y SQM. Está la ley de pesca y quién sabe
cuántos casos más. Dígame usted ahora, ¿son suficientemente confiables nuestros
parlamentarios como para permitirles que se autorregulen? Está clarísimo que
no, ¿verdad? Hay por lo menos 101.634 millones de razones para impedirles que
lo hagan; para controlarlos de la forma más estricta posible. Son, qué duda
cabe, gente peligrosa si se les da largona.
Entonces,
¿qué razón existe para no hacerle caso, al pie de la letra, a las
recomendaciones de la comisión Engel en relación con el Congreso y el
financiamiento de los partidos políticos? ¿Ve usted alguna? ¿Aunque sea una?
El
pasado, baby, te condena. Sin atenuantes. Tu sórdida historia es más propia del
cine negro que del escenario político. Tenemos que controlarte al hueso. Eso no
admite discusión posible. Así que, ¡basta!
De
todas formas si usted, estimado lector, conoce a Ignacio Walker, coméntele que
no persista en sus exigencias de recurrir a la historia. Adviértale que es para
peor, que se está haciendo un harakiri; que si la gente investiga en detalle la
historia del actual Congreso, del que nació en 1990, y toma conciencia de ella,
capaz que hasta llegue a cuestionar las medidas propuestas por la comisión
Engel por ser excesivamente blandas y permisivas.
Y si
conoce al hermano, el actual Presidente del Senado, sugiérale que pida unas
clases urgentes de transparencia a su colega, el Presidente de la Cámara de
Diputados. A ambas cámaras les pedí idéntica información, dietas históricas, en
la misma fecha. Mientras la Cámara de Diputados me entregó la información el
mismo día en que la solicité (¡el mismo día!), el Senado me contestó a la
semana siguiente para decirme que debía efectuar la solicitud por otro
conducto, ¡para asegurarme de que se le dé la debida tramitación dentro de los
plazos que la ley establece! Como Condorito, exijo una explicación.
Y
como ciudadano, igual que usted, exijo la mayor seriedad, la máxima
transparencia y el control más estricto posible respecto del accionar de
nuestro Congreso y de los partidos políticos. La historia reciente es
impresentable; demasiado vergonzosa. Debemos hacer todo lo posible para que la
que comienza a escribirse en estos momentos, no siga igual derrotero. Aunque a
Ignacio Walker eso lo indigne.
Total,
estoy seguro que tanto Engel como nosotros sobreviviremos a su indignación. ¿No
cree usted?
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