Evelyn Matthei

No conozco personalmente a Evelyn Matthei. Alguna vez, producto de un mail de apoyo que le envié después de una dura controversia que sostuvo con miembros de la concertación, me sugirió que le colaborara. Si no recuerdo mal, el tema tenía que ver con la corrupción. Por diversas razones, no me fue factible. Tengo, no obstante, una buena opinión de ella.

¿Que se metió en un zapato chino? ¿En una camisa de once varas? ¿En un bus del Transantiago a las 7 A.M. de un día laboral? ¿En la playa de Cartagena en un soleado domingo veraniego? Cierto. Posiblemente, no me extrañaría, ya debe estar arrepentida de haberlo hecho. Otra cosa es con guitarra (o con piano, en este caso; entiendo que Evelyn es una eximia ejecutante de dicho instrumento). Lamentablemente para ella, sin embargo, en política no corre eso de que de los arrepentidos es el reino de Dios. Aunque le duela hasta la punta del pelo, tendrá que sacar a relucir su fibra más dura y aguantar (qué buen verbo este) hasta el final.

Mi problema con Evelyn no es tanto por su persona: aunque bastante deslenguada, es directa, ejecutiva, estudiosa y esforzada. Tiene carácter la mozuela, dirían en la madre patria. Tampoco con sus planteamientos: posee el sesgo de la derecha ―el del neoliberalismo extremo― pero la he escuchado hablar de las experiencias de los países nórdicos y germánicos en diversas materias, y debo presumir que las conoce, que las encuentra apropiadas y que, de poder hacerlo, incluso llegaría a aplicarlas. Mi problema es con sus acompañantes, y con lo incompatible que ellos resultan con su mensaje.

Evelyn, recordémoslo, es la candidata de la UDI. Pero no fue la primera opción de dicho partido, sin embargo. Ni siquiera la segunda. Recién cuando sus dos predecesores, por distintas razones, se derrumbaron, los ojos de la oligarquía interna se fijaron en ella. Tiene que haber sido algo así como “bueno… si no hay más remedio, que sea la Matthei”, una aceptación distante, cortante, con la nariz fruncida y con gesto resignado, incluso con algún grado de molestia. Mal que mal, ella no pertenece al ADN de la UDI, ése que se manifiesta en un liberalismo económico y un conservadurismo social extremos. Tiene sus opiniones propias, muchas veces no coincidentes con la doctrina oficial, y la mala costumbre de hacerlas públicas. Es como un caballito chúcaro, imposible de domesticar por completo. No es, por tales razones, una candidata natural ―como lo fue Longueira o lo habría sido, si no fuera tan impopular, Jovino Novoa―, sino impuesta por las circunstancias. Por ello, en el supuesto caso de que ganase las elecciones, no le quepa la menor duda de que no le darían mucha rienda, de que “la tendrían cortita”.

Cuento aparte es su relación con RN, donde fue impuesta con fórceps, al estilo “Yerko Puchento” (lo dije, y qué. Toma, cachito de goma). No será pues dicho partido, muy vapuleado por estas fechas, un plácido manantial de diáfanas aguas en una supuesta presidencia de Evelyn. Más bien se asemejará a un torbellino, a un niño malcriado con rabieta, a un burro que se niega a moverse aunque lo apaleen. Evelyn, en el supuestísimo caso de que llegar a ganar, tendrá que sudar sangre para sacar adelante cada iniciativa. En especial si alguno de los díscolos (léase Ossandón y Allamand), de los que tiene guardados sus cuchillos afilados solo en forma transitoria, sale electo. Acuérdese no más de la entrevista a Allamand en Tolerancia cero.

Tenemos, pues, una candidata prisionera, con muy poco margen de maniobra, con rígidas pautas de comportamiento, amarrada con cadenas y candados a un modelo económico injusto y carente de humanidad, a un sistema destinado a perpetuar un abismo entre unos pocos elegidos y el resto de la población. Una candidata que tendrá que defender el neoliberalismo de Novoa, de Carlos Larraín, de Gonzalo Arenas, de Axel Kaiser, de Tere Marinovic y de otros próceres, que piensan que todo marcha sobre ruedas y que la brutal desigualdad que nos abruma es natural, producto de nuestra flojera y falta de cultura, y que sólo puede superarse, en algunos siglos más, gracias a la educación. Una candidata que tendrá que aprender a levitar, para no quebrar los huevos con que sus propios partidarios le han tapizado el camino.

¿Puede usted creerle, entonces, cuando le pide: ganemos “juntos”? Imposible. Usted sabe de antemano que ese ”juntos” significa “juntos, pero no revueltos”; que hay que traducirlo como “lo necesito, pero conserve su distancia”. Mal que mal, en el partido al que pertenece impera, parafraseando a Orwell, la máxima de que “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”.

Eso me pasa con Evelyn Matthei. No le creo, por muy buenas intenciones que tenga. Por ello, aunque me cae bien, no votaré por ella (dudo que tal circunstancia le quite el sueño, en todo caso, pero no está demás, en estos tiempos de cambio, manifestarlo). Por ello también, estoy convencido de que no va a ganar. La gente podrá ser no muy avispada, pero sólo es así de lunes a miércoles, y las elecciones son en domingo.

Tengo la impresión, sin embargo, de que la casi segura derrota de Evelyn no es un tema relevante para los jerarcas de los partidos que, aparentemente al menos, la respaldan. Está ya aceptada, admitida, digerida incluso. Evelyn es, a estas alturas del partido, nada más que carne de cañón, como un condenado que camina rumbo al patíbulo o una Juana de Arco que cabalga a la vanguardia, dispuesta a afrontar que la capturen y la quemen viva en la hoguera. Los jerarcas tienen muy clara la película: el sistema binominal permite que las derrotas, aunque sean contundentes, puedan convertirse en empates. Su objetivo no es pues, ganar la elección ―si no son tan de las chacras, como dirían los Carmona― sino obtener una derrota digna que les permita evitar la debacle y conseguir que los pilares del sistema, los que han conseguido que sus socios, amigos, familiares y cercanos disfruten a concho de la vida, permanezcan erguidos por cuatro años más.

Como en el Gatopardo.


Al final, amigos míos, no somos nada.

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