¿Por qué en Chile regalamos a las empresas los servicios públicos que consumen?
Partamos
señalando que en el mundo, sólo 9 países
de un total de 140 regalan a las empresas que desarrollan sus actividades
comerciales en ellos, los servicios públicos que consumen: 6 de los
denominados paraísos financieros ―Bahamas, Bermuda, Islas Caimán, Islas
Marshall, Turcas y Caicos e Islas Vírgenes Británicas―, 2 naciones árabes
productoras de petróleo ―Bahrein y Emiratos Árabes Unidos― y Chile, que no es
ni lo uno ni lo otro (al respecto, sería interesante comparar la magnitud de
los servicios que las empresas reciben del Estado en dichos países, frente a
los que reciben en Chile). Un décimo país, Qatar, se los obsequia sólo a las
empresas nacionales, pero se los cobra a las extranjeras. Los 130 restantes, sin
excepción, se los cobran a todas las empresas. A diferentes precios, cierto,
pero se los cobran.
La
forma de cobrarlos es como un porcentaje de sus utilidades, lo que es coherente
con el primer principio que debe cumplir todo buen sistema tributario: el del
beneficio, que establece que todos
quienes recibimos servicios de parte del Estado, organizaciones o personas, debemos
contribuir a financiarlos en proporción al beneficio que dichos servicios nos
reportan.
En
Sudamérica, a manera de ejemplo, Perú y Uruguay les cobran a sus empresas un
30% de sus utilidades por este concepto; Brasil, un 34%; y Colombia y
Argentina, un 35%, por mencionar sólo aquellos países donde los empresarios
chilenos han efectuado sus mayores inversiones (nótese que allá pagan sin
chistar y aquí no). Todos los países desarrollados ―salvo Canadá (15%)― les cobran
el 20% o más (Alemania, un 30%; Francia, un 33,33%; Estados Unidos, un 35%;
Japón, un 38%; Noruega, un 27%; Suecia, un 22%). Todos cobran. En la OECD y en
Sudamérica, sólo en Chile, el Estado les regala a las empresas los servicios
públicos que consumen. Sólo en Chile, el
Estado entrega, a título de nada, un monstruoso subsidio a organizaciones con
fines de lucro, muchas de ellas con millones de dólares en utilidades.
Dejémoslo
meridianamente claro: las empresas chilenas que han invertido en los países sudamericanos
mencionados ―Lan, Cencosud, Falabella, CMPC, Ripley, Farmacias Ahumada, entre
muchos otros)― pagan las tasas señaladas sobre sus utilidades además de los
tributos que les corresponden por los retiros de éstas que efectúan. En otras
palabras, en ninguno de dichos países los impuestos pagados por las empresas
sirven de créditos a los tributos personales de sus propietarios. En ninguno de
ellos existe el aberrante sistema de “impuestos integrados”. En ningún país del
mundo, de hecho… salvo en Chile.
Chile
es, entonces, una penosa excepción. Nadie lo acompaña, como a Toribio el
náufrago, a Adán en el día de la madre o a Judas en el día del amigo. Es lo que
se llama una rara avis, un extraño espécimen que se caracteriza por hacer las
cosas de manera distinta al común de los mortales. Ello no es un problema,
claro, cuando las hace bien, de la manera correcta. Pero cuando se equivoca
rotundamente, garrafalmente, la cosa cambia, en especial cuando los
perjudicados con su singular forma de actuar, son justamente los ciudadanos más
desfavorecidos, aquéllos a quienes se supone que el Estado y el gobierno de
turno deben proteger y apoyar.
Tres preguntas cabe hacerse a este respecto:
1.- ¿Deben las empresas pagar en Chile, como lo hacen en todo el mundo, por los
servicios públicos que consumen?; 2.- Si ellas no los pagan, ¿quién se hace
cargo de financiarlos?; y 3.- El subsidio que actualmente se entrega en Chile a
las empresas por este concepto (se produce un subsidio cuando el Estado le
entrega a alguien, persona natural o empresa, un beneficio no reembolsable),
¿debería estar reconocido como tal e informarse, como se efectúa con otras
franquicias, como parte del gasto tributario? Procuraré responderlas a
continuación.
Para
contestar a la primera, partamos reconociendo que los servicios
públicos les son indispensables a las empresas para generar la renta. Ninguna
empresa podría subsistir sin ellos. Si no los recibieran, no generarían
utilidades y, por consiguiente, no habría nada que repartir.
Se
lo ejemplifico: sin seguridad e iluminación pública, imperaría en Chile, como
en el Far West, la ley del más fuerte. Si ahora campea la delincuencia,
imagínese cómo sería la vida en tales condiciones. ¿Podrían las empresas
desarrollar sus operaciones en semejante escenario? No, ¿verdad? La seguridad y
la iluminación pública les son indispensables. ¿Y el aseo público y el retiro
de basura? Si no existiese, al cabo de un lapso muy breve estaríamos ahogados
en la mugre y a merced de las plagas que ésta trae consigo (toda clase de
alimañas y enfermedades). ¿Podrían las empresas funcionar adecuadamente en
dicha circunstancia? Parece que no, ¿no es cierto? Les es imperioso disponer de
aseo público y de recolección de basura. ¿Y qué ocurre con el Poder Judicial?
Haga un esfuerzo (un leve esfuerzo, no es necesario uno mayor) e imagínese qué
sería de las empresas si éste no existiese: no podrían cobrar sus acreencias ni
hacer respetar sus contratos, ya que les es forzoso recurrir a los juzgados
civiles para hacerlo; tampoco protegerse de los robos, ya que no dispondrían de
juzgados penales; imagínese cómo andaría el tema laboral. Sería una debacle.
Ninguna empresa podría subsistir en tales condiciones. Similar análisis puede
usted hacer respecto de la vialidad pública, el transporte, toda la normativa y
un largo, pero larguísimo, etcétera.
El
asunto es más extremo aún. La verdad es que las empresas sólo son viables si
están integradas a la sociedad. No pueden subsistir fuera de ella. ¿Se imagina
al Costanera Center instalado en las cercanías del El Tatio? ¿O al Parque
Arauco en medio de los Campos de Hielo? No serían iniciativas muy rentables,
¿verdad? La sociedad es como el aire para las empresas; no pueden subsistir sin
ella. ¿Cuál es la razón, entonces, de que se les exima de aportar a su funcionamiento?
Los
servicios públicos son, entonces, imprescindibles para las empresas para
generar su renta, tal como lo son la electricidad, el agua potable, la
telefonía, internet, el financiamiento bancario, los fletes, el aseo en el interior de las empresas o
los programas computacionales. Ahora bien, si todas las empresas pagan sin
chistar por estos últimos, que son de origen privado, ¿cuál sería la razón para
que no hagan lo mismo con los primeros? ¿Son menos servicios que los otros?
¿Son menos importantes?
Estimado
lector, no hay ninguna razón. Las empresas consumen servicios públicos a
destajo y pueden pagarlos, de manera que deberían hacerlo. Cualquier normativa
sana, justa y equitativa, debería contemplar tal pago, como ocurre en todo el
resto del mundo, por lo demás. ¿Por qué la de Chile, entonces, no lo contempla?
La
razón es muy simple: el exclusivo motivo por el cual las empresas no pagan por
los servicios públicos que consumen, y por el cual existe el “sistema integrado
de impuesto a la renta”, es para evitar que los empresarios se metan la mano al
bolsillo al momento de pagar sus tributos personales. Al permitir que las
empresas se los paguen, en la práctica se los exime de tal compromiso. Se lo
repito, por lo relevante, e impactante, que resulta: las empresas no pagan por
los servicios públicos que consumen, porque pagan los impuestos personales de
sus propietarios, evitando con esto que ellos cumplan con dicha obligación. Así, en la práctica, en Chile (único país
del mundo, lo reitero) los empresarios NO pagan impuestos a la renta.
Pero,
aunque las empresas no concurren a su financiamiento (porque pagan los
impuestos de sus propietarios, como ya dijimos), sucede que los servicios públicos
se prestan de igual manera. Todos los días se recoge la basura, se hace el aseo
de las calles, hay iluminación y seguridad públicas, el Poder Judicial sigue
funcionando tal como toda la administración pública. Incluso, aunque las
empresas no ponen ni un peso para financiarlas, las 20 instituciones creadas
exclusivamente para el fomento y control de iniciativas empresariales, cuyo
costo anual se empina en los USD 2.100 millones, siguen desarrollando su labor
en forma ininterrumpida. Pero si las empresas no ponen ni uno, ¿sobre quiénes
recae el peso del financiamiento?
Sobre
las personas naturales, por cierto, ¿sobre quién más? Es lo que ocurre en una
estructura tributaria donde las empresas no pagan por los servicios públicos
que consumen. Estos son financiados por todos quienes pagamos IVA e impuestos
de segunda categoría, entre ellos los menos favorecidos de esta nación. De
manera que cuando la señora Juanita va al almacén a comprar el pan, está
financiando parte de los gastos públicos que consume el Jumbo, o las cadenas de
farmacias que se coludieron no hace mucho, o La Polar, o los prestamistas de
Goldex, o los bancos, o las AFPs, o las isapres, o un larguísimo etcétera. El
inmoral “sistema integrado de impuesto a la renta” vigente, permite eso.
Como
ya dijimos, financiar a las empresas los servicios públicos que consumen es un
subsidio, una franquicia tributaria. Es, en la práctica, una transferencia de
recursos desde las personas naturales a las empresas (por eso resulta tan
aberrante). Por consiguiente, como lo recomiendan las normas de transparencia
emanadas de la OCDE y del FMI, entre otros, debería reconocerse en el presupuesto
de Gasto Tributario que elabora, año a año, el SII. No es así, sin embargo. Seguramente
con el propósito de que los ciudadanos no reparemos en ella, para que no la
cuestionemos, se omite de dicho instrumento, lo cual es, por decir lo menos,
una irregularidad. Lo correcto, lo que corresponde, es que esta franquicia se
reconozca y su monto se anote en el mencionado registro.
Así
que aquí tenemos la respuesta a las tres preguntas que formulamos más arriba:
las empresas deberían pagar por los servicios públicos que consumen (nada
justifica que no lo hagan); si ellas no lo hacen, el costo recae sobre todas
las personas naturales, en especial sobre sólo más necesitados; y esta brutal franquicia
debería figurar en el informa de Gastos tributarios elaborado por el SII.
Hay
una interrogante adicional que cabe hacerse a estas alturas es por qué un
sistema tan injusto, inequitativo y abusivo como éste, ha sobrevivido durante
30 años sin mayores modificaciones, y por qué es promovido incluso por quien ha
hecho de la desigualdad su caballito de batalla, nuestra actual presidenta,
Michelle Bachelet. La respuesta parece
evidente: por la misma razón por la que, tras 34 años, sobrevive el aberrante
sistema de cobro de comisiones de las AFPS, pese a que favorece a estas
empresas a costa de perjudicar directamente a sus afiliados; o por el mismo
motivo por el cual se siguen entregando nuestros recursos naturales (agua,
minerales, pesca, bosque nativo), que pertenecen a todos los chilenos, a unos pocos
privilegiados, a título gratuito o a cambio de un precio irrisorio (me refiero,
específicamente, al royalty minero); o por la misma causa que, tras 40 años de
vigencia, subsisten sistemas de educación, salud, vivienda y previsión que han
generado abismos sociales entre los más acomodados y los menos favorecidos; por
el mismo pretexto, en fin, por el que subsiste un sistema político que sólo
favorece a los políticos, como lo comprueba la escandalosa repartija de cargos públicos
que se está registrando por estos días: fueron impuestos en dictadura, con el
amparo de las armas, y se han mantenido porque quienes han tenido el poder para
cambiarlos, no han querido (tal vez porque no le conviene) o no se han atrevido
a hacerlo.
La
guinda de la torta de este “sistema integrado” es el comentario que expuso
nuestra presidenta en el mensaje que acompañaba a la reforma tributaria: ”con
un sistema integrado, la equidad se da a través del impuesto a las personas”.
Eso, estimada presidenta, es una megafalacia; en un “sistema integrado” la
equidad nunca se logra; el “sistema integrado de impuesto a la renta” es, por
definición, inequitativo.
Lo
más lamentable del caso es que es tan fácil solucionar este brutal abuso. Basta
con desintegrar el sistema de impuesto a la renta, haciendo que el impuesto de
primera categoría que pagan las empresas sea de beneficio fiscal, y que los
empresarios tributen sobre sus retiros efectivos. Se lograría así un sistema
mucho más equitativo, más simple, más eficiente, más fácil de controlar y más
conveniente para la gran mayoría de los chilenos, tanto respecto del actual
sistema como del proyecto de reforma tributaria de la Nueva Mayoría. ¿Por qué
no lo quiere implementar Michelle Bachelet? ¿Cuáles son los intereses que ella
protege? ¿O será sólo cuestión de falta de información?
Qué
misterio, ¿verdad? ¿Se develará alguna vez? Quizás. En todo caso la esperanza ―esa
porfiada sensación de que lo que deseamos, por lejano que se vea, por improbable
que parezca, puede realizarse―, es lo último que se pierde.
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