Tolkien, el Estado y la libertad
Desde
el principio de los tiempos, la libertad ha sido una de las aspiraciones más
sentidas del ser humano. Tanto es así, que disponer de la facultad de hacer lo
que uno desee, con la única cortapisa de no pisotear la azotea del vecino, ha
sido reconocido como un derecho inalienable en la Declaración Universal de
Derechos Humanos (en especial en los
artículos 1 y 3) y en casi todas las Constituciones del mundo. También, por
cierto, en la nuestra (puntualmente en el artículo 1° y en inciso 7° del
artículo 19). Y por ello, tratando de protegerla o restablecerla (al menos, en
el papel) se han librado muchas batallas a lo largo de la historia y,
seguramente, se librarán muchas más en el futuro.
Pero
la libertad en sí, es más que un derecho. Las personas “nacen libres”,
coinciden en sus primeras líneas las dos Cartas mencionadas, lo que significa
que la libertad, tal como la vida, como los pensamientos, como los
sentimientos, es una condición intrínseca al ser humano. El ser humano completo
vive, piensa y siente, pero también ejercita su libertad. Si usted le quita la
vida o la capacidad de sentir al ser humano, éste desaparece como tal. Queda
cercenado. Si lo priva de su libertad, también. La libertad es, por ello, un
bien precioso que debe ser defendido a cualquier precio. Tanto como la vida.
Ocurre,
sin embargo, que vivimos en sociedad, y que existe una organización, llamada
Estado, que regula y controla el funcionamiento de ésta, y cuya misma
existencia ya representa cierta pérdida
de nuestras facultades. La interrogante, entonces, es en extremo pertinente:
¿cómo se conjuga en una sociedad, el libre albedrío de sus integrantes con la
existencia de un organismo cuya razón de ser es, en parte, restringirlo?
La
respuesta obvia parecería ser que no se conjuga; que el Estado es un mal
necesario y, como tal, debería estar reducido a su más mínima expresión; que
tamaños mayores que el estrictamente indispensable, se traducen de manera
inevitable en pérdidas de libertad de los miembros de la sociedad.
Ríos
de tinta e incontables gigabytes se han usado en nuestro país para defender
esta postura. Incluso connotados autores de literatura fantástica, como
Tolkien, y algunos de sus inmortales personajes, han sido citados como
respaldo. Por lo demás, parece lógico,
¿verdad?, suponer que la libertad y el Estado debieran tener una relación
inversamente proporcional; que a mayor Estado, necesariamente habrá menor
libertad, y viceversa. Y parece lógico, también, que Gandalf, Aragorn y Frodo
estén de acuerdo con ello (¿encajará, en tal perspectiva, la relación de este
último con Sam?). Mal que mal, se enfrentaron nada menos que a Sauron, el ojo
que todo lo ve, símbolo del poder omnímodo. Sin embargo, muchas veces las
apariencias engañan, y lo que a primera vista parece lógico, mirado con mayor
detención no resulta tanto.
Para
allegar más antecedentes, observemos lo que nos dice la evidencia empírica al
respecto. Veamos cuál es el tamaño del Estado (en términos porcentuales, desde
luego) en las naciones que disfrutan de mayores grados de libertad.
No
existe en el mundo un “índice de libertad” unánimemente aceptado como tal. Hay
lo que podríamos llamar “aproximaciones parciales”, esto es, índices que miden
los grados de libertad de los países en ámbitos específicos. De ellos, tres son
los más reconocidos: Freedom in the world, que califica a los países en base a
su respeto por los derechos civiles; Democracy Index, que los agrupa según sus
prácticas democráticas; y Worldwide Press Freedom Index, que los clasifica
según la situación que en ellos presenta la libertad de expresión. Una buena
aproximación respecto del grado de libertad de una nación sería, entonces, que
alcanzara calificación máxima en todos ellos.
Quince
países cumplen con este requisito: doce europeos —Alemania, Austria, Bélgica,
Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Islandia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos,
Suecia y Suiza—, dos americanos —Canadá y Costa Rica—, y un oceánico —Nueva
Zelandia—. Al respecto, se podría señalar que tal vez no están todos los que
son, pero que sin lugar a dudas son todos los que están.
El
tamaño del Estado (Gasto Público como porcentaje del PIB al 2012, según el
Banco Mundial) de estos países se observa en el cuadro siguiente
(adicionalmente, se anota su ingreso per cápita y su coeficiente de Gini).
PAÍS
|
INB
per cápita
(1)
|
Coeficiente
de Gini
(2)
|
Gasto
público
(3)
|
Alemania
Austria
Bélgica
Canadá
Costa Rica
Dinamarca
Finlandia
Irlanda
Islandia
Luxemburgo
Noruega
Nueva Zelanda
Países Bajos
Suecia
Suiza
Chile
|
44.260
47.660
44.660
50.970
8.820
59.850
46.490
39.110
38.330
71.620
98,860
30.640
47.970
55.970
80.970
14.310
|
0,29
0,26
0,26
0,32
0,51
0,28
0,26
0,33
0,24
0,27
0,23
0,36
0,26
0,24
0,30
0,52
|
30%
39%
45%
18%
26%
43%
40%
44%
36%
39%
35%
42%
45%
32%
16%
20%
|
( 1)
Fuente: Banco Mundial; Dólares estadounidenses,
método Atlas
( 2)
Fuente: Banco Mundial , Eurostats, The World
Factbook
( 3)
Fuente: Banco Mundial
Como
puede apreciarse, no hay Estados ausentes en este listado. En sólo dos países,
más bien como excepción, el gasto público se sitúa bajo el 20%. En uno, Costa
Rica (un caso muy interesante de analizar), en el 26%, y en todos los
restantes, sobre el 30%. Es importante destacar que, con la sola salvedad de
Costa Rica, todos los países del listado han alcanzado el desarrollo (INB per
cápita de USD 30.000 y coeficiente de Gini menor o igual a 0,30) o están muy
cerca de hacerlo.
La
evidencia empírica, entonces, está muy lejos de corroborar esa relación inversa
que, según algunos, debería producirse entre la libertad y el tamaño del
Estado. Y la razón de eso está justamente en las dos primeras columnas de la
tabla anterior. Para que exista verdadera libertad en un país, para que sus
habitantes sean realmente libres, es imprescindible que tengan independencia
económica; que todos dispongan de un estándar de vida suficientemente elevado,
como para poder darle a su vida la dirección que deseen, sin tener que pedirle
permiso a nadie para ello (con la sola limitación de la parcela del vecino,
como ya dijimos).
El
punto es claro: para estar en condiciones de ejercer la libertad, hay que ser financieramente
independiente. Una persona endeudada o que vive prisionera de un sueldo escueto
que apenas le permite subsistir, es libre sólo en el papel. En la práctica, es
esclavo de sus acreedores y de sus empleadores. Si no logra salir de esa
prisión, nunca será realmente libre. Conseguir la libertad, entonces, pasa a
ser un problema de desarrollo: se requiere de alcanzar un Ingreso per cápita
suficiente y, conjuntamente, una muy buena distribución del mismo.
Y
con eso, estimado lector, volvemos al tema que nos ocupa: el tamaño del Estado.
Como
muy bien sabemos, no es posible lograr una buena distribución del ingreso con
un Estado ausente. Por el contrario, se requiere uno que, junto con garantizar
un nivel mínimo elevado de bienes sociales y un sistema tributario equitativo a
sus ciudadanos, también sea capaz de corregir los problemas de concentración de
la riqueza que, inevitablemente, se producirán como consecuencia de la
asimetría de poder. Se requieren, entonces, organismos defensores de los
derechos ciudadanos, promotores de la transparencia y contralores, para limitar
al máximo esa asimetría y sus nefastas consecuencias.
Y un
Estado activo no es un Estado pequeño. Las frías cifras, los datos duros, lo
comprueban. ¿Cuál es el tamaño adecuado? Difícil saberlo. Hay que estudiar el
tema a fondo para poder responder a esa pregunta. Sin embargo, parece bastante
razonable pensar que como porcentaje del PIB no debiera pesar menos de un 30%.
De ahí hacia arriba. Por mucho que algunos recurran a Gandalf y a Aragorn para
argumentar en sentido contrario.
Porque,
dígame con sinceridad estimado lector, si yo le preguntara en que bando se
encuentra Sauron en nuestro Chile de hoy, si en el de quienes viven con el
sueldo mínimo y se movilizan día a día en el Transantiago, o en el de aquéllos
que crearon el sistema económico imperante y hacen todo lo posible por
mantenerlo, ¿qué me contestaría?
Le
dejo planteada la inquietud , para que la medite en estos días veraniegos.
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