El arca de Michelle
Hace
unos 5.000 años, un señor llamado Noé recibió un encargo de Dios Padre. Debía ocuparse de llevar a la práctica las instrucciones divinas destinadas a
salvar a la creación del desastre: construir un arca, reunir una pareja de
animales por especie, embarcarlas y luego, una vez que el diluvio lo inundara
todo, maniobrar la gran embarcación hasta encallarla, 40 días y 40 noches
después, en la cima del monte Ararat.
Convengamos
en que no la tuvo fácil. Pese a que contaba con el apoyo celestial, la tarea le
resultó titánica. Tuvo, por ejemplo, que conseguir financiamiento (sin
preocuparse de las tasas ni de los plazos, por suerte para él, ya que sabía de
antemano que sus usureros acreedores morirían ahogados), ubicar a los
proveedores de las materias primas necesarias y adquirirlas (desconozco si
existía alguna norma de calidad ISO en esa época), contratar trabajadores (lo
que lo obligó a negociar condiciones laborales, satisfacer pliegos de
peticiones y enfrentar huelgas), contratar a una oficina de arquitectos (sin
preocuparse, gracias al cielo, de los honorarios) para que le elaborara los
planos del arca (ignoro si había permisos o patentes municipales involucrados),
y proceder a construirla (con todos los inconvenientes que se presentan en
obras de semejante tamaño: huelgas, accidentes, problemas con la calidad de los
materiales, rechazos por inspección, etc.).
Después
tuvo que visitar a los animales, convencerlos de apoyar el proyecto (los burros
y las mulas deben haber requerido una estrategia especial), preocuparse de su
transporte, subirlos al arca, mantenerlos debidamente separados para evitar
reyertas o, más grave aún, cacerías internas (no podía dejar juntos, por
ejemplo, a los zorzales con las lombrices ni a los gatos con los canarios), y
entretenerlos hasta el momento preciso del diluvio (les recuerdo que no había
TV en esa época). Por último, ya con la furia divina desencadenada, debió estar
pendiente de su alimentación (¿alimentos concentrados de diferente sabor, según
la especie?), de su salud (con el clima lluvioso, los resfríos y las gripes
andaban a la orden del día), de que hicieran sus necesidades (¿se imagina el
medio problemita con los elefantes, hipopótamos y rinocerontes?), y de
mantenerlos a raya durante el vendaval completo, con todos los conflictos que el
encierro, el hacinamiento, la diversidad natural y las tentaciones, con plena
seguridad, provocaron. La asesoría de su Mandante le ayudó, desde luego (no es
menor disponer de un asesor con semejante currículo), pero igual Noé envejeció de
golpe varios años y terminó con canas verdes tras tan extrema y agotadora vivencia.
Quizás
por eso mismo, no se ha vuelto a tener noticias de experiencias similares en los
años posteriores.
Hasta
ahora, claro.
Porque
ocurre que en cierto país llamado Chile, apareció una émula de Noé llamada
Michelle. Ella, pese a lo traumático de la bíblica experiencia, valientemente afrontó
otra vez la monumental obra de milenios atrás: construir un arca y reunir en su
interior a una variopinta masa de seres vivos de orígenes, intereses, creencias,
competencias y experiencias (tantas encias juntas, Dios mío) no sólo disímiles,
sino derechamente opuestos en algunos casos, para salvarlos del desastre y de
la desaparición, y conducirlos, tras una ardua navegación, a la cima del nuevo
Ararat.
Hay
ciertas diferencias, por cierto, entre Michelle y Noé. Primero, aunque sus seguidores
le reconozcan condiciones de santidad, Michelle, hasta donde sabemos, no actúa
por mandato divino. Segundo, pese a que
algunos se comportan como tales, su carga no está compuesta por animales, sino
por seres humanos. Tercero, no es a la creación a la que tiene que salvar, sino
sólo a la concertación. Cuarto, si bien, al igual que su antecesor, requiere de
financiamiento, éste le llega con mayor facilidad, tras muy breves trámites y a
tasas mucho más convenientes que a ella (lo negativo es que, seguramente,
tendrá que pagarlo, ya que no se visualizan posibilidades de que sus acreedores
perezcan ahogados). Quinto, ella no ha tenido que andar detrás de sus pasajeros
para subirlos al arca; por lo que se conoce, son ellos mismos los que le han
pedido, suplicado incluso, que los guíe hasta allí.
La disimilitud
más importante, sin embargo, la que podría calificarse de crucial, es el punto
de destino del arca. Mientras el de la que conducía Noé, el monte Ararat, se definió
en la relación de éste con su Supremo Mandante (desconozco si como fruto de una
negociación entre ambos o, lisa y llanamente, de una orden del segundo), el de
la que conduce Michelle aún no ha sido definido, y se desconoce si lo será
alguna vez.
Como
usted, estimado lector, con su natural perspicacia, concluirá fácilmente, este
es un punto demasiado relevante. Noé la tenía fácil. El Pulento (así le
llamaba, allá por los 80, un predicador del Paseo Ahumada) no sólo era un
asesor experto, el mejor disponible en el mercado de esa época, sino que además
estaba involucrado en el éxito del proyecto. Mal que mal, la idea de salvar a
los animales había sido de su autoría. De manera que hizo todo lo divinamente
posible para garantizar su éxito. Michelle, en cambio, tiene que arreglárselas
sola. Y si construir el arca ya era una tarea titánica, imagine usted que
calificativo merece la de poner de acuerdo, sin ayuda divina, a la tripulación
y a los pasajeros acerca de su meta.
Desde
luego, no es éste el único punto que Michelle tendrá que resolver. Al igual que
su antecesor deberá enfrentar los efectos que el hacinamiento y el prolongado
encierro generen en tan disímiles pasajeros, y las tentaciones que a éstos les
produzca el contenido del arca. La convivencia será difícil, qué duda cabe.
Tanto que en este temprano momento, cuando el proceso de embarque aún no
finaliza, ya se advierten signos de inquietud: pequeños roces, incomodidades
menores, tímidos salivazos, uno que otro codazo solapado, algunos intercambios
de pareceres un poco subidos de tono, hasta unos pocos puntapiés huachos por
ahí. Nada grave, en todo caso, al menos por el momento.
Lo
complicado, y eso lo debe saber muy bien Michelle, vendrá después, cuando ya
todos hayan subido y se desate por fin el diluvio. Ahí, de seguro, las
divergencias crecerán en intensidad, y cuando éste llegue a su apogeo, se
desencadenarán a todo trapo. No sólo el lugar de destino estará en discusión.
Los cargos de la tripulación (oficiales, subalternos, sobrecargos, hasta
camareros y aseadores) se disputarán a sangre y fuego. Seguramente los
alimentos, abundantes pero no ilimitados, no serán suficientes para todos, y algunos
más agresivos intentarán saquear la despensa. Los cuchillos largos saldrán a
relucir, y las patadas y zancadillas se volverán pan de cada día. Michelle
necesitará entonces toda su hábil muñeca, y mucha voluntad, creatividad y una
paciencia a toda prueba, para salir adelante. Primero, para seleccionar su
destino (le encargo la batalla campal que se va a armar); segundo, para elegir
a su tripulación (aunque Michelle no sea creyente, la trifulca aquí adquirirá
proporciones bíblicas); tercero, para ordenar a los pasajeros (en especial a
los que no fueron considerados en la repartija); y cuarto, como si lo anterior
fuera poco, para maniobrar el timón y, en medio de la tormenta, conducir con
éxito la pesada embarcación hacia la anhelada meta.
Echará
de menos Michelle, le garantizo, una buena comunicación con el Supremo Hacedor.
Lamentará, seguramente, el no poder, en los momentos más álgidos de la
travesía, contactarse con Él para pedirle su apoyo, ni su asesoría, ni su guía
experta. Tendrá que batirse solita. No le quedará otra. Salvo que algunos de
sus oficiales, que tienen línea abierta de manera permanente con la divinidad, se
consigan, como por debajo, algunas ayuditas, y tengan la habilidad de
trasmitírselas sin que ella se percate de su procedencia.
Compleja
tarea le espera a Michelle, qué duda cabe. A los que somos espectadores, en
todo caso, sólo nos resta aguardar que ella sortee exitosamente este duro
trance que, voluntariamente, eligió enfrentar. Que termine de llenar la nave,
que distribuya bien a su tripulación, que acomode sin inconvenientes a sus
pasajeros, que defina su derrotero, y que luego sea capaz de sortear con éxito
las duras pruebas que éstos y el diluvio le pondrán por delante. Que de verdad consiga
maniobrar con destreza su gigantesca embarcación, para hacerla surcar con
fluidez por las tempestuosas aguas y encallarla por fin en la cima del monte
Ararat.
Y
aunque tampoco nos manejemos en íntimo contacto con el Divino Hacedor, no está
demás plantearle a Éste que le pegue, de vez en cuando, una apuntalada. Para
que mantenga al menos la embarcación a flote y no pierda el rumbo.
Y en
especial, para que Michelle no envejezca demasiados años de golpe ni le salgan
canas verdes.
Aunque en estos tiempos de la cosmética, si llegaran a aparecerle, no tendríamos cómo comprobarlo.
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