Las inmorales dietas parlamentarias
Es
difícil estar en desacuerdo con la moción presentada por diez diputados el
jueves de la semana pasada, con el propósito de quitarle el rango
constitucional a la determinación de las dietas parlamentarias. Cuesta, en verdad,
encontrar aunque sea un argumento, con un mínimo grado de solidez, que sustente
la situación actual. Ni siquiera la intención de impedir que los parlamentarios
legislen en su propio beneficio es plausible, pues ya existe contundente
evidencia empírica (¿se acuerda del caso MOP Gate?) de que les basta con hallar
una excusa, por inmoral que ella sea, para ponerse de acuerdo y mejorar de
manera contundente sus emolumentos.
Pero
no sólo la moción es pertinente. También lo es, y mucho más de hecho, enfrentar
la causa que le dio origen: la evidente (y descarada, habría que decir) desproporción
que guarda la dieta parlamentaria actual, no sólo con la realidad chilena, sino
con la de todos los países que nos pueden servir de referencia.
La escandalosa
evidencia es de dominio público. Por donde uno mire, la dieta parlamentaria
está absolutamente sobredimensionada. Respecto de Latinoamérica, de la OCDE, del
mundo entero. Todas las cifras, y todas las relaciones que se obtienen a partir
de ellas, son lapidarias, pero destaquemos sólo una: la relación entre la dieta
parlamentaria ―$ 8.454. 379 brutos a la fecha, que equivalen a 40,3 veces el
sueldo mínimo― y el ingreso promedio del primer decil, esto es, del 10% más
pobre de nuestra población ($ 75.000 a la fecha, aproximadamente, según datos
del Banco Mundial).
La dieta parlamentaria, el sueldo de
nuestros representantes en el Congreso, es 112 veces mayor que el ingreso promedio
del 10% más pobre de nuestra población.
La
dieta parlamentaria, como resulta evidente, no sólo ubica a nuestros
parlamentarios dentro del 10% más rico de la población. Los sitúa al menos,
dentro del 2% más rico, y bastante cerca del 1%. La dieta parlamentaria, estimado lector, es un emblema de la
desigualdad que nos azota. Es la expresión clara, nítida y precisa, el
ejemplo más ilustrativo, de lo que puede llegar a ocurrir cuando uno tiene el
poder y lo usa en beneficio propio. Debería, de hecho, enseñarse en los
colegios en tal sentido, como la muestra fehaciente de las consecuencias de no
llegar a servir, sino a servirnos de la administración pública.
Es por eso, por su carácter simbólico, que debe
rebajarse.
Al
respecto, comparto plenamente la propuesta de los diputados de relacionar la
dieta parlamentaria con el salario mínimo. De hecho, coincidentemente la
planteé al menos en dos artículos publicados en este medio: Programas de los
candidatos: los temas ausentes, http://goo.gl/RiO6i4,
el 4 de noviembre pasado; y La equidad y la dieta parlamentaria, http://goo.gl/9HrNZV, del 30 de diciembre). Una
dieta equivalente a 20 veces el salario mínimo ($ 4.200.000 brutos: 56 veces el
ingreso promedio del 10% más pobre de la población) no cambiaría nuestros
índices de desigualdad, es cierto, pero sería una señal potente de lo que
estamos dispuestos a hacer para combatir el flagelo. Se convertiría en el
primer paso; la advertencia de que el combate viene, ahora sí, en serio. La
prueba de que nuestros parlamentarios no se mueven sólo por los prosaicos
morlacos, sino también por algo mucho más sublime: los principios y el bien
común.
Que
haya parlamentarios que piensen (como Felipe Ward) que esa cifra no satisface sus
expectativas de renta y que en tal condición estaría mucho mejor en el mundo
privado, da exactamente lo mismo. La puerta es bien ancha y nadie está obligado
a seguir desempeñando su cargo si se siente incómodo en él. Si no le gusta, que
se vaya de inmediato al sector privado. Le aseguro, estimado lector, que hay
miles de chilenos tanto o más capaces que los que hoy se desempeñan en el
Congreso, que estarían felices de prestar sus servicios a la ciudadanía por tan
“reguleque” emolumento.
Ahora,
si su problema son las pensiones alimenticias (como, al parecer, es el caso de
Pepe Auth), mejor ni siquiera conversemos. Coincidirá usted conmigo en que
quien se atreva a plantear algo así, no está a la altura del debate.
Paro
hay un antecedente que nadie ha mencionado aún, y que es mucho más profundo y
relevante en esta discusión que recién se inicia: la génesis de esta
desproporcionada dieta.
Si
usted mira las cifras que se han publicado, observará que no siempre existió
esta enorme diferencia. Hasta el 2002, de hecho, la dieta parlamentaria era
sólo 16,8 veces superior al salario mínimo. Si tal diferencia se hubiese
mantenido, hoy la dieta sería de $ 3.540.000 aproximadamente, menor incluso que
la cifra que plantean los diputados como objetivo. ¿Qué pasó entremedio para
que la situación cambiase tan radicalmente?
Le
ayudo a refrescar la memoria. A comienzos del presente siglo se destapó el caso
sobresueldos, también llamado (por uno de los tantos mecanismos utilizados para
ordeñar al Estado) caso MOP Gate. ¿En qué consistió? Muy simple: quienes
manejaban el gobierno en esa época (usted sabe quiénes son, ¿para qué se los
voy a nombrar?) decidieron, por sí y ante sí, sin mediar estudio alguno de
respaldo, que los sueldos que recibían eran demasiado exiguos, e idearon varios
mecanismos para retirar, pasando por alto la normativa vigente, jugosos
suplementos. Cuando fueron descubiertos, no se les aplicó el peso de la ley
(como correspondía, y como se habría hecho en cualquier democracia seria y justa).
Por el contrario, la oposición de la época se puso de acuerdo con el Gobierno
para echarle tierra al asunto (observe, si no me cree, las prescripciones que
se establecieron por los eventuales delitos que pudieron haberse cometido) a
cambio de ir en la parada. Las dietas parlamentarias fueron incrementadas, sin
ningún estudio de respaldo, en casi un 160% (revise los datos que entregaron
los diputados patrocinantes de la iniciativa; salta a la vista), con tan
espurio acuerdo.
Ahí lo tiene, estimado lector: el caso MOP
Gate, uno de los peores baldones que deshonran nuestra historia democrática;
uno de los más abyectos estigmas que la mancillan; la muestra fehaciente de lo
oprobiosa que puede llegar a ser la gestión pública, cuando quienes están
encargados de ejercerla se ponen de acuerdo con quienes deben controlarlos y
legislan en beneficio propio; ése es el origen de la indefendible posición que
hoy, en materia de rentas, muestran nuestros parlamentarios.
Cuando
hoy se plantea que la Constitución debe cambiarse, el principal argumento que
se esgrime es que su origen es inaceptable. Un engendro creado por la
dictadura, se aduce, no tiene cabida en democracia. Ocurre, estimado lector,
que en el caso de las dietas parlamentarias rige exactamente la misma premisa: deben
reducirse porque la génesis de su excesivo monto, es inadmisible.
Los
estandartes, los blasones, las insignias de los países deben mantenerse
impolutos. No pueden arrastrarse eternamente por la vida deshonrados, manchados
por el fango. El de nuestro Congreso está mancillado y es indispensable devolverle
el honor. ¿Estarán nuestro parlamentarios a la altura? ¿O pesarán más sus
intereses personales que la dignidad de la institución a la que pertenecen? Gracias
a la iniciativa de unos pocos diputados llegó, al parecer, el momento de
comprobarlo.
Que
les vaya bien, honorables señores, con su imprescindible iniciativa; el país
entero (espero) estará pendiente de ustedes.
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