Michelle, ¿cómo podemos combatir la desigualdad?
En
su primer discurso como presidenta, Michelle Bachelet planteó, entre varios
tópicos de mucho interés, una declaración y un llamado. “¡Chile tiene un solo
gran adversario, y eso se llama desigualdad!”, advirtió hacia el final de su
alocución, y agregó “Y sólo juntos podremos enfrentarla”.
Contundente
mensaje, ¿no le parece? Y más que pertinente, considerando el escandaloso, humillante
y vejatorio panorama que, en esa materia, nos arrojó a la cara el reciente
informe de la OCDE, donde Chile muestra, por lejos, el peor desempeño en materia
de desigualdad dentro de tan selecto grupo, a sideral distancia de los líderes
en la materia. Es una declaración que marca lo que pareciera ser la impronta
que quiere darle a su gobierno (lo que para Piñera fue, aunque con no muy
buenos resultados, la eficiencia): combatir, de una vez por todas, la extrema e inaceptable
desigualdad que nos afecta; y la forma en que piensa abordarla: con la
colaboración y el apoyo de todos quienes habitamos en esta larga y angosta faja.
El punto a dilucidar es, desde luego, ¿cómo
lo hará? Porque, estimado lector, el lastimero e indignante resultado que nos
muestra la OCDE no es un accidente. Tampoco un problema coyuntural. Es ni más
ni menos que el resultado obtenido por este obcecado país con la aplicación,
durante 40 años, de un modelo de desarrollo aberrante, inmoral e indigno, que
favorece, fomenta más bien, la concentración de la riqueza en manos de unos
pocos.
Porque
eso es lo que nos muestra el informe de la OCDE: el desempeño del modelo de
desarrollo vigente, ¿verdad? Es un informe de evaluación, el resultado de un
examen donde, como uno lo mire, dicho sistema sale reprobado (no sólo eso; es
el peor de todos los modelos evaluados). ¿O a usted le parece que nuestro
“eximio” y “paradigmático” neoliberalismo es una blanca e inocente paloma en
esta abyecta historia?
Como
nuestra presidenta tuvo la gentileza de llamarme a colaborarle (así interpreto
yo, al menos, esa última parte de su discurso), me permito responder de manera
inmediata a su convocatoria, planteándole los aspectos que hay que dilucidar
para enfrentar con éxito tan morrocotudo desafío.
Permítame,
estimado lector, recurrir para ello a una inmortal cita planteada en el siglo
XIX por William Thomson, eximio matemático y físico conocido universalmente
como Lord Kelvin: “Lo que no se define,
no se puede medir; lo que no se mide, no se puede mejorar; lo que no se mejora,
se degrada siempre”. Ella condensa, de manera brillante, lo que el nuevo
gobierno, si desea tener éxito en la magna tarea que se ha planteado, debe
necesariamente efectuar: definir lo que
entiende por desigualdad —en qué consiste y cuál es, exactamente, su origen—,
determinar la forma de medirla —a cuánto asciende, cuál es su dimensión—, y la
de combatirla —el cómo hacerlo, la estrategia más apropiada; cuál es la forma
más efectiva de enfrentarla y, por supuesto, de doblegarla.
Son
preguntas incómodas, lo sé. ¿Qué es, para usted señora presidenta, la
desigualdad? ¿Podría definirla, por favor? Y, ¿cómo piensa medirla? ¿Cuáles son
sus causas? ¿Qué hará para reducirla? ¿Hasta dónde pretende disminuirla en su
período? Sin embargo, plantearlas y responderlas es la única —lo reitero, la
única— forma lógica y racional de abordar el problema. Si Michelle Bachelet
cruza ese puente, ese sólo hecho la hará pasar a la historia con letras de oro.
Sería el único presidente, hombre o mujer, que habría tenido la valentía de
hacerlo hasta la fecha, y sentaría las bases, primero, del combate sistemático
contra tan abominable flagelo y, segundo, de un sistema de evaluación —¡por
fin!, ¡si no existe ninguno!— de la gestión presidencial.
Vamos,
pues, al aporte.
LO PRIMERO: ¿QUÉ ES LA DESIGUALDAD Y CUÁLES
SON SUS CAUSAS?
Lo que no se define, no se puede medir.
Lancémonos a la piscina, entonces. ¿Qué es la desigualdad?
Aunque
ciertas instituciones tienen la suya propia —la del Banco Mundial, por ejemplo,
señala que desigualdad es “la dispersión
de una distribución, sea del ingreso, del consumo o de algún otro indicador de
bienestar o atributo de una población”— no hay una definición
unánimemente aceptada al respecto. Me permitiré, pues, usar la mía: la desigualdad es un desequilibrio en el
acceso al bienestar que genera una sociedad. Este bienestar, dependiendo
del caso, puede corresponder a ingresos, a bienes, a servicios, a oportunidades
o a recursos productivos, y que exista desequilibrio significa que algunos
acceden, en desmedro del resto, a un bienestar mayor que el que, en justicia,
les corresponde.
¿Cuáles
son las causas de ese desequilibrio? Siempre desde mi perspectiva, pueden
dividirse en tres grupos: las causas
insoslayables, las capacidades y la
inequidad.
Las causas insoslayables son aquéllas que, por
muchas medidas que uno tome, siempre estarán presentes en una sociedad. Son
tres: las diferencias genéticas —haga usted o que haga, jamás podrá correr como
Usain Bolt, cantar como Juan Diego Flórez o usar el cerebro como Stephen
Hawking—, las conductuales —una persona optimista tendrá más opciones en la
vida que una pesimista, y una responsable que una irresponsable—, y las
generadas por el azar —son muy pocos los que logran ganarse el loto, por
ejemplo, pero si es ése su caso, usted será desigual a partir de ese momento.
Las competencias son aquellos
conocimientos, aptitudes, habilidades o destrezas que uno adquiere en su vida
por medio de la educación, la capacitación y la experiencia, y que le permiten
desenvolverse de mejor manera en el complicado devenir diario. Es casi
inevitable, por ejemplo, que un médico acceda a mayores niveles de bienestar que
un recogedor de basura, o un ingeniero en minas que un albañil.
La inequidad es aquella parte de la desigualdad
generada por la asimetría del poder, vale decir, causada por el uso de
posiciones de privilegio en beneficio propio. Como bien sabemos, cuando uno
tiene poder tiende, inevitablemente, a favorecerse a sí mismo o a su gente
cercana. Ha sido así desde la prehistoria, y seguirá siéndolo por los siglos de
los siglos. Ejemplos de este tipo de desigualdad son las colusiones de precios,
el manejo de información privilegiada, el desigual acceso a las oportunidades
que genera la sociedad, la usura, el nepotismo y la obtención de bienes
públicos en forma gratuita (pudiendo pagar por ellos) o a precios irrisorios,
entre otros muchos.
Tenemos
la definición y las causas. Vamos, pues, al segundo paso.
LO SEGUNDO: ¿CÓMO SE MIDE LA DESIGUALDAD?
Lo que no se mide, no se puede mejorar.
Necesitamos, pues, herramientas de medición que nos permitan determinar no sólo
la magnitud de la desigualdad, sino, en lo posible, qué parte de ella
corresponde a cada una de las causales mencionadas en el punto anterior. Dos
son las más utilizadas: el coeficiente de Gini (revise detenidamente el informe
de la OCDE, para tener claro dónde estamos ubicados al día de hoy con respecto
a dicho indicador) y el coeficiente de desigualdad 10/10 (o relación
interdecil). Este último mide la relación entre el promedio de los ingresos del
décimo decil (el más rico) y el de los del primero (el más pobre), y ya que
resulta más fácil de usar y entender, nos centraremos en él. Observe, para
ello, el gráfico siguiente, que muestra dicho indicador para los países de la
OCDE (Fuente: elaboración propia a partir de datos obtenidos del Banco Mundial
y de la minuta comparativa publicada por el gobierno anterior):
Tabla
N° 1: Coeficientes de desigualdad 10/10 para países de la OCDE (1)
(1)
No está considerado Islandia, por no disponer de
sus datos, y está agregado Uruguay, para efectos comparativos.
Como
puede apreciar, en todos los países que han alcanzado el desarrollo, este
indicador es de sólo un dígito (menor que 10). Por ejemplo, en Suecia y Noruega
alcanza a 6; en Alemania y Austria, a 7;
en Suiza y Francia, a 9. En algunos que se hallan más o menos cercanos a
alcanzar el desarrollo, se ubica entre 10 y 15 (España, 10; Australia y Nueva
Zelandia, 13). En Uruguay, el más avanzado en este ámbito en Sudamérica, es 18.
En Chile, según una minuta comparativa de reciente aparición elaborada por el
gobierno saliente (a reconocimiento de partes, relevo de pruebas) es de 35,6. ¡Casi
el doble que la de Uruguay! ¡Más del triple que la de un país desarrollado! Vergonzoso,
¿verdad? E inaceptable, habría que decir.
El
punto clave aquí, es que este indicador no tiene un solo origen. En él
confluyen los efectos de todas las causales mencionadas más arriba. En otras palabras, del coeficiente total,
una parte está explicada por las causales insoslayables, otra por las competencias,
y una tercera, por la inequidad. La pregunta del millón aquí es, ¿cuánto
mide cada parte? Puesto de otra manera, de los 35,6 que es el coeficiente de
Chile, ¿cuánto corresponde a cada una de dichas causales?
Para
responderla, analicemos la situación de los países desarrollados. En ellos, al
igual que en Chile, los recogedores de basura y los estafetas (porque también
los hay) forman parte del primer decil de ingresos. Eso significa que los
coeficientes de dichos países —de un dígito, como ya dijimos— incorporan,
aparte del efecto de las causales insoslayables, también el de las competencias
(la relación médico vs recogedor de basura está implícita en ellos). Y, dado
que son mucho más avanzados socialmente que nosotros, hay bases sólidas para
suponer que el componente generado por la inequidad está reducido a su mínima
expresión, y que la desigualdad que presentan, obedece casi exclusivamente a ellas.
Se
puede inferir, en consecuencia, que un coeficiente de desigualdad 10/10 que
sólo refleje los efectos de las causales insoslayables y de las competencias,
debería situarse en torno a 10 (e incluso menos), por lo que toda la diferencia
hasta alcanzar los 35,6 de nuestro país, debería corresponder a inequidad. Denominaremos, entonces, al guarismo 10,
como el coeficiente de desigualdad 10/10 libre de
inequidad, y a la diferencia entre éste y el coeficiente total, como el
coeficiente de inequidad. Así, el coeficiente de inequidad de Chile es 35,6
– 10 = 25,6. Éste es, estimado lector y estimada Michelle, el que hay que
reducir a cero.
Tenemos, por consiguiente, nuestras
herramientas de medición: el coeficiente de desigualdad 10/10 y el coeficiente
de inequidad, y sabemos cuáles son las metas que, en relación a ellos, debemos
alcanzar. Tenemos que reducir el primero a 10 (o menos) y el segundo, a cero.
LO TERCERO: ¿CÓMO SE COMBATE LA
DESIGUALDAD?
Lo que no se mejora, se degrada siempre. Hay que actuar, sí o sí, contra la desigualdad, pues
de lo contrario ésta tiende, inevitablemente, a acrecentarse.
Pretender
enfrentar las causas insoslayables, es tiempo perdido. ¿Cómo reduce usted las
diferencias genéticas? ¿Cómo maneja el azar? Algo más puede hacerse en lo que
respecta a las conductas, pero a muy largo plazo y a un costo muy elevado. No
va por ahí, entonces, la manera más efectiva de enfrentar al mencionado
flagelo.
Actuar
sobre las competencias es el camino que han pretendido usar (por lo menos de la
boca hacia afuera) todos los últimos gobiernos, y también es, hasta el momento
al menos, el que pretende utilizar Michelle Bachelet. Por ello está planteando
una profunda reforma educacional como uno de los pilares en que sustentará el
desempeño de su gobierno. El detalle específico de lo que tiene considerado
hacer aún no es conocido, por lo que no es dable opinar todavía al respecto. Lo
dejaremos, pues, como materia pendiente, aunque sin dejar de mencionar que
pretender acabar con la desigualdad sólo por medio de mejorar las competencias,
es absolutamente inviable. ¿Por qué? Pues, porque todas los oficios y
profesiones que la sociedad ha desarrollado para su adecuado funcionamiento,
deben estar siempre cubiertos para que tal propósito se cumpla. En toda nación,
deben existir tanto médicos como recogedores de basura; tanto ingenieros como
albañiles; tanto empresarios como estafetas. No puede usted prescindir de
nadie. Tampoco pretender que existan sólo profesionales. De manera que, si
usted quiere reducir en serio la desigualdad, tiene que buscar otra ruta.
Actuar sobre las competencias, no es la mejor. Más aún, pretender abordar el
flagelo exclusivamente por esta vía es, lisa y llanamente, no entender el
asunto.
El
tercer camino, es el que menos ha sido utilizado hasta la fecha en nuestro país,
pero es el más fructífero: combatir la inequidad. Es el que han utilizado, con
enorme éxito, todos los países desarrollados. ¿Cómo puede hacerse? Atacando en
profundidad las prácticas y las estructuras que originan y permiten mantener la
asimetría de poder en nuestra sociedad; todo aquello que huela a concentración
de riqueza, de poder, de información, de privilegios o de recursos naturales. Por
cierto, ello requiere modificar algunas de las bases del actual modelo, tales como
el Estado “subsidiario” o los impuestos bajos, pero si de verdad se quiere
combatir el fenómeno, habrá que hacerlo, ¿no le parece? Sólo a manera de
ejemplo, y para no extenderme en demasía, mencionaré algunas posibles formas de
avanzar por esta ruta (usted, amigo lector, seguramente conoce, y puede
agregar, muchas más).
Eliminar
el “sistema integrado de impuesto a la renta”, reemplazándolo por uno donde los
tributos de las empresas sean de beneficio fiscal y donde quienes obtienen
mayores ingresos paguen, efectivamente, los tributos que les corresponden. Con
ello se consigue limitar en gran parte la acumulación indebida de riqueza.
Establecer
un límite no superior al 20% para la concentración máxima que puede llegar a
registrarse en una industria, como la bancaria, la de los seguros, AFPs,
farmacias y retail. En aquellos casos donde existan posiciones monopólicas
imposibles de resolver (servicios básicos, por ejemplo), procurar devolverlos a
poder del Estado, con condiciones de máxima transparencia para su gestión.
En
el ámbito de los recursos naturales, modificar la ley de pesca, eliminando de
raíz la vergonzosa norma que entregó gratuitamente un elevado porcentaje de
nuestros recursos pesqueros a perpetuidad a unas pocas empresas pesqueras (el
recurso debería, como muchas voces lo han planteado, licitarse anualmente).
En
lo que respecta a la minería, establecer un royalty sustancialmente superior al
actual para la explotación de recursos mineros, y tomar las medidas pertinentes
para que las futuras explotaciones de la gran minería, sean desarrolladas por
el Estado. Hoy, con el desarrollo actual de las técnicas administrativas y del
mercado financiero, no existen razones de peso para oponerse a que los recursos
naturales más valiosos que poseemos, sean entregados a precio vil a empresas
privadas con la excusa de que necesitamos inversión extranjera.
En
el ámbito laboral, por una parte, fortalecer los sindicatos, asimilando las
normativas que los rigen a las que existen en los países líderes en la materia;
y por otra, legislar para hacer obligatorio que las empresas repartan entre sus
trabajadores, como gratificación legal, el 30% de las utilidades del período
(para ello, sólo se requiere eliminar la figura de la “gratificación legal garantizada”
del Código Laboral). Ni le cuento el impacto que tendría en la distribución del
ingreso esta medida específica.
En
la administración pública, redefinir y fortalecer la carrera funcionaria,
eliminando todos los cargos “a contrata” y a honorarios (estos últimos sólo
deberían permitirse, como casos excepcionales, para situaciones muy
restringidas); suprimir la mayor parte de los “cargos de confianza” (en dicha
calidad deberían estar los ministros, los subsecretarios, los gabinetes de
éstos (lo más reducidos posible), unos pocos asesores y pare de contar);
suprimir las reelecciones indefinidas de los parlamentarios (no deberían
permitirse más de una vez); establecer que todos los cargos, sin excepción, de
jefes de servicios, directores de organismos, jueces de cualquier instancia,
embajadores y agregados ce cualquier tipo, sean ocupados por funcionarios de
carrera.
Maximizar
la transparencia en todos los ámbitos del servicio público. A este respecto,
aquella información que se debería mantener en secreto, tendría que ser la
excepción. A modo de ejemplo, las Fiscalías deberían poner de manera permanente
a disposición de sus usuarios una lista detallada de todas las actividades que
han efectuado en relación con sus casos, de manera que ellos pudieran controlar
que éstos no han sido abandonados por los fiscales (como se rumorea que ocurre
en la mayoría de los casos que éstos tramitan).
Desde
luego, hay muchas otras medidas que pueden estudiarse e implementarse para
desconcentrar el poder y la riqueza. Usted, estimado lector, puede entretenerse
haciendo largas listas de ellas. En un país con tanta inequidad como el
nuestro, usted levanta una piedra y saltan tres o cuatro situaciones que deben
ser abordadas a este respecto. No es, sin embargo, la intención de este
artículo entregar una lista exhaustiva de ellas.
El
verdadero propósito es responder a la petición de la presidenta, y aportar con
un grano de arena a la que debiera ser la gran gesta de todos por los próximos
años: la lucha contra la desigualdad. Aquí está mi aporte, presidenta. Espero
que le sirva.
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