La roja de todos y la inequidad
Si
omitimos la forma en que se resolvió, el conflicto provocado por la repartición
de los premios obtenidos por nuestra selección en la recientes clasificatorias
al mundial de Brasil, es un inmejorable ejemplo acerca de cómo se funciona este
feo asunto de la inequidad.
Se
lo explico.
Partamos
reconociendo que la clasificación fue consecuencia de un esfuerzo colectivo. Cada
uno de los convocados, cual más cual menos, efectuó su aporte. Lo justo,
entonces, era que todos participaran de los beneficios que ella generó.
No
fue así en principio, sin embargo. En la repartición preliminar, vigente hasta
ayer, muchos (un 67% dicen por ahí) fueron excluidos. ¿Por qué?
No
existe una razón valedera. No había un mecanismo formal de distribución establecido
de antemano, como parece razonable, de manera que ello quedó a criterio de
quienes se vieron beneficiados por la medida. Y ellos aprovecharon esta
circunstancia y decidieron. En palabras simples, tenían el poder en sus manos y
lo usaron en beneficio propio.
Ellos,
qué duda cabe, cometieron un abuso.
Pues
déjeme decirle, estimado lector, que así es, exactamente, como se produce la
inequidad. Cuando se reparten los beneficios de las acciones colectivas ―los
generados por una sociedad democrática, por ejemplo―, quienes detentan el poder
sacan partido de ello para quedarse con tajadas más grandes que las que les
corresponden. Aprovechan la inexistencia de mecanismos formales, o la debilidad
de los existentes, para perjudicar a los más débiles; para, al igual que nuestros
seleccionados, cometer abusos.
Tres
son los elementos que están siempre presentes en este tipo de situaciones: una
normativa inexistente o débil, que permite la total impunidad, una posición de
poder irrestricto, donde no hay limitación alguna al actuar de quien la
detenta, y alguien dispuesto a aprovecharla.
Observe
usted lo que ocurre, por ejemplo, con la “repartija” de cargos públicos que las
coaliciones políticas efectúan cuando llegan al poder tras ganar las
elecciones. La normativa es precaria y permite el abuso a destajo (y por eso
nuestros políticos, de todos los bandos, se encargan de no modificarla); la
coalición que asume dispone del poder necesario (puede llenar los cargos a su
antojo); y está dispuesta a usarlo en su propio beneficio.
Por
esa razón se dan casos como el de Osvaldo Andrade y su cónyuge, Myriam Olate;
como el de Camila Vallejos y su pareja, Julio Sarmiento; o como el de los 55 familiares
de autoridades situados en muy bien remunerados cargos públicos, detectados por
parlamentarios opositores (quienes, desde luego, jamás emprendieron una investigación
similar durante el gobierno de Piñera). Por lo mismo, donde deberían haber funcionarios
de carrera (Direcciones de Servicios y Divisiones, gerencias de empresas
públicas, embajadas, Seremis, etc.), hay “apitutados” procedentes de los
partidos, muchas veces sin siquiera reunir las competencias requeridas por los
cargos. El festín de los triunfadores.
El
mismo origen tienen las desproporcionadas e impresentables rentas de nuestros
parlamentarios. En los tiempos en que la administración de Ricardo Lagos, con
la complicidad de la UDI, le puso ruedas al erario público (¿se acuerda del
escándalo de los sobresueldos?), no había una normativa que les impidiese
aprovecharse (todavía no la hay, pero en fin…). En tal escenario, y como
consecuencia, de las compensaciones que debió entregar el Presidente para que
todos hiciesen la vista gorda, dispusieron del poder necesario y, no faltaba
más, lo usaron en su beneficio. Se reajustaron, en uno de los hechos más vergonzosos
del la historia nacional, las rentas en un 158% en el mismo período en el que confinaron
el incremento del sueldo mínimo a un miserable 2,5%. A esos extremos se puede
llegar.
Qué
hablar de las privatizaciones efectuadas durante la dictadura, donde un grupo
de regalones de Pinochet, prácticamente sin poner un peso, se hizo de la
propiedad y el control de las mayores empresas públicas de ese entonces.
O del
sistema tributario vigente hasta el año pasado, que permitía a los empresarios pagar,
en conjunto con sus empresas, tributos equivalentes a menos del 4% de la
recaudación total por concepto de impuesto a la renta. Todavía hoy, reforma
tributaria de por medio, las empresas en Chile no pagan los servicios públicos
que consumen, por lo que éstos les son subsidiados por todos los chilenos (ojo:
la Presidenta considera que ese sistema es equitativo; para que vea usted lo
relativos que pueden llegar a ser los conceptos).
No
olvidemos, por cierto, el obsequio que hemos estado haciendo de nuestros
recursos naturales (los mineros, a las transnacionales y a algunos grupos
económicos nacionales; los pesqueros, a las siete familias aquellas). Tampoco,
la serie de escándalos empresariales que se ha venido destapando.
En
todos esos casos (y en muchos, pero muchos, más), se han dado las tres circunstancias
mencionadas a propósito de nuestros seleccionados: legislación permisiva o,
lisa y llanamente, inexistente, posiciones dotadas del suficiente poder, y
personas inescrupulosas dispuestas a hacer uso de ellas en su propio beneficio.
Los
finales son, eso sí, muy distintos. Mientras nuestros seleccionados, en una
actitud que los enaltece, fueron capaces de reconocer su error, recapacitar y
echar pie atrás, nuestros políticos y grandes empresarios no lo han hecho y, lo
peor del caso, no están dispuestos a hacerlo. Las privatizaciones de la
dictadura seguirán sin investigarse; los parlamentarios, con sus vergonzosas
dietas (le recuerdo que, además, Michelle Bachelet pretende premiar, sin motivo
alguno, a 47 nuevos apitutados); las siete familias, con los recursos pesqueros
gratuitos por 20 años; los grupos económicos, disfrutando de la renta presunta
y de otras debilidades de la nueva legislación tributaria. ¿Por cuánto tiempo?
No se sabe. En una de ésas, ad infinitum.
Hay
un factor, eso sí, que es importante mencionar. Pareciera ser que la presión
ejercida por la opinión pública tuvo algo que ver con el cambio de decisión de
nuestros seleccionados. Tal como, por lo demás, ha ocurrido en otros casos
(marchas estudiantiles, Freirina, Hidroaysén, etc.). Cabe preguntarse entonces,
¿tendrá que ser ése el camino? ¿La única vía posible? ¿La presión ciudadana? Como
para pensarlo, ¿verdad?
Mientras
tanto, celebremos el cambio de actitud de nuestros seleccionados, y comparémoslo
con la impresionante desvergüenza que muestran nuestros políticos y algunos
grandes empresarios. ¿Será que hay más decencia en el deporte? ¿O que no hay
ninguna en la política? Antes de contestar medite bien, por favor, su
respuesta.
Comentarios
Publicar un comentario