La paradoja de la derecha
Chile
habló, y lo hizo de manera tajante. Con poco más de un 41% de participación (la
altísima abstención es un fenómeno que habrá, qué duda cabe, que analizar en
serio en los próximos meses), decidió por una amplia mayoría que Michelle
Bachelet tome el timón de este enorme
buque llamado Chile, y lo guíe hacia un futuro mejor.
Las
cifras son conocidas y categóricas: en cuatro años, la Alianza pasó de la
gloria a la debacle. Piñera obtuvo 3.563.050 sufragios, con un 51,6% de la
votación. Matthei, sólo 2.109.360, con un 37,8%. En cuatro años, la Alianza
perdió 1.450.000 votos y un 13,8% del favor ciudadano. Si a eso agregamos el
resultado de la elección parlamentaria, el escenario es desolador para la
derecha.
La
pregunta, entonces, se instala con la fuerza de un bloque de concreto que cae
desde las alturas: ¿por qué, pese a la buena gestión de Piñera (reconocida
hasta por sus adversarios), la ciudadanía le mostró la tarjeta roja a la
coalición que lo secundó y la envió, inapelablemente, a las duchas de manera
temprana?
Es
paradojal, dicen los miembros de la Alianza: los gobernantes exitosos tiene el
legítimo derecho de esperar que alguien de su propio sector, recoja el
testimonio y continúe la carrera. ¿Por qué no fue así en esta oportunidad?
¿Cuáles son las causas de la paradoja?
Como
en muchas otras materias, no hay consenso al respecto en el oficialismo (en el
actual, no en el que se instalará a
contar de marzo). Los más acérrimos partidarios del gobierno, por ejemplo, la atribuyen
a un severo déficit comunicacional: que la ausencia de “relato” y la falta de
sintonía con la opinión pública que adolece el gobierno impidieron que ésta
conociera, y por ende reconociera, su notable gestión; que aquélla es, en un
alto porcentaje, consecuencia de la particular personalidad de nuestro
presidente, que apabulla todo intento de trasmitir el exitoso desempeño del
gobierno y genera, con su omnipresencia, el rechazo ciudadano; que la
ciudadanía ha reaccionado en forma muy negativa al comprobar que el gobierno ha
sido incapaz de cumplir las enormes expectativas que generó en sus inicios (lo
que se ha logrado, que es mucho, empalidece, dicen, frente a lo que se prometió, que era
demasiado); que tanto autogol innecesario tiene que, obligadamente, generar
efectos nocivos. En fin, en una de ésas, todas las anteriores.
Los no tan acérrimos (e incluso algunos
no tan partidarios) plantean que el electorado sancionó al gobierno por el
pecado de haberse apartado de los sabios y estrictos principios neoliberales
que conforman el sustento filosófico de la centroderecha y que constituían la
base de su programa (la tesis Novoa, por ejemplo). Alguno por ahí lo acusa de
“falta de calle”, vale decir, de lejanía con la ciudadanía, de no estar “donde
las papas queman” y, por lógica consecuencia, de no conocer los reales
problemas que aquejan a la gran mayoría de los chilenos. Incluso hay quien
opina que el electorado no es racional al momento de emitir su opinión o su
sufragio; que son sus emociones las que prevalecen, perjudicando a un
presidente y a una candidata que, como resulta evidente, no se caracterizan
precisamente por generar cercanía con el electorado.
Sorprende
la miopía de estos análisis, porque ninguno de esos argumentos explica las
masivas protestas, la efervescencia social que se ha producido en los últimos
meses, y ese sordo malestar que se palpa en las redes sociales. Ninguno se hace
cargo de esa sensación de desesperanza, de desvalimiento, de desamparo, que se
esparce abrumadoramente por los sectores populares, y que se refleja en la
falta de interés por la política que ya habían pronosticado algunas encuestas,
y que ha quedado patente en esta elección. Podríamos decir que el Chile de hoy
es demasiado distinto al de cuatro años atrás, que sufrió un cambio muy
profundo, y que éste no fue captado, y menos dimensionado, por los expertos de
la coalición gobernante.
Un antecedente que contribuye a hacer
algo de luz en este enigma, es que el punto de inflexión parece haberse
producido cuando se iniciaron, el año 2011, las protestas estudiantiles. Ellas ventilaron algo que era
archisabido a nivel cupular, pero que no estaba internalizado en el consciente
colectivo: que el sistema educacional chileno —implementado por miembros de la coalición
gobernante en la época de Pinochet y profundizado por la Concertación (que en
teoría discrepaba de él) durante sus cuatro gobiernos— es un completo
desastre y que, tras casi 30 años de aplicación, ha fracasado de la manera más
rotunda en conseguir calidad y equidad en la educación. Peor que eso, que
parece que hubiera sido diseñado para perpetuar las atroces desigualdades
socioeconómicas de que adolece nuestra sociedad.
A partir de esa dramática constatación,
era cuestión de tiempo que comenzaran a surgir, como un chorro de agua desde un
grifo recién abierto, nuevas interrogantes: ¿Qué ocurre en salud? ¿Y en
vivienda? ¿En medioambiente? ¿En justicia? ¿En el acceso al financiamiento? ¿En
el ámbito laboral? ¿En el tributario? ¿En el nivel de ingreso personal y familiar?
¿En el consumo diario? ¿En seguridad? ¿En esparcimiento? ¿En previsión? ¿Concurren
en cada uno de estos ámbitos los conceptos de calidad y equidad que tenemos (¿o
resulta que, en realidad, no tenemos?) derecho a exigir, o estamos igual de mal
(o peor) que en educación? Como usted concordará conmigo, estimado lector,
basta un somero análisis en cualquiera de estas áreas para concluir que, con la
brutal inequidad que se aprecia a simple vista, se genera material de respaldo
más que suficiente para explicar el malestar social existente.
Pero, como si lo anterior no bastara, hay
que agregar que también por esas fechas —un poco antes, incluso—
comenzaron a destaparse escándalos surtidos que tenían un denominador común:
eran abusos cometidos por entes privados, aprovechando su posición dominante,
en contra de ciudadanos comunes y corrientes, sin que el Estado hubiese hecho
nada por evitarlos y menos por prevenirlos. La lista es larga: farmacias
coludidas, laboratorios que entregan incentivos a los médicos para que receten
medicamentos fabricados por ellos mismos (casualmente, sólo casualmente, los
más caros), el caso La Polar, el caso Cencosud (que significó, de paso, la
tumba de las aspiraciones presidenciales de uno de los candidatos de la centroderecha),
bancos abusadores (con el Bancoestado y el Santander como partes visibles del
iceberg), universidades que estafan a sus estudiantes con carreras, profesores
y acreditaciones truchos, el crédito con aval del Estado otorgado por los
bancos a los estudiantes a tasas expropiatorias, los desastres medioambientales
de Huasco, Freirina y Tocopilla, el gigantesco negocio financiero (¿o usurero?)
del retail, la vergonzosa usura que campea en las casas de empeño, Eurolatina
(que, al parecer, sigue funcionando con otro nombre), entre los más conocidos.
Y, como si todavía eso fuera poco,
también salieron —y siguen saliendo— a la luz pública casos de decisiones de
la autoridad abiertamente sospechosas de favorecer a poderosos grupos
empresariales en desmedro del resto de los chilenos: la última modificación del
plano regulador metropolitano de Santiago, la escandalosa mega condonación
tributaria a Johnson’s, las rentas presuntas que pagan algunas grandes
empresas, las irrisorias contribuciones de bienes raíces a las que están
afectos algunos inmuebles de la zona habitacional más exclusiva del país, las
exiguas patentes que pagan muchas grandes empresas por funcionar en
determinadas comunas, la aprobación de Hidroaysén, la fallida licitación del
litio, el también fallido proyecto Bicentenario en los terrenos del aeropuerto
de Cerrillos, el negocio financiero del Transantiago, la vergonzosa nueva ley
de pesca (aquí se comprueba, además de lo poderoso que puede llegar a ser un
lobby, que gobierno y oposición unidos jamás serán vencidos), y la aprobación
de la central Punta Alcalde por parte de un comité de ministros —con el
expediente de comprar contaminación— tras haber sido rechazada por las
instancias técnicas.
Y todavía más: agréguele a lo anterior
todos los escándalos denunciados (y en muy pocos casos sancionados) de fraude
fiscal, de intentos surtidos de llevarse el Estado para la casa (contratos de
honorarios truchos, sobreprecios de variada índole, sobresueldos ilegales,
subsidios improcedentes, pensiones fraudulentas, etc.), en extremo comunes en
los gobiernos concertacionistas, pero en ningún caso ausentes en el actual.
Y la guinda de la torta: el vergonzoso
proceder del Congreso al fijar sus remuneraciones y al establecerse beneficios laborales muy superiores
a aquéllos que están garantizados en la legislación aplicable en la materia al
resto de los chilenos.
Si sumamos todo, reconozcámoslo, el agua
de la piscina se vuelve más que turbia. Algo huele muy mal en Pantanal. Si
debajo de cada piedra que levantamos hallamos inequidades a destajo, si los más
poderosos abusan de los más débiles sin que nadie los controle, si las
autoridades dejan, por la razón que sea, de perseguir el bien común para
preferir el interés de unos pocos, y si además se dedican a ordeñar al Estado
como si fuese su propia vaca lechera, dígame usted, estimado lector ¿de qué
paradoja estamos hablando? Si confrontados así los hechos, parecen una burla
los cuestionamientos que se efectúan en la derecha. ¿Buena gestión? Tal vez,
pero ¿para quién? ¿Quiénes se han beneficiado más con ella? No la mayoría de
Chile, desde luego.
Hay una paradoja, no cabe duda, pero no
es la que plantean los partidarios del actual gobierno. La paradoja es cómo,
con un sistema tan injusto y abusivo para un 80% de la población, existe tanta
conformidad en la ciudadanía; por qué, a pesar de la penosa situación de
nuestros sectores más desposeídos, hay tantas personas convencidas de que
vivimos en el mejor de los mundos (recuerde la que, sin duda, es la frase del 2013:
“bienvenido a un mundo mejor”); por qué, aunque somos tantos los perjudicados,
sólo los estudiantes y los pobladores se han atrevido a salir a la calle, a
riesgo de sus propios futuros, mientras el resto de los chilenos permanecemos
impávidos mirando como otros hacen y deshacen con nuestras existencias; por qué
quienes han desarrollado este sistema y lo mantienen en el tiempo, nuestros
políticos de ambos bandos, deambulan con toda tranquilidad por la vida sabiendo
que, no importando su desempeño, tienen asegurada su porción de poder (y muchos
de ellos sus jugosos escaños en el Congreso) sea cual fuere el resultado de la
próxima elección; por qué, si tenemos la sartén por el mango (nuestros votos)
no somos capaces de cambiar un sistema que, a todas luces, nos perjudica. Ésa
es la paradoja. Y vaya que es enorme ¿verdad?
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