La desigualdad: ese doloroso flagelo que a nadie le importa
El combate
contra la desigualdad ―esa anomalía que se produce en una sociedad cuando sólo
una parte de los socios se beneficia, en forma abusiva, de los frutos que entre
todos generan― es de larga data. Ya el mismísimo Jesús, a comienzos de nuestra
Era, arremetía en su contra con ese potente mensaje, tan anti-neoliberal y tan
pro-equidad, de “ama a tu prójimo como a ti mismo” (a propósito, ¿se imagina
usted a Jesús en la UDI?).
Dos
milenios más tarde, sin embargo, el asunto no ha variado en demasía. El mundo
entero ha progresado, es cierto, pero ese progreso ha distado mucho de alcanzarnos
a todos por igual. En la mayoría de los países, de hecho, existen pequeños grupos
que lo acaparan en su mayor parte, apoyados por poderosas organizaciones (partidos
políticos, centros de estudios, sectas “religiosas”, gremios empresariales, etc.) cuyo fin último
es, por más que se intente disfrazarlo, proporcionarle sustento político e
ideológico a semejante despojo.
Chile,
qué duda cabe, es uno de esos países. Aquí, unas pocas familias concentran más
de un tercio de la riqueza, y los ingresos del 10% más acomodado de la población
son 30 veces superiores a los del 10% menos favorecido. Las cifras son
lapidarias: estamos entre los veinte países con mayor desigualdad del mundo.
Un
estigma como ése no debería ser tolerado por las sociedades. Quienes se
interesan en el tema (no muchos, lamentablemente) saben que en otras latitudes el
combate contra la desigualdad forma parte explícita de las políticas de
gobierno. Se discute en los parlamentos y se incluye en los programas de gobierno.
Mantener niveles de desigualdad razonables es allí no sólo un anhelo, sino una
obligación de quienes ocupan cargos gubernamentales.
En
Chile, sin embargo, a nadie parece importarle.
Como
futuro elector informado, seguramente usted se habrá dado el trabajo de leer en
detalle las propuestas de los candidatos (las que existen, desde luego). Dígame,
¿en alguna de ellas aparece el combate contra la desigualdad como el eje
central de las propuestas? ¿Ubicó aunque sea una donde se mencione la
desigualdad como un problema serio, se haga un análisis profundo de sus causas,
se definan indicadores que permitan medirla, y se propongan medidas concretas
para disminuirla? ¿Hay algún candidato que plantee “reducir la desigualdad”
como un objetivo concreto, medible, de su eventual gobierno?
¿Me
entiende cuando señalo que a nadie parece importarle? Porque además no se ve
una masa vociferante recorriendo las calles en pro de una mayor igualdad. Es un
tema del que se habla en columnas, blogs, artículos de prensa, pero que al
momento de “quiubos”, se oculta debajo de la alfombra como si fuera algo
vergonzoso. Ni a los que la sufren, ni a los que podrían remediarla, parece
quitarles el sueño.
¿Por
qué?, se preguntará usted.
La
respuesta parece sencilla. Es cosa de mencionar las principales causas de la desigualdad,
y se cae de madura.
¿Y
cuáles son éstas? Primero, condiciones naturales distintas (irremediablemente,
cargamos con los talentos que la naturaleza nos brindó hasta el día de nuestra muerte);
segundo, diferentes capacidades (mejorables, en gran medida, por medio de una
educación de excelencia); y tercero, la asimetría del poder.
Esta
última es la madre de todas las causales. En cualquier sociedad que adolezca de
ingentes niveles de desigualdad (piense, por ejemplo, en las sociedades
esclavistas), usted encontrará concentraciones brutales del poder político y
económico. Ergo, si usted quiere combatir la desigualdad, necesariamente debe
desconcentrar el poder. Entonces, ¿se entiende mejor por qué el combate frontal
contra este flagelo está ausente de los programas de los candidatos?
Así
que, según parece, tendremos desigualdad para rato.
Seguiremos
escuchando a los defensores del modelo de desarrollo vigente ―gente tan ajena a
la filosofía cristiana como la UDI casi completa, parte importante de RN,
algunos sectores de la Nueva Mayoría, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, la
Universidad Católica, El Mercurio, Libertad y Desarrollo, la SOFOFA y algunas otras
entidades que se me escapan―, plantear su absurda tesis de que tan brutal
inequidad es natural; que forma parte de la esencia del ser humano; que Dios,
en definitiva, lo quiso así; y que, por eso hay que acostumbrarse a vivir con
ella, ya que no tiene arreglo. Seguiremos oyendo a estos ejemplos de amor
cristiano plantear que hay que disminuir aún más el tamaño del Estado; que hay
que reducir los impuestos; que la desigualdad no es un problema; que el modelo
neoliberal vigente es un ejemplo, un verdadero paradigma, para el mundo entero.
Si Jesús viniera a darse una vuelta por estos lares y contemplara la conducta
de estos próceres, se lo firmo, vomitaría.
Y
seguiremos también observando cómo quienes podrían cambiar esto, porque tienen
el apoyo y el mandato popular para hacerlo, ni siquiera lo intentan. Ya no lo
hicieron en los 20 años en que dispusieron del poder, y tampoco, probablemente,
lo harán en los 20 años próximos. ¿Será porque hay que preocuparse de asegurar
buenas pegas para el momento en que salgan del gobierno?
Las
sociedades enfermas son así: pese a estar carcomidas hasta lo más profundo por
el gusano del egoísmo exacerbado, no se percatan de ello y siguen caminando
como si nada pasara.
Hasta
que se desploman, desde luego. Y allí, Dios nos pille confesados.
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