El apartheid nuestro de cada día
Llegó
el esperado desenlace y no hubo sorpresas. Michelle Bachelet se impuso con
claridad y contundencia a Evelyn Matthei, y asumirá, si todo funciona como está
previsto, por segunda vez la Presidencia el próximo mes de marzo.
¿A
qué país llega Michelle? ¿Cuál es el escenario donde deberá, por los próximos
cuatro años, desempeñar la primera magistratura? ¿Es ―como plantearon durante
toda la campaña la candidata perdedora, su comando y el conglomerado político
que la respalda―, una nación pujante, vigorosa, donde quienes dan su mejor
esfuerzo reciben, como corresponde, su justa retribución? ¿Es un país donde los
ciudadanos tienen las mismas opciones de alcanzar sus objetivos en la vida? ¿Se
trata de un lugar donde todos reciben un trato igualitario; donde no hay
prerrogativas para grupos minoritarios?
Lamentablemente,
no. La triste realidad, estimado lector, es que ella llega a presidir un país
que practica el apartheid.
El
apartheid ―ese aberrante sistema de segregación (en este caso racial) perpetrado
en Sudáfrica por la minoría blanca y cristiana (sí, no estoy inventando,
cristiana) para proteger sus intereses (preferentemente económicos) contra una
aplastada mayoría negra―, no
requiere, en los hechos, de normas explícitas para manifestarse. Usted no
necesita, para ponerlo en práctica, que su legislación señale expresamente que
no todos los ciudadanos son iguales, y que hay algunos que, por las razones que
fuere, tienen prerrogativas que resultan, cualquiera sea la óptica que se use
para evaluarlas, inadmisibles. Puede obtener resultados parecidos de manera
encubierta.
La
prueba evidente de ello es la misma Sudáfrica. Si usted revisa sus indicadores
de desigualdad, coincidirá conmigo que el apartheid sigue vigente: su coeficiente
de Gini es 0,631 (entre los cinco peores del mundo) y su relación interdecil,
44,2 (el decil más acomodado gana 44,2 veces más que el menos favorecido).
Ambas cifras son horrorosas, y confirman que no basta con suprimir de las leyes
toda huella de segregación; también hay que hacerlo de las estructuras, tanto
de las sociales (qué difícil suena eso) como de las económicas (más difícil
aún; ¿cómo revierte usted las consecuencias de toda una vida de inadmisibles
privilegios?).
Durante
la tarde de ayer, presencié por internet un debate en la radio de mi
preferencia: dos presidentes de partido y dos entrevistadores. Uno de éstos
tiró el tema a la mesa: ¿cuál es una relación razonable entre los ingresos del
sector más acomodado y del más desvalido? Aunque el hombre normalmente se las
trae, en esta oportunidad no lo planteó adecuadamente (tal vez no le dio la
importancia debida a la cifra en cuestión) y su entrevistado (ignoro si no entendió
bien la pregunta o lo hizo ex profeso) se le fue por las ramas. Pues bien,
ambos deberían tener claro que a la fecha no se han inventado mejores
indicadores para graficar el grado de segregación existente en una sociedad,
que los dos señalados más arriba.
En
efecto, un coeficiente de Gini superior a 0,4 ya es una prueba fehaciente de
que una sociedad no está funcionando como corresponde. Ahora, si el guarismo supera los 0,60, como es
el caso de Sudáfrica, estamos hablando lisa y llanamente de esclavitud.
Indicadores de 0,60 y superiores eran, seguramente, los que se daban (si
hubiese sido factible medirlos) en sociedades tan abyectas como la Sudáfrica
pre-apartheid o los estados federales del sur de Estados Unidos antes de la
guerra de la secesión.
Chile
presenta un coeficiente de Gini de 0,52 (en el papel, porque hay organizaciones
que afirman que el dato correcto es 0,54, y especialistas que aseguran que
asciende a 0,57). Cualquiera que sea la interpretación que pretenda dársele, lo
concreto es que la cifra es brutal. Muestra en verdadero abismo entre dos
mundos opuestos: el Chile A, con educación, salud, vivienda, esparcimiento,
acceso al financiamiento y a bienes de consumo, previsión, estándar de vida y
nivel de ingresos propios de un país desarrollado; y el Chile B, con niveles de
subdesarrollo pronunciado en cada una de esas áreas y en muchas otras. Ambos
mundos conviven en el mismo país, pero en ningún caso bajo el mismo techo. Tanto es así, que el primero hace su mejor esfuerzo para evitar cualquier contacto con el
segundo. Si eso no es segregación, ¿cómo puede llamársele?
En
el Chile que recibirá en marzo Michelle Bachelet, se practica el apartheid. Es
una política que está enquistada profundamente en nuestra normativa, que descansa
en nuestro inmoral sistema tributario y se alimenta con el verdadero regalo que,
a precios irrisorios, efectuamos de nuestros recursos naturales; que se
sustenta en el enorme poder, político y económico, que acumulan los grandes
empresarios, y en el mínimo que detentan los trabajadores, cesantes y
pensionados; que se alimenta del nulo compromiso que los políticos de ambos
bandos tienen con sus electores.
No
la tendrá fácil, por esta razón, nuestra recién electa presidenta. La sociedad
está despertando; lentamente, con modorra, como cuando alguien viene saliendo
de un profundo sueño, pero despertando, al fin y al cabo. Y ese despertar
generará cada vez mayor conciencia, y también mayor impaciencia. Las personas,
paulatinamente, se irán percatando de que el mundo en el que viven no es el que
les corresponde; que nuestras cifras de desigualdad no son tolerables; que se
requiere con urgencia mejorarlas; y que para ello, es preciso explicitarlas,
medirlas y considerar de manera urgente medidas correctivas. Y comenzarán a
exigirlas, cada vez con mayor vehemencia.
Vienen,
entonces, tiempos difíciles, donde comprobaremos si Michelle Bachelet es una
estadista, que entendió la magnitud del desafío que se le viene encima y
seleccionó las mejores herramientas (y los mejores maestros) para enfrentarlo,
o es sólo una más del lote, que desfilará sin pena ni gloria como lo han hecho
casi todos nuestros últimos presidentes.
Por
el bien de Chile, esperemos que sea lo primero: que Michelle nos tape la boca a
todos quienes no fuimos sus partidarios (confieso que voté por MEO en primera
vuelta y me quedé en mi casa en la segunda), y ejecute todos los cambios que se
requieran para lograr un Chile más equitativo y más justo, le pese a quien le
pese.
Bienvenida,
pues, Michele, a nuestro criollo apartheid. La corona de estadista y el pendón
del fracaso le aguardan. Permítame entregarle mis mejores deseos para que sea
la primera la que engalane su frente cuando, transcurridos los próximos cuatro
años, hagamos el correspondiente balance. Que el mayor éxito la acompañe. De
verdad lo necesitamos.
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