Los abusos y la nueva Constitución
A fines de 2019, para sofocar el estallido social que amenazaba con incendiar Chile, los políticos acordaron cambiar la Constitución.
El diagnóstico fue —según
parece, porque nunca se ha explicitado— que la Carta Fundamental vigente,
elaborada por el dictador Pinochet, era la principal responsable del explosivo
fenómeno, de manera que bastaba con cambiarla por otra de origen democrático para
que el país volviera a convertirse en lo que fue durante tantos años: una
tranquila taza de leche. Nadie explicó, sin embargo, cómo pudo ocurrir que un
cuerpo legal del que la inmensa mayoría de los ciudadanos no había leído ni tan
siquiera una línea provocara semejante descontento popular.
Todo indica, entonces, que la
Constitución vigente fue el chivo expiatorio. Había que buscar una vía para
salir del trance y esa era la que estaba más a mano.
Tal constatación deja dos
interrogantes por resolver: ¿cuáles fueron las reales causas del estallido
social de 2019? Y, tanto o más importante, ¿se resuelven cambiando la
Constitución?
Los indicadores de desigualdad de
Chile pueden alumbrar respecto de la primera. El 10% más acomodado de la
población concentra el 58,9% del ingreso y el 80,4% de la riqueza; y el 1% más
rico acumula el 26,5% del primero y el 49,6% de la segunda (World Inequality
Report 2022). A modo de referencia, los porcentajes de España son 34,5% y 57,6%
para el 10%; y 12,4% y 24,2% para el 1%. Si los niveles de desigualdad de
España se consideran excesivos (que lo son, no cabe duda), los de Chile solo
pueden calificarse de brutales.
La desigualdad excesiva se
manifiesta en el día a día mediante el abuso, esto es, el uso del poder para
beneficiarse a costa de perjudicar a otros. La lista de los que se cometen hoy en
Chile es interminable: un sistema tributario plagado de franquicias tributarias
inadmisibles, un sistema previsional estructurado para aprovecharse de sus
supuestos beneficiarios, un sistema financiero que masacra a los sectores de
menores ingresos, desfalcos a granel con recursos fiscales (los
cuatro últimos comandantes en jefe del ejército han sido procesados por
malversaciones multimillonarias), apropiación de recursos naturales a costos
infames o a título gratuito, proliferación descontrolada de cargos públicos, injustificadas
dietas parlamentarias millonarias, colusiones, cohecho, maltrato y
desprotección de niños, mujeres, adultos mayores y minorías étnicas y sexuales,
pensiones y sueldos mínimos miserables, manga ancha frente a la droga,
violaciones de derechos humanos y, como guinda de la torta, impunidad para
(casi) todos quienes disponen de suficiente poder económico y político para proveérsela.
Algunas perlas de muestra: una
franquicia tributaria vigente desde hace 4 décadas, el «sistema integrado de
impuesto a la renta», exime a las empresas de pagar por los cuantiosos
servicios públicos que consumen para que destinen sus impuestos al pago de los
tributos de sus propietarios. Así, todos los contribuyentes personas naturales financian
esos servicios, permitiendo que los dueños de las empresas no paguen impuestos
de su bolsillo. Es como si el impuesto de sociedades español no fuese de
beneficio fiscal, sino un mero anticipo de los impuestos personales de los
propietarios de las sociedades. Difícil idear un abuso peor que ese.
Pero los hay: el sistema
previsional contiene varios. Las cotizaciones de los chilenos no van a la caja
fiscal, sino que ingresan a fondos de inversión privados con el objeto de que su
rentabilidad les permita financiar su propia pensión. Sin embargo, se les obliga
a invertir parte considerable de esos fondos en instrumentos de renta fija de
ínfimo retorno emitidos por los bancos y las grandes empresas, lo que reduce de
manera sustancial los montos de sus pensiones. Es, por lejos, el peor abuso: provocar
un daño irreparable a las pensiones para permitir que los bancos y grandes
empresas dispongan de abundante financiamiento al mínimo costo.
No es el único, sin embargo: la ley
obliga a los afiliados a anticipar el pago total de la administración futura de
los fondos de pensiones, de manera que hoy, por ejemplo, tienen ya pagada toda
la administración de los fondos por todos los años que les restan para
pensionarse. Por supuesto, el perjuicio financiero que eso les provoca nunca ha
sido materia de discusión.
Hay más: aunque en teoría todo
inversionista tiene derecho a saber cuánto ha ganado con su inversión, a qué
costo y cuál ha sido su rentabilidad, los afiliados de los fondos de pensiones chilenos
no lo tienen. La ley no obliga a las empresas administradoras a informarlo y
ellas jamás, en 40 años, lo han hecho. Así, ellos no conocen, y nunca han conocido,
cuánto han cotizado, cuánto han pagado en comisiones, cuánto han ganado (o
perdido) ni cuál es la rentabilidad real de su inversión. Todo a vista y
paciencia de las instituciones.
Se trata de abusos que están
normalizados, tanto que ni siquiera llaman la atención. El principal argumento
que han esgrimido el presidente de la República y la presidenta del Banco
Central para oponerse a los retiros de fondos que los afiliados están exigiendo
por estos días es que con ellos se compromete la estabilidad del mercado de
capitales. En otras palabras, que con ellos se compromete la mantención del
peor abuso que se comete con los afiliados. Todo muy normal, como puede apreciarse.
De manera que si se quieren encontrar
las causas del estallido social de 2019, no hay que explorar mucho: en palabras
simples, el pueblo chileno se hastió de tanto abuso.
Queda, entonces, pendiente la segunda
pregunta: ¿se terminan los abusos cambiando la Constitución?
Depende. Por estos días, uno de los
temas candentes en el debate constitucional chileno es el equilibrio de poderes.
¿De cuáles? De los llamados «poderes públicos»: ejecutivo, legislativo y
judicial. Nadie, no obstante, ha mencionado el otro «desequilibrio de poderes»
que origina los abusos: el que existe entre el poder económico y la inmensa
mayoría de los ciudadanos. El asunto es que siendo muy relevante el primero, lo
es más, mucho más, aquel que debe existir entre quienes concentran el ingreso y
la riqueza y todo el resto de la población. En otras palabras, el que tiene que
establecerse entre abusadores y abusados.
Muy pronto se sabrá si la Convención
Constitucional, la institución encargada de proponer una nueva Constitución,
tomó nota de él y lo consideró en su redacción final. Si no lo hace, se puede
tener la certeza de que la solución elegida no servirá de nada, porque Chile
seguirá siendo un país tan abusado como antes del estallido y habrá, con
certeza, otro tal vez más violento ad-portas.
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