El Estado Benefactor
No
está claro en qué momento de la prehistoria el homo sapiens comenzó a vivir en
sociedad. Es muy probable, incluso, que siempre lo haya hecho; que nunca haya
vivido solo; que esa condición de “animal social” que hoy detenta, provenga de
su inmediato ancestro: aquel “eslabón perdido” que predicen las teorías
darwinianas cuyos vestigios, porfiadamente, hasta hoy se niegan a aparecer.
En consecuencia, la cuestión está abierta:
se desconoce si el individuo es anterior a la sociedad o viceversa.
En
todo caso, aunque muchos piensen lo contrario, ello no tiene relevancia. Lo
concreto, lo realmente importante, es
que el hombre ―sea por opción, por obligación o por instinto―, vive en
sociedad. Y si lo hace, qué duda cabe, es porque le conviene.
Uno
vive en sociedad, entonces, porque el hacerlo conlleva evidentes beneficios.
Sin sociedad, no hay orden ni mercado;
no hay empresas ni trabajo ni, por lo tanto, ingresos; no hay construcción (ni,
por ende, viviendas) ni comercio; nadie recoge la basura ni limpia las calles;
nadie las pavimenta; no hay vigilancia ni iluminación públicas; no hay medios
de comunicación ni bancos ni malls; etc.
Nada de lo que conocemos, y a lo que estamos acostumbrados, sería posible si,
de la noche a la mañana, todos optáramos por prescindir de nuestros semejantes.
En otras palabras, somos capaces de
generar rentas y riqueza porque vivimos en sociedad y nos interrelacionamos. Si
ello no ocurriese, no podríamos hacerlo.
Por
cierto, vivir en sociedad no es algo sencillo. Eso es archisabido. Hay
intereses, pensamientos, sentimientos, conductas, comportamientos disímiles,
muchas veces contrapuestos. Alguien tiene que poner orden, porque si no, todo sería
un caos. Para ello, no sé si sabiamente o no, nuestros ancestros crearon el
Estado y le delegaron algunas de nuestras facultades.
Hay profusa
literatura acerca de las funciones de este vapuleado organismo. Acerca de qué
puede y qué no puede hacer. De cuáles son sus límites. Existen, desde luego, distintas
visiones; opuestas incluso. No es mi intención exponerlas aquí. Me interesa,
sin embargo, analizar el papel que cumple el Estado en un ámbito fundamental:
la distribución de la riqueza que una sociedad es capaz de generar.
Hay tres modelos principales para enfrentar este peliagudo tema.
Uno de ellos, el socialista, plantea que, ya que la riqueza es
generada por todos, todos tenemos igual derecho a disfrutar de ella, por lo que debe distribuirse igualitariamente. En este enfoque, la facultad de percibir los
ingresos y distribuirlos está radicada en el Estado, y todos los individuos
laboran para él. Este modelo, muy extendido durante el siglo pasado, sea por
las razones que fuere, fracasó rotundamente. No fue capaz de generar riqueza y
tampoco de distribuirla. Hoy, sólo se conserva en unos pocos países (Cuba y
Corea del Norte, entre ellos), pero de seguro se extinguirá por completo en los
próximos años.
En
el otro extremo, está el modelo neoliberal, que plantea justamente lo
contrario: que son los individuos los mejores generadores de riqueza, que casi toda
la que se produce es exclusiva consecuencia del su esfuerzo, iniciativa y
creatividad, y que, en consecuencia, son ellos sus propietarios exclusivos y
los únicos calificados para decidir su destino. En este enfoque, el Estado es
casi un estorbo, por lo que debe estar reducido a su mínima expresión; y el
mercado, el único asignador de recursos competente, por lo cual no debe ponérsele
cortapisa alguna. El concepto de equidad aquí no tiene sentido, ya que el
individuo no recibe aportes de la sociedad y, en consecuencia, nada le debe. Es
necesario, eso sí, preocuparse de la igualdad de oportunidades, esto es, de que
cada persona disponga de capacidades similares para enfrentar la dura competencia
diaria a la que estará sometida. El neoliberalismo, preconizado por el FMI en
sus políticas de saneamiento económico, tuvo un uso bastante extendido a fines
del siglo pasado. No obstante, actualmente se está batiendo en retirada, debido
a las negativas consecuencias que acarrea su aplicación a las sociedades que la
sufren: una enorme desigualdad, con el creciente malestar social que conlleva,
y una más que excesiva concentración de la riqueza (¿le parecen conocidas tales
falencias?). Además, lleva intrínseca una contradicción vital en su concepción,
ya que para obtener la ansiada “igualdad de oportunidades” resulta
indispensable un rol activo del Estado, el que no es compatible con uno sus
pilares básicos: el Estado ausente.
Más
o menos al medio de los dos anteriores, está el modelo socialdemócrata, con la herramienta
usada para su aplicación: el Estado Benefactor.
La visión que prima aquí es que la riqueza
que se genera en una sociedad es consecuencia del esfuerzo de todos, por lo que
todos deben recibir una parte razonable de ella. La desigualdad, según esta visión,
es un fenómeno que no sólo obedece a causas naturales o a diferencias de
capacidad, sino también a otros factores, el más importante de los cuales es la
concentración del poder. En la medida que ésta sea más acentuada, mayor tenderá
a ser la desigualdad, pues quienes detentan el poder, inevitablemente lo usarán
en beneficio propio, acumulando más riqueza de la que les corresponde.
Para
compensar esta asimetría, aparece el concepto de Estado Benefactor (aunque tal
vez ése no sea el nombre más apropiado), cuya función primordial es asegurar a todos
los miembros de la sociedad ciertos derechos mínimos, normalmente elevados, que
reducen de manera drástica la brecha de desigualdad entre los sectores más
acomodados y los menos favorecidos.
Los
estados benefactores, entonces, garantizan a sus ciudadanos acceso gratuito a educación,
salud y vivienda de alta calidad, buena previsión, convenientes seguros
laborales, constante apoyo en la búsqueda de trabajo, defensa irrestricta de
sus derechos, elevadas dosis de educación cívica, fuerte desarrollo sindical y altos
niveles de participación política, entre otras granjerías.
Por
cierto, tales beneficios no son baratos, de manera que en los países que utilizan
este concepto, los impuestos, en especial los que gravan a los ingresos más
altos, son también elevados. Es la forma en la que los sectores más favorecidos devuelven
a los menos acomodados los ingresos en exceso que obtuvieron como consecuencia de
sus posiciones de privilegio.
Desde
luego, el tener un Estado presente, participativo, involucrado en el éxito de
sus ciudadanos, no significa que deban ponerse limitaciones al libre mercado y
a la iniciativa privada. Las únicas que existen, de hecho, se orientan a
perfeccionar su funcionamiento y a evitar los posibles abusos. Se trata de
lograr un adecuado equilibrio, no de poner cortapisas sin sentido. Y las
libertades personales son muy superiores a las que se consiguen con los otros
dos sistemas, ya que las personas disponen de las capacidades necesarias,
incluidas las económicas, para ejercerlas. No son letra muerta como en nuestro
país, por ejemplo, donde el 70% de la población está imposibilitado de ponerlas
en práctica.
Finalmente,
un par de constataciones: todos los países desarrollados del mundo poseen un
Estado Benefactor. No sólo eso, alcanzaron el desarrollo en andas de dicha
institución. No es que la hayan implementado después que cruzaron el umbral. Lo
hicieron hace muchos años. La mayor parte de ellos, de hecho, después de la
segunda guerra mundial. Pareciera ser, entonces, que como vehículo de
desarrollo, es claramente superior a sus alternativas. Es un hecho sabido, por
lo demás, que la gente satisfecha tiene mucho mejor productividad que la que
vive aplastada económicamente.
Y
respecto de la supuesta debacle económica que estarían sufriendo dichos países,
le sugiero, estimado lector que le eche un vistazo a los informes económicos
del Banco Mundial y de la OCDE. Vea allí cuál es el comportamiento económico de
los países con ingresos per cápita sobre US$ 30.000 y comprobará que tal aserto
es una falacia.
Como
la que nos hemos tragado por ya 40 años: que nuestro modelo neoliberal nos
llevará finalmente al desarrollo. Ésa sí que es falacia. Del porte de una
catedral.
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