El hijo de Teresa: ¿un pequeño socialista o un futuro esquilmador?
Una
columna de opinión repleta de argumentos falaces, como la última de Teresa
Marinovic, provoca indignación, es cierto. Ya sea porque quien la escribe
miente a sabiendas o porque, más probablemente, no conoce en profundidad el
tema del que está hablando (por no decir que lo desconoce por completo), lo concreto
es que uno no puede permanecer impávido cuando la lee (lo peor es que uno, en
una suerte de actitud masoquista, siempre lo hace).
Sin
embargo, este tipo de artículos son necesarios. Por dos razones:
Primero,
porque la concepción de la sociedad que delatan, es representativa. No es privativa
de doña Teresa. Hay un alto porcentaje de la derecha chilena (la UDI entera y
gran parte de RN) que la comparte. También, algunos sectores de la Nueva
Mayoría (muy bien enquistados en el comando de Michelle; revise su propuesta de
reforma tributaria, si no me cree). Y siempre es importante conocer, sin
dobleces, lo que piensan quienes concentran hoy el poder, ya sea político o
económico.
Y
segundo, porque hacer públicos, implícita o explícitamente, los argumentos que respaldan dicha concepción,
permite identificarlos y, por supuesto, combatirlos y refutarlos.
Es
lo que pretendo hacer en este artículo.
¿Cuáles
son las falacias que, a propósito de la inocente propuesta de su hijo, postula
y difunde doña Teresa?
Básicamente, dos: que los países peyorativamente denominados “de bienestar” (yo prefiero llamarlos desarrollados), como consecuencia del grave colapso que están sufriendo, están condenados a la extinción; y que en un sistema neoliberal, cada quien recibe lo que en justicia se merece, por lo que nuestra actual distribución del ingreso, que como sabemos es una de las peores del mundo, es sólo un fiel reflejo de la enorme diferencia de talentos, capacidades y esfuerzo que existe entre el 20% más acomodado ―trabajador, responsable y diligente―, y el 80% restante ―una manga de flojos y aprovechadores que sólo buscan esquilmar a los primeros. Por cierto, según esta visión, el Estado, al apoyar a los más necesitados, les estaría entregando más de lo que pueden obtener con sus propios medios, por lo que debería abstenerse de semejante conducta.
Para
refutar la primera, partamos constatando que todos los países desarrollados ―los
que poseen ingresos per cápita superiores a US$ 30.000, coeficientes de Gini
iguales o menores que 0,30 y relaciones entre el décimo y el primer decil de
sólo un dígito― califican dentro del concepto de “Estados de bienestar”. No se
escapa ninguno. Qué raro, ¿no? Con ese antecedente, algún mal pensado podría
incluso llegar a pensar que tal condición es requisito indispensable para
alcanzar el desarrollo. Pero no insistamos en el tema y vayamos a lo que nos
ocupa.
Es
falso que el sistema “de bienestar” esté colapsado. De hecho, todos los países desarrollados
han soportado la crisis que ha golpeado al mundo durante los últimos cinco
años, en muy buen pie. Han vivido estrecheces, es cierto: sus economías han
crecido poco ―Australia lidera este ítem, con un 3,4% para el 2012― y algunas incluso
han caído levemente ―la más damnificada a este respecto es Holanda, con menos 0,96%―,
pero sus tasas de desempleo siguen siendo de un dígito (Suecia registra la más
alta, con un 8%) y sus índices de desigualdad se mantienen estables.
Son
economías sólidas y solventes, por lo que, tal como ha ocurrido en
oportunidades anteriores ―la economía mundial se caracteriza por ser cíclica― no
tardarán, sin necesidad de cambiar sus exitosos modelos, en recuperarse y
retomar sus niveles normales de crecimiento. Es cosa de leer las noticias para
comprobarlo.
Ahora
bien, es efectivo que España. Grecia, Portugal, Chipre e Irlanda, países que aún
no han alcanzado la categoría de desarrollados (porque no cumplen con alguno de
los criterios mencionados más arriba), tienen problemas serios, pero ellos no
obedecen al sistema que han tratado de implementar (de hecho, son mucho menos “asistenciales”
que los anteriores), sino a que, lisa y llanamente, han hecho mal las cosas.
Hay ahí un potpurrí: inversiones demasiado riesgosas, incentivos tributarios
mal diseñados, rebajas de impuestos improcedentes, gastos carentes de
financiamiento, etc. De cualquier forma, pretender que un sistema ha colapsado
cuando la mayor parte de los países que lo han implementado no sólo goza de muy
buena salud, sino además presenta, por lejos, los mejores estándares de vida
del mundo entero, no sólo es ilógico. Cae ya en la categoría de absurdo.
Sigamos
con la segunda. Quienes defienden a rajatabla el modelo neoliberal, como la
articulista, argumentan que los ingresos de las personas deben estar ligados a su
productividad. Suena lógico: tanto produces, tanto ganas. Sin embargo, el
asunto se torna más complejo cuando entramos al detalle, porque ¿cómo se
determina la productividad de una persona? ¿Y cómo se determinan las
diferencias relativas de productividad? ¿Y por qué ellas son tan diferentes entre
los distintos países?
Analicemos
los casos de Alemania y de nuestro país. En el primero, el décimo decil recibe,
en promedio, 6,85 veces más ingresos que el primero. En Chile, 28 veces. ¿Cuál
es la razón de esa brutal diferencia? ¿Son tanto más productivos los alemanes?
¿Somos en realidad, como afirma entre líneas doña Teresa, tan flojos los chilenos?
Tomemos
el caso de los recogedores de basura para ilustrarnos. Existen en ambos países,
y su productividad es similar: todos se levantan muy temprano y se esfuerzan el
día entero ejecutando tan desagradable pero necesaria función. Si pudiese
medirse, seguramente la cantidad per cápita de basura recogida en ambas
naciones resultaría similar. ¿Por qué entonces en Alemania sus remuneraciones equivalen
a un séptimo de las de un gerente y en Chile a la trigésima parte?
La
misma situación se da en todos los demás oficios que requieren menor
capacitación: albañiles, estafetas, mensajeros, choferes, vigilantes, dependientes
de comercio, operarios de call centers, etc. ¿Qué ocurre aquí? ¿Están
equivocados los alemanes? Doña Teresa opinaría seguramente que sí, pero no. No
están equivocados. Lo que ocurre es que su concepto de sociedad es distinto al
nuestro.
En
Alemania, y en todos los países desarrollados, existen sociedades más
evolucionadas que la nuestra. Mientras aquí imperan aún, en pleno siglo XXI,
prácticas primitivas como la ley del más fuerte y la del gallinero, en dichos
países hace ya tiempo se reconoce que somos socios, y como tales, todos tenemos
que beneficiarnos de lo que construimos en conjunto. Porque las sociedades son
interdependientes. No podemos lograr nuestros objetivos sin la ayuda y el aporte
de los demás. No somos, como pretende doña Teresa, autosuficientes.
De
manera que, en una sociedad con tan alto nivel de desigualdad como la nuestra, los
sinvergüenzas aprovechadores que buscan esquilmar a sus semejantes no son quienes
conforman el 80% menos favorecido, sino quienes, sin merecerlo, se apropian de
porcentajes muy superiores del ingreso nacional que los que, equitativamente,
les corresponden. Son aquéllos que, además, crean modelos de desarrollo
destinados a mantener de manera permanente esta inmoral situación. También los
que, pudiendo hacer mucho para cambiar esta realidad, optan por mantenerla tal
como está (les repito: revisen la propuesta tributaria de Michelle). Y son,
desde luego, quienes se encargan de difundir, propalando falsedades que no
resisten el menor análisis, las supuestas virtudes del sistema vigente.
Teresa
Marinovic no tiene que preocuparse de tener un hijo socialista. Con los
antivalores que le está trasmitiendo, seguramente llegará a ser como ella: un
ser egoísta, que desprecia el trabajo de sus semejantes y que considera legítima
y plausible la explotación del hombre por el hombre.
Un futuro esquilmador. Qué lástima por él.
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