La "libertad de enseñanza"
En
el mundo de las ciencias sociales ―las que, le recuerdo, estudian a las
sociedades con el propósito de lograr que mejoren su funcionamiento― no siempre
las grandes definiciones surgen de la mente de aquellos eximios pensadores que
han dedicado su vida a estudiar un determinado problema. Hay veces, como
ocurrió hace pocos días en Valparaíso, en las que nacen del sentir ―del dolor,
de la ira, de la desilusión y, por qué no decirlo, también de la resignación―
de quienes conviven con él. No de los que lo estudian, sino de aquéllos que,
para su desgracia, lo padecen en carne propia.
Porque,
¿cómo define usted la excesiva desigualdad? ¿Bajo qué acepción ubica a ese
flagelo enraizado en nuestro país desde hace largos seis siglos y que, al
parecer, nos seguirá acompañando por otros tantos?
La
mejor definición que, por muy lejos, he escuchado, la dio una de las pobladoras
afectadas por el atroz incendio que arrasó, hace pocos días, la parte alta de
Valparaíso. Ante una desubicada pregunta de un periodista, ella contestó algo
muy simple, pero devastadoramente profundo: “los pobres no elegimos dónde vivir”.
Cierto,
los pobres no pueden elegir, como lo hacen quienes tienen una situación
económica holgada. Porque la frase de la pobladora también puede aplicarse al
ámbito de la salud, y calza igual de justo: “los pobres no elegimos dónde atender nuestras enfermedades”. O al
del consumo, y lo mismo: “los pobres no
elegimos dónde comprar nuestras mercaderías (lo hacemos en el almacén de la
esquina, lo queramos o no)”. O al del trabajo: “los pobres no elegimos dónde trabajar (lo hacemos donde podemos)”.
O al del financiamiento: “los pobres no
elegimos dónde pedir dinero prestado (a propósito, quizás algún día alguien
pueda explicarme por qué la Tía Rica no entrega sus préstamos a tasas prime y
en las mismas condiciones de valor por gramo de oro que cierta entidad
prestamista, para evitar que gente inocente, apremiada por sus necesidades,
siga cayendo en las garras de esta “empresa”, y le siga pagando tasas del 10%
mensual)”. Y así, en cada uno de los
ámbitos en dónde se desenvuelve nuestro diario vivir.
Si
usted es pobre (¿cuál es, en Chile, la real línea de la pobreza?), usted no es
libre. De nada, absolutamente. Los pobres no pueden elegir en ningún aspecto de
sus vidas. Son esclavos del lugar al que la sociedad los ha relegado; del tipo
de vida que han sido obligados a vivir; de las limitaciones económicas que su
condición les impone. Habitan en un círculo de pobreza del que les resulta casi
imposible escapar. No se cumple aquí lo que disponen el Artículo 1° de nuestra
Constitución y el Artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos,
que las personas (o seres humanos) nacen libres e iguales en dignidad y
derechos.
Así
que ahí la tiene, estimado lector, la mejor definición de “excesiva
desigualdad” jamás expuesta: hay
excesiva desigualdad en una sociedad cuando algunos de sus miembros están
imposibilitados, porque carecen de opciones, de elegir libremente su camino. Hay
excesiva desigualdad, cuando es imposible elegir.
Desde
luego, el problema se agudiza cuando la solución única que se entrega no es
adecuada. No es, como se insiste por estos tiempos, de buena calidad (ya
llegará el día en que dispongamos de definiciones oficiales acerca de qué se
entiende por “buena calidad” en cada ámbito).
Como
ya vimos, tal definición es aplicable a cada ámbito en el que desarrollamos
nuestras vidas, y en particular, por cierto, al de la educación. Aunque nos
llenemos la boca con discursos acerca de la libertad de enseñanza, el hecho
concreto, crudo, patético, es que los
pobres NO eligen dónde estudiar. No pueden hacerlo. No tienen alternativa. Deben
tomar, sin derecho a pataleo, la exclusiva solución que se les impone, no
importando si ésta cumple o no con sus deseos y requerimientos.
Y si
un elevado porcentaje de nuestra población no puede elegir, ¿qué es, entonces,
aquello de “libertad de enseñanza”, que defienden a brazo partido las
colectividades de derecha y los centros de estudio que las respaldan?
Ok,
convengamos en que ellos no se refieren a la libertad de los padres para elegir
dónde se educarán sus hijos. Ya vimos que ésta no existe para un número muy
elevado de chilenos, por lo que mal podrían defenderla. Su acento está puesto, por
consiguiente, en otras dos libertades: la de emprender iniciativas en el ámbito
de la educación (garantizada, también, por nuestra carta fundamental), y la de
hacer uso, para ello, de recursos públicos (las dichosas subvenciones
estatales).
Respecto
de la primera, nada puede alegarse. Si usted quiere emprender una iniciativa
educacional, está en su derecho. Nadie debería oponérsele. Y, desde luego,
puede obtener lucro con ella; no faltaba más.
Respecto
de la segunda, entramos en problemas. Porque resulta que la evidencia contraria
a tal práctica es lapidaria. Brutalmente lapidaria.
Si
usted compara los resultados de los colegios subvencionados, con cualquier
sistema de evaluación que utilice, advertirá que son muy similares a los de los
colegios públicos. No existe, al respecto, una diferencia significativa. Lo
grave de esta comparación, sin embargo, es que usted está usando el peor patrón
que podría utilizarse para este efecto.
Me
explico. Durante los últimos 40 años, con 20 años de gobiernos
concertacionistas incluidos, se implementó en Chile un proyecto educacional que
tenía como objetivo final eliminar la oferta pública, reemplazándola por el
famoso “voucher” o “bono canjeable por educación”. ¿Lo recuerda? Como resultado
de su aplicación, municipalización incluida, el actual sistema público es un ente
agónico, segregador, carente de recursos e infraestructura y reducido al nivel
más precario. Fue, estoy seguro, una demolición consciente, craneada y
ejecutada con alevosía.
De
manera que si los resultados de los colegios subvencionados son similares o
sólo levemente mejores que los de este sistema, el peor contra el cual podrían
compararse, no tenemos razón alguna para pensar que mantenerlos sea una
decisión razonable o conveniente. Ni siquiera discutible. Corresponde darlos de
baja y canalizar los recursos que se liberen, más los adicionales que puedan
generarse, en implementar lo mismo que ha dado éxito en TODOS (en el más amplio
significado del término) los países que han desarrollado sistemas educacionales
exitosos: una oferta pública gratuita del más alto nivel.
Sólo
así llegaremos a tener una verdadera “libertad de enseñanza”: la libertad de
todo chileno para acceder a la educación que se merece y a la que tiene
derecho. La otra libertad, la de usar recursos públicos para obtener lucro con
soluciones educacionales de nivel, cuando menos, discutible, pueden guardársela
sus defensores donde estimen pertinente porque aquí, en un Chile preocupado por
los derechos de todos sus habitantes, no tiene cabida.
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