El inmoral "sistema integrado" de impuesto a la renta
El “sistema
integrado” de impuesto a la renta es una sinvergüenzura de marca mayor. Para
comprobárselo, estimado lector, lo invito a que abandone transitoriamente su
papel de mero espectador de la contienda político-económica, y procure situarse
en lo que realmente es: uno de los 17 y tantos millones (por las razones que
todos sabemos, la cifra no está del todo clara) de socios (y, en consecuencia,
propietarios) de este emprendimiento llamado Chile.
Desde
dicha perspectiva, notará usted que el Estado, su Estado, es un gigantesco proveedor
de servicios. Tal como lo son, por ejemplo, los bancos, las empresas de
servicios sanitarios, las eléctricas, las de telefonía, cable, internet y un
largo etcétera, pero de un tamaño mucho mayor.
¿Qué
servicios provee? La lista es larga, pero anotemos algunos a modo de ejemplo.
El Estado abastece a todos quienes formamos parte de la sociedad (personas y
organizaciones), de bienes públicos indispensables para el adecuado desarrollo
de nuestras actividades, tales como: seguridad, aseo, ornato, vialidad,
urbanismo, pavimentación, iluminación pública, defensa, normas de convivencia y
de resolución de conflictos, legislación laboral y comercial, iniciativas de fomento
y, quizás lo más relevante, un medio ambiente propicio para poder desarrollar en
él, de buena manera, todas las actividades propias de una sociedad, entre ellas
las económicas.
¿Consumen
servicios públicos las empresas? Desde luego. Una enorme cantidad. De hecho, no
conseguirían desarrollar sus actividades si no lo hicieran. ¿Cómo podría un
banco, por ejemplo, efectuar contratos sin disponer de una normativa que los
regulara? ¿Cómo efectuaría la cobranza de sus acreencias impagas, si no
existiesen los mecanismos públicos que se lo permitiesen? ¿Cómo lograría ese
banco, y cualquier empresa, prosperar en un lugar donde nadie impusiese el
orden? ¿O donde no se recogiese la basura? ¿O donde las calles estuviesen totalmente
oscuras y sin vigilancia por las noches, a merced del lumpen? E hilando un poco
más fino, ¿cómo podrían las empresas desarrollar sus actividades en medio de un
permanente caos?
La
verdad es que las empresas no son viables sin los servicios públicos que les
entrega el Estado, y tampoco lo son si no están insertas en una sociedad. Usted
puede llevarse al Banco de Chile, a Falabella, a los supermercados Jumbo o a la
Clínica Las Condes, con toda su infraestructura, a la Patagonia, y no podrán
subsistir. Puede instalar un Costanera Center en la pampa del tamarugal, y le
garantizo el fracaso comercial más absoluto. A las empresas les resulta
indispensable una sociedad-país funcionando adecuadamente, para desarrollarse y
prosperar.
La
conclusión, entonces, es obvia: los bienes públicos son, en el caso de las
empresas, servicios no sólo necesarios, sino indispensables para generar la
renta.
El
problema estriba en que la generación de servicios públicos no es gratuita. Aún
no existe una tecnología lo suficientemente avanzada como para diseñar y
fabricar cuernos de la abundancia; y, por estas fechas, ya no cae maná del
cielo. Así que, como el adecuado desempeño del Estado en su faceta proveedora
requiere de financiamiento, debemos recurrir a los prosaicos impuestos.
¿Quiénes
deben pagar impuestos? En principio, deberíamos estar obligados a hacerlo todos
quienes consumimos servicios públicos. Una de las razones básicas por las que
se debe tributar en una sociedad (hay un par más), es para reembolsar al
Estado, y a la sociedad por su intermedio, el valor de los servicios públicos
que recibimos. Sólo deberían estar excluidos de tal obligación quienes no estén
en condiciones económicas de hacerlo, en cuyo caso todos los demás debemos
concurrir a apoyarlos. Es lo que se denomina “equidad tributaria”.
La
literatura especializada recoge tal circunstancia. Uno de los principios que
debe cumplir todo buen sistema tributario, es el del beneficio: “todos quienes
reciben servicios públicos, sean empresas o personas, deben concurrir a su
financiamiento en proporción al beneficio que dichos servicios le generan”.
Revise, para comprobarlo, los más connotados tratados tributarios en lengua
inglesa. También, los elaborados por expertos españoles. No revise los “made in
Chile” porque, sospechosamente, cuando nuestros entendidos en la materia hablan
de los principios tributarios, omiten éste. Son los únicos, sin embargo, y uno
podría pensar que se debe al sistema tributario vigente en Chile. Si ellos
reconocieran este principio como válido, automáticamente estarían cuestionando
las bases del mismo. Y convengamos en que eso no les conviene, ¿verdad?
Las
empresas, ¿deberían pagar por los servicios públicos que consumen? Desde luego.
De la misma forma que pagan la luz, el agua la electricidad, el aseo, los
intereses de los bancos, el teléfono, el cable y el servicio de internet. Todos
son servicios necesarios para generar la renta. ¿Por qué unos, los que presta
el sector privado, deben pagarse, y los otros, los que entrega el sector
público, no? Si las empresas consumen servicios públicos a destajo y pueden
pagar por ellos, ¿por qué razón tendríamos que eximirlas de tal obligación? ¿Se
le ocurre a usted alguna? A mí no, por lo menos.
Más
aún, considere usted que los mencionados servicios deben ser prestados ―y, por
consiguiente, financiados― sí o sí. No podemos prescindir de ellos. De manera
que, si las empresas no contribuyen a solventarlos, ese pesado fardo recae por
completo sobre las personas naturales. En otras palabras, si las empresas no
financian los servicios públicos que consumen, somos las personas naturales las
que, con nuestros propios impuestos, debemos asumir esa carga. Y en tal caso,
como resulta evidente, les estamos otorgando un subsidio.
Las
empresas deberían pagar por los servicios públicos que consumen, es cierto, pero,
¿pagan?
Desde
luego que sí. No faltaba más. En la mayoría de los países del orbe, incluyendo
TODOS los desarrollados y casi todos los que aspiran a serlo, se han
implementado mecanismos para que tal obligación se cumpla. En dichas
sociedades, la equidad es imprescindible ―no son sólo simples palabras
expuestas con gran énfasis en un discurso, pero que luego se disuelven en el
aire como los vahos matinales en un día soleado―, así es que procuran que esté
presente en cada política pública. Y en particular, por cierto, en los sistemas
tributarios.
¿Y
cómo lo hacen? ¿Cómo consiguen que las empresas paguen por los servicios
públicos que consumen?
Muy simple: en TODOS ellos ―el listado casi completo de la OCDE, entre otros―, los impuestos que pagan las empresas sobre sus utilidades cumplen ese propósito. Dicho impuesto es de beneficio fiscal, por lo que el Estado puede disponer de él, con los debidos resguardos, como estime pertinente. Es lógico que así sea, por lo demás. Para que impere la equidad, un requisito básico es que cada uno se haga cargo de sus propias obligaciones. ¿No le parece?
Este
enfoque equitativo del tema no es unánime en la OCDE, sin embargo. Hay un
miembro de dicho organismo donde los impuestos que pagan las empresas sobre sus
utilidades no se destinan a financiar los servicios públicos que ellas
consumen; un país donde, aunque usted no lo crea, en lugar de eso se les
destina a financiar los impuestos personales de los empresarios. Le doy el
nombre: se llama Chile.
En
esa larga y angosta faja situada en los confines de Sudamérica, existe lo que
los naturales denominan un “sistema integrado” de impuesto a la renta. En esta
curiosa (y aberrante) forma de operar, los impuestos que pagan las empresas no
son de beneficio fiscal, sino meros anticipos de los impuestos personales de
sus propietarios.
¿Qué
significa esto en la práctica?
Significa que, como las empresas no financian los servicios públicos que consumen, son los sufridos habitantes de ese remoto país lo que deben encargarse de hacerlo. Significa que usted, mi estimado señor, financia a La Polar, a Soquimich (la empresa que está tratando de apropiarse del litio) y a las cadenas de farmacias (que se coluden para estrujarnos, ¿lo recuerda?). Significa que financia a los carabineros que vigilan los estadios y la implementación completa del plan “Estadio seguro” (ni Blanco y Negro ni Azul y Azul, que no son precisamente instituciones de beneficencia, ponen un solo peso para ello). Significa que cada vez que compra algo en el supermercado o le echa bencina al auto, una parte de eso va a financiar a los laboratorios que incentivan a los médicos para que receten los remedios que ellos fabrican. Y otra parte va a parar al Jumbo, para que éste pueda usar tranquilamente los tribunales, atosigándolos si quiere, con las cobranzas de su tarjeta Cencosud. Significa, en fin, que todos nos metemos la mano al bolsillo para ayudar a que quienes concentran la riqueza, mejoren aún más su posición de privilegio.
Significa que, como las empresas no financian los servicios públicos que consumen, son los sufridos habitantes de ese remoto país lo que deben encargarse de hacerlo. Significa que usted, mi estimado señor, financia a La Polar, a Soquimich (la empresa que está tratando de apropiarse del litio) y a las cadenas de farmacias (que se coluden para estrujarnos, ¿lo recuerda?). Significa que financia a los carabineros que vigilan los estadios y la implementación completa del plan “Estadio seguro” (ni Blanco y Negro ni Azul y Azul, que no son precisamente instituciones de beneficencia, ponen un solo peso para ello). Significa que cada vez que compra algo en el supermercado o le echa bencina al auto, una parte de eso va a financiar a los laboratorios que incentivan a los médicos para que receten los remedios que ellos fabrican. Y otra parte va a parar al Jumbo, para que éste pueda usar tranquilamente los tribunales, atosigándolos si quiere, con las cobranzas de su tarjeta Cencosud. Significa, en fin, que todos nos metemos la mano al bolsillo para ayudar a que quienes concentran la riqueza, mejoren aún más su posición de privilegio.
Eso
es, estimado lector, el “sistema integrado” de impuesto a la renta que rige en
Chile: entre todos pagamos los servicios públicos que consumen las empresas,
para que éstas les paguen a los empresarios sus impuestos personales, para que
éstos finalmente no paguen sus propios impuestos. Aplique la propiedad
transitiva y le queda: entre todos pagamos los impuestos personales de los empresarios.
Ése es el sistema que ha estado vigente en Chile durante los últimos 30 años.
Vivimos
días de reforma tributaria. Parecía ser la oportunidad propicia para corregir
la principal causa de inequidad que impera en nuestro sistema impositivo: el “sistema
integrado” de impuesto a la renta. Nuestra actual presidenta, de hecho, voceó
cada vez que tuvo oportunidad que pretendía implementar un sistema tributario más
equitativo y más justo. Fue pura palabrería, sin embargo. O no quiso hacerlo
por alguna mala razón desconocida, (¿algún acuerdo con los grandes empresarios,
tal vez?) o lisa y llanamente no se atrevió. La propuesta presentada al
Congreso, como es fácil constatar, mantiene tan vergonzoso y aberrante sistema.
No se focaliza en las empresas el pago de los servicios públicos que consumen,
sino que se sigue obligando a las personas naturales a hacerse cargo de ellos.
Se sigue obligando a las personas a subsidiar a las empresas.
Dado
que los únicos beneficiados con tal situación son los medianos y los grandes
empresarios, vale la pena preguntarse cuáles fueron las razones que tuvo el
nuevo gobierno, y específicamente Michelle Bachelet,, para actuar así. ¿Por qué
se mantiene el “sistema integrado” de impuesto a la renta? ¿Alguien podría
explicármelo? ¿Alguien podría explicárselo a usted, estimado lector?
Porque
tiene que haber alguna razón, ¿verdad? Las cosas no se hacen porque sí. Ya
sabemos que no es la equidad lo que movió a la presidenta. Tampoco la justicia.
Coincidirá usted conmigo en que sería muy interesante descubrir los verdaderos motivos.
¿Por qué se mantiene el “sistema integrado” de impuesto a la renta? ¿Se le
ocurre a usted alguna razón? Sabemos a quién beneficia esta situación. ¿Irá por
ahí la respuesta? Pensémoslo. En una de ésas, logramos descubrirlo.
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